Buzzanca. Jaime González Crispín

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Buzzanca

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Cuando lo veía llegar en el camioncito cargado de barras de hielo se me salían los ojos, por más entretenida que estuviera en Las Dos Estrellas, la mercería en la que me empleaba vendiendo botones rojos, verdes, cierres, hilos y listones. Salía a verlo: flaco, mediano, moreno y sin chiste. Por otros que le gritaban “Ramón, acá un cuarto de hielo”, supe su nombre. Siempre iba con un muchacho de sombra tras de él, un tal Rafael, que después supe era su hijo, de un matrimonio que tronó.

El hielo que entregaban era para las pescaderías, que cubría mojarras, tilapias, bagres y demás especies cultivadas y traídas de las presas cercanas, la de Palmito o la de Las Tórtolas. Ellos, Ramón y el hijo, iban por aquí, por allá, en este mercado, en el otro, en restaurantes, bares y cantinas, surtiendo hielo. Si eran chicos los trozos, Ramón los cargaba en sus hombros. A él se mojaba la camiseta, y yo me mojaba también, no más de verlo. Si el trozo de hielo era grande, lo empujaban por el piso sobre restos de costales.

Cuando él se dio cuenta de cómo lo veía, de cómo me lo tragaba con los ojos, no tardó en tirarme lazo. No necesitamos mucho, así que pronto me hice su noviecita. Luego de que me invitó al cine tuve muy claro que a él no le gustaba ir al Cine Palacio, frente a la Plaza de Armas, a ver El Albañil, con Vicente Fernández, no; él iba al Cinema Dorado, por avenida Madero. Allá me llevó varias veces, tratando de quedar bien. En esa sala vimos muchas películas, como aquella de El Samurái, con Alain Delon, y otras películas que nos causaban risa, con un tal Lando Buzzanca, que tenía cara de chiste: juntos vimos Cuando las mujeres perdieron la cola” que a mí me gustó mucho. Así vivimos nuestro romance, entre miradas y suspiros en el mercado y salidas al cine, porque no había para más.

No tardó mucho para cuando Ramón me propusiera acostón, pero yo me puse muy digna y no caí. Le pedí que hablara con mis padres. Y sí, lo hizo. La cosa fue en serio. Nunca ocultó que era divorciado, ni que tenía otras dos hijas además del muchacho ese, Rafael. Nos casamos por el Civil y hasta hicimos una fiestecita. Él siguió en su trabajo en La Hielera; yo dejé las hilazas y los elásticos. Nos fuimos a vivir a una casita, rentada, por avenida Madero, en el 1046 sur. No éramos un matrimonio fuera de lo común, pero vivíamos felices. Luego vino el primer hijo, que ya cumplió los cinco; después la chiquilla, ya casi de dos.

La cosa se torció cuando sorprendí al muchacho, Rafael, haciendo cosas indebidas con mi hijo. Le reclamé, como era natural, y hasta le puse un par de bofetones. Cuando Ramón llegó, más tarde, le dije lo que pasó, pero él se puso del lado del muchacho. Peleamos a gritos. Fue entonces cuando me gritó que yo estaba loca.

De las cosas cochinas del muchacho con el medio hermanito, mi hijo, hará cosa de seis meses. Desde entonces siempre anduve cuidando que no volviera a hacerle daño a mi pequeño. Siempre que le hablaba de eso, de lo que hacía el muchacho, Ramón me salía:

—Estás loca y pendeja; no estés jodiendo, cómo se te ocurre. Y ya deja de andar por ahí hablando con los perros.

Cada vez que le hice mi reclamo, él me recalcó:

—Lo que va a pasar es que te voy a venir corriendo de la casa y de pasada hasta te quito a los niños.

Después, cada vez que reclamé, también hubo bofetones para mí.

Una tarde sorprendí otra vez al muchacho forzando a hacer cosas a mi niñito. A empujones y golpes lo eché de la casa. Allá se estuvo afuera, hasta cuando por la noche llegó Ramón. Él lo pasó a la casa, lo llevó para que durmiera en el catre de una recámara, allá en el fondo, a donde mi marido se iba a dormir cuando estaba muy cansado, enojado o borracho. Yo fui y le reclamé de nuevo. Y de nuevo me repitió que estaba loca; y de nuevo, también, que no estuviera chingando.

Me fui a mi cama, con los niños, a pensar cosas, hasta la madrugada, más bien hasta el amanecer, cuando me puse en pie y fui a la recámara aquella. Los dos, padre e hijo, dormían. Llegué hasta el mueble donde yo sabía que ellos guardaban unas pistolas. Las tomé, una en cada mano. Lo muy poco que sabía de armas, lo había aprendido de las películas que habíamos visto juntos y de la televisión.

Primero le disparé a Ramón, en el pecho. Rápido me moví al camastro y le disparé al muchacho, en los merititos huevos.

—Pa que aprendan, pa que no anden por ahi.

Ahora estoy acá, metida en este cuarto blanco y con paredes acolchadas, sin un perro con quien hablar.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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