julio de Jaime
Andar de lado
Por Jaime González Crispín
Desde el día del extraño diluvio en el que Merejo, viejo pescador, se quedó solo mar adentro, no volvió a dar paso vertical alguno; así ha estado desde que lo rescataron de una playa donde la vegetación y los cangrejos habían plantado su imperio.
Después del salvamento, a Merejo le sobrevino la fijación de no poder mover las piernas; ya trataron con ungüentos, sobadas, untos de aceite de tortuga, terapias con ropa interior, roja, de mujer virgen y nada; ni con las rumbas de Calamán Calamán con chévere, camina como chévere, pisando suave; tampoco los cantos de Moré, ni los cha cha chá de Jorrín sirvieron para curar la parálisis del negro. Y ahí se quedó, untado a la silla de ruedas recordando sus tiempos de pescar y de bailar rumba y huarachas en el corral la vieja Santa Marina.
Pero hoy, con su saco amarillo, pantalón de dril, camisa y corbata floreada, aunque sin zapatos, el anciano esperaba a su amigo Abur para que lo calzara y condujera hasta la autoridad del puerto, en atención al citatorio de engaño recibido.
Viudo desde hacía dos lustros, acomodaticio y vividor de siempre, Merejo sobrellevaba su existencia reciente, después de la breve condición de náufrago, oyendo mil veces los discos de la orquesta Aragón.
En San Patricio, un caserío cosido al mar, la gente se dedicaba a la pesca, pero más al consumo de cerveza y al baile, en casa de Santa Marina. Abur lideraba al grupo de viejos que tarde a tarde le acompañaba para oírlo mentir, pero sobre todo para escuchar las viejas canciones que solo a ellos gustaban, memorizadas de tan repetidas. Merejo se daba gracia y tiempo para recordarles a los otros que no solo de música vive el hombre, y los compañeros le surtían la despensa, igual que lo hicieran sus cuñados hasta antes de enviudar.
Merejo siempre fue así. Por desidia o no se sabía por qué, Merejo nada hizo por saber de su hija, enfermera en un hospital de Cayena; ni por conocer el paradero de su hijo que se había embarcado hacía años en un pesquero noruego. A ambos hijos los borró de la vida. Jamás contestó cartas ni telegramas. “Allá ellos, yo acá”, repetía en voz alta y en silencio.
En meses recientes luego del percance, Merejo no hacía otra cosa y con extraña nostalgia disimulada, dormido y despierto, que recordar la azarosa tarde de su naufragio. De tanto darle vueltas al disco de la aventura, caía en la cuenta de que había sobrevivido no solo por asirse a un tronco y al encallamiento en la playa de la desubicada isla, cuanto por comer cangrejos a mañana, tarde y noche.
Los primeros días del abandono, tirado en la arena, sin movimiento en el cuerpo, fueron los animalitos quienes se encargaron de su cuido y asistencia. Durante el tiempo que estuvo de Robinson sin más Viernes que los cangrejos, con el sentido perdido, tullido de brazos y piernas, los crustáceos lo cuidaron de otros predadores, le proveyeron de agua, llegando al extremo de dejarse comer, enteros o en partes, en extraño sacrificio.
Merejo seguía escuchando el crujir de las corazas en su boca, sus pataleos en los labios, en la lengua; muchas noches se despertó no solo con el sabor, entre agrio y salado, sino con el hormigueo de las tenazas en todo el cuerpo. Recordaba vivamente que miles de cangrejos lo cargaron en andas hasta la sombra de las palmeras; lo llevaron, como Gulliver a la fresca arena o al cobijo de las peñas; se turnaron para mojarle los labios con agua fresca en grupos de miles y cientos de miles, hasta el día del rescate.
El día del salvamento, solo, al bajar de la cama de la sala de primeros auxilios en la oficina de Guardia del Puerto, Merejo tuvo trabajos para caminar. Lo hizo con dificultad, apoyándose dónde fuera; justificando el bamboleo a su reciente ausencia de locomoción. Caminaba como ebrio; no medía aun los alcances de lo que se le venía encima. Más tarde, en sesiones de práctica descubrió que solo podía andar de lado; el asombro le llenó su negra cara y comprendió que de ahora en delante solo se podría desplazar de forma lateral. Cuantas veces intentó caminar de manera humana, otras tantas fueron avanzando de flanco, como cangrejo.
A la inicial y natural resistencia por su nueva condición, sobrevino la crisis. Cuando se vio tirado de panza y caminando como los animalitos aquellos, supo que su destino estaba marcado por tan extraña manera de andar, y no se le ocurrió otra cosa que llorar y mentir, otra vez. Fue entonces cuando decidió fingirse paralítico. Así ha estado hasta el día de hoy que los amigos prepararon una fiesta en el corral del baile, sin él saberlo.
Cuando Abur llegó, vestido de fiesta para llevarlo al corral de Santa Marina, encontró la silla de ruedas, pero no al negro; los zapatos lustrosos por aquí, el pantalón, el saco y la corbata por allá. Abur fue de un lado a otro, llamando sin respuesta. En el bohío solo quedaba el ruido de cascajo que miles y miles de cangrejos hacían, moviéndose tras el rastro de un enorme cangrejo negro que, junto con otros, habían alcanzado ya la playa, el mar.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.