Constelación de ausencias La experiencia literaria. Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Constelación de ausencias

La experiencia literaria

 

 

Por Ernesto Adair Zepeda Villarreal

 

 

Nunca he servido para vivir si no es a través de la simulación, el arte lisonjero de hacer pasar como propia una experiencia lejana, adecuar las situaciones que acontecen en cada día a extraños para ponerlas sobre mi propio rostro, y entonces sentirme en paz. Camino mirándome entre los reflejos que pueblan la calle, en las posibilidades inmensas de la casualidad. No lo escribo con melancolía ni con orgullo, más bien he llegado a aceptar una forma inmanente de los hechos que me han traído hasta aquí. La experiencia de la rutina y lo inesperado, el aprendizaje sistemático de los sistemas de educación que me han de/ formado, las relaciones in/ formales que van adecuando la exposición al conocimiento que otros han ido adaptando para sí mismos, sus gustos, sus complejidades. Todo eso se concentra en un punto al que llamaré conciencia.

Soy, a fuerza de aceptarlo, lo que muchos otros han contribuido a definir como mi mente, mi cosmovisión, mi identidad dentro del crisol de posibles alternativas que ocurrieron o no en un instante dado de mi vida. Entre más avanza el tiempo, menos claro tengo quién soy yo, y tampoco sé lo qué puedo hacer en realidad, y el significado de fechas y nombres que voy juntando debajo de la piel con la esperanza de que algún día todo encaje en mi testimonio parece cambiar según la posición de la luz. Ahí es donde entra la memoria, la descripción de hechos y sucesos que siento como míos, pero de los que no estoy seguro en absoluto de haber sido parte. Soy un extranjero de mi propia existencia. Otra palabra para ello es literatura.

Desde niño encontré en los libros esa calidez que se me dificultaba alcanzar en mis círculos próximos, y no tanto por sus integrantes como por mi natural sentido de ambigüedad, sentirme diferente, no encajar de la manera correcta en las charlas, en las vivencias programadas según la edad. Quizá como Stevenson. Recuerdo sentimientos emanando desde la vida, una explosión de experiencias que me fueron marcado a lo largo de una efigie semejante a mí que iba creciendo dentro y fuera de mi control, y que ya no quedan más que como deslucidas memorias que tengo anidadas en algún sito de mi conciencia.

En los libros encontraba pertenencia a tiempos y eras distintas, sociedades y aventuras en las que me podía mover a discreción (mira a Verne, a Austen), sin la premura de dar resultados, de no equivocarme. La historia de cualquier lector que busca en la fantasía un sitio en donde permanecer mientras las aguas se van poniendo claras. Leí, o aprendí a hacerlo, en la marcha. Identificando historias, géneros, autores, y el mundo que se condensaba a través de las páginas. Y de manera inevitable, escribo para que no me domine la duda de que en algún momento sucedió aquello de lo que pienso está hecha mi carne (como Whitman, como Emily).

Encontré en las historias de otros un temprano resguardo de la tristeza infantil, y llenaba con fábulas y cuentos mi imaginación para no sentirme incomprendido en la tierna juventud, y también a veces, profundamente deprimido por los cambios que sucedían tanto en mí como en quienes conocía, incluyendo el mundo. Aquello era siempre un lugar nuevo a donde vivir, descubrir misterios, y hacer amigos, un lugar al que podía llamar genuinamente propio, para sentir que era alguien más. Me aterra la soledad, y también la disfruto. Por eso el oficio de quien junta palabras de arena para amasarlas en pequeños momentos me atrae, y luego lo olvido, mientras me siento pequeño (como Lovecraft).

