Ur, el cuervo que sabía leer. Jaime González Crispín

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Julio de Jaime

Ur, el cuervo que sabía leer

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

(Para Emilio, mi nieto)

 

 

Cuando el negro don Urbano murió, todo el barrio lo supo, menos Emile, el papelerito.

Emile, con apenas diez cumplidos, iba en su biciclo cada mañana entregando el diario según la lista de suscriptores. Iba pedaleando por esta calle, por la otra y la otra, metiendo rollos de papel de noticias en los buzones o dando vuelo al brazo, haciendo que el papel, atado con una liga, superara el cerco y cayera en patios o jardines. Esto era cada mañana, pues por la tarde el muchacho asistía a la escuela.

Siempre, en la Calle de Casuarinas 105, la casa de don Urbano, mejor conocido como don Ur, viejo jubilado, tan viudo, tan negro, tan obeso y tan alto, Emilie llegaba y mandaba el diario para el gigante que ahí vivía, imitando en su movimiento a Michael Jordán, el moreno basquetbolista, su ídolo. Y siempre, desde algún lugar de la casa, un graznido, el de Ur, le alcanzaba:

─Eso, Emile, tres puntos.

El muchacho sonreía y seguía con su rutina matinal.

Pero llegó el día en que desde la casa del 105 nadie le gritó más su agradecimiento. Algunas veces Emile se detuvo y timbró repetido, para intercambiar saludos y opiniones, deportivas, sobre todo, y para ver a Ur con sus puños, izados sus dos dedos pulgares, aprobando repetido “Eso…eso”. Notó en cambio que los periódicos se amontonaban olvidados en patio y jardín. Hasta que alguien colocó un grande moño negro en la puerta.

Emile vio la cenefa negra y entendió claro el mensaje luctuoso. Cruzó su rostro con un remedo parecido a un persigno y continuó su labor.

Pero un día el chico descubrió que Ur había vuelto.

Al pasar por la casa marcada con el 105, la costumbre le ganó y envió, gancho “a la Jordán” incluido, el tabloide. Apenas el rollo cayó en el patio, un enorme cuervo se desprendió de una de las ventanas superiores. El ave se posó suavemente sobre el rollo; lo revisó, con su pico quitó la liga que lo contenía; buscando, buscando, halló la forma y pudo abrirlo, procediendo, auxiliado siempre de su pico y los largos dedos de sus patas a extenderlo en el piso, como quien tira toallas a secar en el pasto.

Emile lo miró extasiado.

Era don Urbano, no cabía duda.

Para despejar cualquier sospecha, el ave apartó una, la Sección Deportiva, y dio comienzo a la lectura. Formal, como solo podía hacerlo don Ur, el cuervo ladeaba su negra cabeza y su brillante pico. Iba de izquierda a derecha, siguiendo la línea, evidenciando con un movimiento más amplio cuando cambiaba de renglón. A veces asentía con la cabeza, aprobando, otras veces la movía negando y hasta levantando un poco sus alas.

El muchacho llenó su cara de alegría por el reencarnado amigo, Ur. Antes de reanudar sus entregas, fingiendo un graznido y poniendo sus pulgares hacia arriba, Emile gritó:

── ¡Eso, Ur, tres puntos!

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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