Fábula de la Cigüeña. Jaime González Crispín

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Fábula de la Cigüeña

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Fue jugando naipes como el señor Cigüeña perdió todo lo que cargaba, incluyendo el par de bebés que debería entregar esa misma tarde.

Todo pasó mientras el ave picuda se tomaba un descanso en el alto techo de una vieja finca rural. Dos ángeles bribones que por ahí pasaban, que también los hay, lo vieron descansando y se le unieron al reposo. La tarde era nueva, aunque un poco bochornosa. A poco, buscando ganarse la confianza del heraldo, los ángeles, de facha desgarbada y apariencia de vagabundos, lo invitaron a beber un trago a pico de odre. Para conciliar mejor el sueño, argumentaron. El señor Cigüeña escuchó la propuesta de los andrajosos celestiales y dijo con la cabeza que no. Así estuvo, resistiendo y negándose a beber, pero solo por un rato pues; pensando que había tiempo para la entrega de los bebés, terminó accediendo.

Después de varios tragos, a invitación de uno de los hippies, pasaron al juego de cartas. Nuevamente el Ave picuda entró en negación, pero la labia dulce y la persuasión rufiana lo convencieron.

—Pero sin apuestas –pidió el ave zancona.

—Sin apuestas –aceptaron los otros, retirando de sus respectivos hombros aquellas horribles gabardinas que los hacían aparecer como pistoleros de películas del viejo Oeste.

La partida dio comienzo. Se sentaron en triángulo y dio comienzo la partida Los vivales se dejaban ganar con todo propósito, haciendo creer a don Cigüeña que era poseedor de una gran suerte en los juegos de azar.

—Es usted un gran tahúr, señor Cigüeña, o es su tarde de suerte –le endulzaban el oído, y el otro se lo creía.

Más tarde, uno de los haraganes propuso que a las partidas se agregara una pequeña apuesta, algo simbólico, sin mucho valor, solo para agregar emoción. Don Cigüeña volvió a negarse, pero igual volvió a caer. La estrategia de los mugrosos funcionaba. Don Cigüeña seguía con su buena racha. Pronto ganó una navaja, un chaleco, un par de sandalias y otros chécheres sin tasa mayor.

De pronto la suerte dio un vuelco y el ave empezó a perder lo que había ganado. Apostó y perdió, por supuesto, su cachucha distintiva de mensajero. A poco, en una jugada rara perdió los lentes, y luego el viejo bolso. Misma mala suerte corrieron su chaleco, con la insignia de cartero, incluido el silbato, el reloj de pulso y también el de leontina que le habían regalado en la oficina de envíos por su alto desempeño.

Al verlo sin nada más que perder, uno de los tramposos le propuso que jugara a suertes los bebés.

—Nunca.

Se mantuvo firme en su decisión, pero solo por unos minutos.

 A poco se vio jugando aquello que no le pertenecía, seguro de que la buena suerte volvería en una buena mano de naipes. Con apremio de jugador, con nervios y poco talento, tomó las cartas de la partida definitiva, las abrió muy lentamente. Sus ojos le anunciaron que la ventura no estaba metida en la mano de póquer que se jugaba.

Por supuesto que perdió.

Los Ángeles procedieron, entre risas burlonas, a repartirse el botín, tomando alternadamente los objetos ganados.

—El silbato para mí.

—Me toca el bolso.

Don Cigüeña vio con ansiedad el reparto. Cuando llegaron al cestillo con los bebés, uno de ellos dijo:

—Estos te tocan a ti.

—Ah, no; es a ti a quien corresponden.

—Que no, y no me grites.

—No te grito, es solo que…

Y comenzó una discusión a gritos entre aquellos tipos cuyas alas sucias denotaban no solo descuido en sus personas, sino en los altos propósitos celestiales. De los gritos pasaron a los empujones y de ahí a los golpes. En el toma y daca rodaron por el techo y aun cayeron al vacío. Don Cigüeña aprovechó la trifulca y se hizo de sus pertenencias, colocándolos en la parte del cuerpo que correspondía. El chaleco aquí, la cachucha acá, todo. Fue luego por el atadillo con los bebés. Los vio, inocentes. Afianzó en su pico las puntas de la manta con que ataba el canastillo y, sin mirar atrás ni a ningún otro lado que no fuera al frente, voló en busca de cumplir con su entrega, jurando no volver a distraerse.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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