Mi caso es como el de Funes, pero opuesto, ya que apenas tengo noción de lo que ha ido ocurriendo en mi vida de manera organizada o coherente, de las personas que se han cruzado por ella, y que seguramente tienen un papel más valioso de lo que apenas distingo. Escribo para no olvidar. Aunque también soy malo en ello, y al paso de los años descubro que nada de lo que tengo escrito me remite a esos instantes que me trajeron inspiración, pero me mantengo en la labor de adecuarlo un poco más a cada intento, modificándolo en su esencia y significado. No soy elocuente como Borges, ni acertado como Rulfo, ni valioso como Dickens. Es un ejercicio extravagante, quizá. Sé que he sido yo quien lo ha escrito, quien lo ha guardado sistemáticamente a través de múltiples archivos, nombres, ideas o proyectos, y que de tanto en tanto le doy vueltas para poder verme reflejado en ello para distinguir que no es posible. Es la maldición del griego, que se sienta en el agua desesperado porque no puede detener el rostro que mira en el agua que se le va de las manos. Cambio, y con ello cambia lo que he escrito. No puedo asegurar que esa memoria esté intacta, que represente y cumpla con aquello que me ha motivado a edificarlo. No soy el único.

La gente se enoja conmigo porque no recuerdo los detalles de dónde o cómo nos hemos conocido, y a veces me siento tan incómodo de lo que me cuentan, como si no pudiera ser yo esa persona de la que hablan. He leído durante mucho tiempo, y no puedo recordar correctamente ni los nombres de los autores ni de sus libros, ya veces finjo que en mi silencio me regodeo de una especie de sabiduría que no poseo. Sé que algo de eso se queda en mí, como las fábulas o los enunciados, los versos de un poeta oriental, la sabiduría de una mujer que se encubre para demostrar lo que es, y que me dan vueltas en la cabeza, y que es parte de lo que pienso, pero muy deslucido. Recuerdo las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury y mi emoción de un niño que nunca había salido de su ciudad al recorrer los espejismos de marte. El primer libro que compré por decisión propia, financiado por mi madre con quizá más esfuerzo del que puedo entender, de la colección de relatos de Poe, en un librito de apenas 50 páginas. La elocuencia de discursos y eventos, aunque no podría citarlos a cabalidad, pero que se han ido quedando en mí, como la sal del agua que escurre.

Mi método escritural es dejar que la marea choque contra todo lo que hay frente a mí, esperar un largo tiempo, y regresar para identificar los sentimientos que aglutinan esas palabras. He abandonado muchos libros, a algunos he regresado siendo más digno para entenderlos. Y para que algo sea de mi agrado me tiene que parecer ajeno, como si no hubiese salido de mis manos, de mis pensamientos; añoro el fuego como Virgilio. Escribo para recrear esa ilusión de las primeras lecturas, maravillado de que fuera parte del mundo sin tener que ser yo mismo (como Lugones, como Panero, como Pessoa).

Como se puede adivinar, normalmente no me gusta lo que escribo. Y no es una especie de gloria vana ni de marketing pedante. Siento vergüenza cuando se ha publicado algo mío y me doy cuenta de los pequeños errores en la redacción (como Yourcenar o Rosario), de la simpleza de las expresiones, o de la jactancia ridícula que hilvana laberintos que no dicen nada importante y que se terminan enredando sobre sí mismos antes de desinflarse. La imperfección no cede en ninguno de sus matices. Eso lo sé, lo he aprendió una vez tras otra. Pero lo que he leído me parece perfecto, o cuando menos genuino (Góngora o Goethe). Por eso son los maestros de la literatura, los genios de otras épocas que lograron trascender sobre sí mismos para hablarnos ahora, en esta modernidad tan líquida. No siento que avance mucho por mi cuenta, pero me aferro a intentarlo. Me hago más viejo, pero no necesariamente experimentado. Escribo no para ser claro, sino para esconderme de los demás en una argamasa de sonidos redundantes, irregulares, disonantes. Hay a quienes les gusta algún cuento o poema, eso me da un poco de aliento para continuar, pero sé que la mayoría piensa que es un revoltijo de ideas donde en sobrados casos se puede transitar por lo que quiero decir. Claro, son amables y no me lo dicen, pero lo noto en el silencio con que cierran las oraciones.

Estoy convencido de que escribo para alguien, en algún sitio- momento (como Dante), y que esa entidad aguarda a tener noticias de mí prontamente, a que logre comunicarme, aunque sea con brevedad, y todo se solucione, que cobre sentido. Solo que no sé quién sea en realidad aquello que espera, o dónde se ubique, o qué sea lo que le da aliento para mantenerse en esta versión del mundo (como Fontanarosa). A lo mejor es un juego caprichoso de buscar identidad, o es una escabrosa de las vueltas que damos sobre nuestros pasos para sentirnos seguros bajo nuestra piel.

