Cayena y la calor
Por Jaime González Crispín
Supe, por papelitos inscritos, por mensajes velados y abiertos, que Cayena estaría en otra ciudad para dar aviso de muerte a otros, a otras. Por una postal recibida, cuyo texto garabateado en letras de colores me dijo a las claras quién era el remitente, supe que Cayena andaba en la costa del Atlántico, en el Golfo de México, en Tampico.
Era una tarde hermosa por caliente. El sol se estaba cayendo y dos mujeres seguían en la Plaza principal, atadas a su esperanza de que al fin llegara Beatriz, como les había anunciado días atrás.
Maduraba la tarde, pero ellas en lo suyo esperando saber más de su padre, de la muerte de aquel hombre cuya única herencia fue dejarles una cartera de miseria y un papel con unos versos escritos.
Las medias hermanas no solo no sentían hambre ni sed, sino que no tenían ganas de irse. Pegadas al corredor del jardín central de aquella ciudad dueña de un pedazo de mar salado y de un río que paría lagartos negros y azules.
La calor empezaba a ceder, cierto; tal vez fue lo que provocó que el clavo ardiente que sellabas sus bocas les diera permiso para hablar.
─Anoche soñé que un lagarto salía de mi cocina –dijo la menos vieja.
─Debes rezarle a San Jorge Bendito.
─Lo hago, rezo y rezo, San Jorge Bendito, amarra tus animalitos con un cordón bendito. Lo veo salir, atravesar el patio e irse con su meneo de puta pobre, camino al golfo.
─Los lagartos no van al golfo, van al río.
─Este es de los que sí. Me habla y me dice que su nombre es Efrén, o Efraín, o algo así, y que va en busca de poetas y borrachos.
Un hombre que hasta entonces las había estado viendo de lejitos, con la mirada fija, tratando de descubrir sus penas a través de lo que calzaban, acabó por marcharse ante la llegada de la niña, Cayena.
Era una chiquilla de ojos despiertos en fondo añil. Vestía falda corta floreada y una blusa azul con cordones en los hombros. Calzaba unos huaraches tejidos, de hilo blanco y azul claro que los hacían adivinar suaves, muy ricos para atenuar el calor. Llegó hasta las mujeres y se metió en medio de ambas, empujando a una y a otra, como cuña. “Soy Cayena”, les dijo sin hablar. Luego de verles la cara, sacó una bolsita de papel y extrajo dos chocolates. “Son Larín, de la fábrica de allá”, y señaló un rumbo vago con su mano morena. Las otras tomaron la golosina, les quitaron la envoltura y los comieron a mordiditas de vergüenza.
─Beatriz no vendrá hoy, pero me ha pedido que viniera en su lugar. La niña, luego de una pausa, sin decir palabra, les dijo:
─ ¿Cuál de las dos sigue soñando con lagartos? ¿Cuál de las dos tuvo una perrita a la que llamaba Canica”
─Yo, –dijo la menos vieja– yo sueño con uno, feo y verde.
─Me acuerdo de que yo tuve una perrita así… Canica, se llamaba.
Pausa con silencio. Cayena, sin articular palabra les dijo:
─Días antes después de la muerte de tu madre atravesada por un cuchillo, tu papá estuvo con una mujer ajena, en el cine Alcázar, a donde habían ido a ver El tesoro de la Sierra Madre. De ahí salieron los dos perseguidos por un marido burlado que ya cargaba una daga. ¿Sabían que su padre murió un sábado de Gloria, luego de caminar llevando los intestinos de fuera, en su brazo izquierdo, después de la cuchillada?
─Los periódicos dijeron que…
─Caminó hasta el arco de cantera, a la entrada del Cementerio.
─ ¿Por qué nos cuentas eso?
─…si no quieres, pues no.
─No, síguele, no te vayas. Pero mejor dinos qué pasó con el papelito, el de los versos a los que no se les acaba de entender qué.
─Su padre vino a Tampico, de Soto la Marina. Llegaron él y un tío, con una mano adelante y la otra extendida, pidiendo limosna. Acá se quedaron. Luego tu padre estuvo lavando trastes en un restaurancito que servía caldos de cabezas de pescados. Creció en la arena de la playa, escuchando por la noche las brisas de la música de la Orquesta Modelo, o la Orquesta Tampico, gozando de las olas de la trompeta del maestro Vidal, del maestro Rosas. Fue entonces cuando le dio por encadenar versos de huapango o tragedias norteñas.
─Mi papá era cocinero.
─Tu papá era un cabrón embustero. Lavaba loza en un restaurant, pero a los pocos con los que trataba les decía que era cocinero. Aprendió a leer y mal y escribir peor gracias a un chino y a la lectura obligada que el oriental le exigía, de las hojas con las recetas de platillos que los otros pegaban en un muro en el restaurante. Fue en el Casino Moctezuma, donde se ocupó después, sirviendo copas. Ahí le dio por retratar la vida en los papelitos, con letras el agua dulce y amarga. Alguien le dijo que eran poemas, pero eran solo desahogos de muerto de hambre.
─Y los versos, qué decían…
─Tonteras…locuras. Cuando le anuncié su muerte me leyó algo que decía: “La luna es un silbato en la boca de Dios… Acurrucado y triste mi amor espera mientras yo muero…” Eran bonitos versos, por eso nunca creí que fueran de él.
─Él era poeta…
─Era un cabrón, ya les dije, que por un tiempo se ocupó en cargar costales y herramientas en El Palmito, de don Andrés Cruz; después estuvo en La Campana de Oro, pero regresó a lavar ollas y sartenes, que era lo suyo, y fantasear con la vida de El Capitán Fantasma, un loco asesino de por acá.
─ ¿Murió triste?
─Los poetas de acá mueren tristes, aunque su padre no lo fuera. Una vez le escuché repetido. “Morir es como soñar… vivir es como soñar… pero con olas”.
─Eso es bonito…
─Por eso creo que él no los escribía, se los robaba, como robaba el amor de las mujeres de otros. Hasta que lo mataron.
─¿Tú recuerdas más versos?, ¿tienes más papeles con poemas de él… o que dijo que eran de él?
─No, porque la poesía no sirve para nada.
─Oye…
─Cayena, me llamo Cayena.
─Cayena, sí, pero dime: ¿se dice el calor o la calor?
La chiquilla nada contestó. Les entregó una foto en sepia. Y se fue sin más.
─Oye, Cayena, ¿venimos el sábado próximo?
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.