julio de Jaime
Con los ojos bien abiertos
Por Jaime González Crispín
En el salón de baile pequeño aunque confortable, en el que por la hora ya no había más parejas bailando, solo tú y esa mujer a la que acababas de conocer, bailaban al compás de una tonadilla lenta que cantaba el lamento de un tipo al que le habían robado el mes de abril. Tu tía Azul platicaba con el barman, mientras alternaba tragos de licor de café y bostezos.
Los meseros ya acomodaban sillas sobre las mesas, esperando que ustedes salieran para cerrar. De pronto un silbido cortó la música y tu noche de encanto. La tía te jaló de un codo, te separó de la otra y te llevó a empujones hacia fuera del local aquel donde se prohibía la entrada a hombres.
─¿Qué haces, pendeja? ─te dijo.
Te sacó al aire fresco de la madrugada. Tú sentías pena, gusto, euforia, ganas de llorar, todo en un mismo paquete y solo acertaste a decir:
─Me dejaste sola.
Llorabas bajito. Recordaste que fue tu tía postiza la que metió en tu cabeza loca ideas como fumar, bailar y aquello de besar hombres sin compromiso. Tú, influenciable, catorce años, sin padre y descuidada de tu madre, pasabas y pasas aun largas horas en el salón de belleza donde tu tía Zully, Azul, cortaba el pelo y maquillaba quinceañeras de terlenka. Rentaban juntas el mismo cuartucho de vecindad en donde se hacinaban las tres. Tu madre, explotada en una maquila, insistió con desgano que fueras a la escuela; la tía apoyó y a tumbos hiciste la escuela elemental. Luego a la secundaria, de donde te expulsaron.
En plena madrugada caminabas vacilante, abrazada por la tía que no lo es; en tus zapatos blancos veías reflejados los espejos manchados del peinador, el espacio donde aprendiste tantas cosas superfluas que Azul te inyectaba como ciertas, entre estridencias de música grupera impregnada de lacas, tintes, fijadores de pelo y otros aromas propios de esas salas de restauración de cocodrilos y embadurnados quiméricos.
En aquel salón unisex la lectura de revistas de tres pesos kilo te dieron la información necesaria para entablar cualquier tipo de discusión sobre la vida de los artistas. En una de esas publicaciones fue donde la tía encontró una suerte de manual en el que, paso a paso, se “enseñaba” a los adolescentes a dar besos.
Sugería el artículo y la tía lo reiteraba en voz alta qué hacer con las manos mientras se juntaban los labios; qué posición adoptar en caso de que el contacto se hiciera de pie, porque no es lo mismo que besar sentados; cuándo era aconsejable levantar los hombros o cuánto inclinar el cuello; cómo contener la respiración, suspirar o entreabrir y humedecer los labios; pero sobre todo cómo evitar un compromiso sentimental a la hora del beso con tan solo abrir los ojos. Tú la oías y te solazabas con aquel monólogo que la tía te representaba una y otra vez, tomando un perchero como pareja, al que besaba aplicando los embustes del fascículo. Las clases de la tía Azul en aquel salón de belleza no eran solo de maquillaje y decorado de uñas, cuanto de aprender a fumar y ejecutar pasos de baile.
Temblabas un poco. La tía te cubrió con su saco. Una sonrisa amarga se dibujó en tu cara y llamó las lágrimas. Sollozaste recordando que cuando estudiabas la secundaria cambiabas el forzado uniforme y te ponías todo lo que te empatara con la tía Azul, para pasar el resto del día en la peluquería, excepto los jueves cuando ella se iba con alguno de sus novios.
Sollozabas sin saber el motivo; o mejor dicho sí lo sabías, pero te lo callabas, sospechando que la tía lo sabía también.
Las lecciones de los pasquines que la tía te leía te brincaban desordenadas por las copas y fumaditas de mariguana que tu pareja de baile de esta noche te ofreció.
Recordabas que frente a tus amigos de la escuela secundaria, influida por la sabiduría chabacana de Azul, te atreviste a sugerir trucos para espinillas, barros y acné, hasta la mejor manera de perder las estrías. Fue en ese foro de efebos donde expusiste tu tesis de cómo besar. Capitulado, con entregas episódicas que las demás escucharon aleladas, imitabas a la tía explicando el asunto aquel de besos; caminabas de un lado a otro.
La mañana que sugeriste que si te llevaban a un chico les explicarías con más detalle, cambió tu vida. Después de la baladronada, las otras engatusaron y trajeron a un chico tan escaso de seso como tú. Confundida, no pudiste echarte para atrás y les prometiste que lo harías solo si te pagaban cinco pesos. Y te los pagaron, y lo hiciste. Te acercaste al impúber, tomaste una de sus manos, le inclinaste un poco el cuello y, ante la mirada de asombro de las otras le diste un beso. Fue un beso rápido, pero cuidaste que fuera con los ojos bien abiertos, como lo recomendaba la revista y lo reafirmaba la tía. Después que se corrió la voz, los muchachos hacían fila, unos a probarse y otros como público testimonial, pero todos con su moneda en la mano. Apenas la directora supo lo que estaba ocurriendo contigo en el plantel, te expulsaron.
La salida de la escuela, hacía cinco años, no te importó mucho, ni a tu madre y mucho menos a la tía Azul. Hoy colaborabas en el Salón unisex con alaciados, cortes, bases, tintes, rayos y maquillaje para quinceañeras y novias de tul y chermés; en cómplice mancuerna la tía te llevó por ahí, jueves a jueves, enseñándote páginas del libro de la calle, del congal de la vida, del antro del mundo. Ya no fumabas solo cigarrillos, ni tomabas solo coca cola; la cuota ya no era de cinco pesos, y ni solo vendías besos. Pero siempre que de besar se trató, cuidaste de mantener los ojos bien abiertos.
No sabías si había sido buena la idea la de venir a un bar de lesbianas; no comprendías si lo de bailar con una mujer era lo mejor, pero lo que no acabas de entender era cómo fue que la besaste y no abriste los ojos.
Caminabas ebria, llorando, apoyada en los brazos de tu tía Azul. Solo se te entendía que repetías:
─Me dejaste sola, tía; me dejaste sola, y ella me besó en la boca… y yo no abrí los ojos.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.