Escribo como por inercia, por el capricho de imitar a quienes me acompañaron desde la infancia y por quienes siento una preciada admiración de la inteligencia, y que algo de consuelo me dieron en esos aciagos días donde cada pequeña situación en la casa o la escuela parecían el fin del mundo. Es ridículo, pero era todo lo que tenía entonces. Ahora viejo, caprichoso, sin claridad en el destino, son nuevas batallas imaginaras para tratar de mantener el control.

Me gusta la ciencia ficción y el terror (como Asimov), pero sé que soy malo en ello, y cursi a la mejor. Me gusta el teatro (y la cómica precisión de Ibsen), pero mi torpeza física y expresiva lo reduce a simples cuentos saturados de líneas largas que imitan conversaciones ficticias que me hubiera gustado tener. Me gusta la filosofía y el ensayo, pero no me siento capaz de decir algo importante o significativo. Escribo para distraerme. Me siento útil.

He conocido personas que son interesantes, y son amables, y son talentosas. Editores, cuentistas, poetas, historiadores, hombres gentiles, inteligentes mujeres, jóvenes o viejos que en su orgullo han encontrado una forma de la verdad que admiro. Muchos han sido mis maestros en más de un sentido, y por la prudencia de no olvidar a alguien no los menciono explícitamente, aunque dejo dedicados los textos a sus nombres, a veces explicando lo evidente, otras veces dejándolo para no perturbar el silencio.

Además de todo soy un pésimo artesano, no domino con la sobriedad necesaria ningún oficio, aunque con el sueño de que algún día todo tendrá sentido, y la gente gustará completamente de lo que hago. Pero releo lo que he escrito y siento vergüenza de los lugares comunes, de la repetición de palabras, de lo poco que conozco a otros escritores y sus círculos (especialmente los ya muertos), de lo ajeno que soy al mundo de los artistas, del brillo de su júbilo y la manera de distinguirse en los eventos. Soy un impostor, y uno muy malo. Redacto palabras más por un instinto primitivo que por una lucidez digna de comprender. Imito a otros para tratar de entenderme, y a veces sale algo interesante, o cuando menos digno de ser publicado. O cuando menos eso me gusta pensar.

Admiro a muchos escritores que han sido capaces de lograr cambios en el mundo (Saramago), de ser elementos de la cultura popular o de la academia (Gelman, Benedetti, Neruda), y disfruto como un niño explorar los libros que voy encontrando en las ferias, en los estantes olvidados en las casas, en las charlas ajenas (rusos y japoneses). Los imito desde mi torpeza, y de vez en cuando logro articular algunas oraciones que no son ridículas, aunque la mayoría de las veces son islas dentro de enormes océanos de mediocridad. Mi método es la prueba y el error.

No soy especial ni aspiro a la grandiosidad, pero me gustaría ser cuando menos coherente, servir de algo a los demás. Al no ser hábil con el cuerpo (como los artistas, los deportistas o los músicos), deseo que mi razón sea lo suficientemente madura como para justificarme a mí mismo (Mishima). Deseo la pertenencia, aunque no me queda claro a qué o para qué. Entonces le doy vueltas a las mismas ideas en mi cabeza, edito una y otra vez los mismos textos, y envío a revistas, periódicos y premios aquello que hago, como si alguna respuesta que provenga desde allá me diera un poco de paz interior. Pero no pasa muy seguido. La mayoría de las personas que conozco que me han leído me dan aliento, pero no consejos. Nadie me dice qué es lo que hago mal, y eso debe ser un indicio de las incontables fallas que encuentran, o de lo indistinto que les parece. Dicen algunos que es porque no saben qué decir, o que no se necesita agregar nada. Qué voy a saber yo.

Disfruto de las novelas complicadas (como Tolkien), de la épica y de los personajes que sufren, de la poesía compleja (Sor Juana) y de los matices que dan pie a una multitud de interpretaciones. Sigo estando de pie ante un espejo roto, tratando de que la luz converja en una verdad que unifique todo lo demás. Supongo que tengo la capacidad de enhebrar la bruma para oscurecer todo, para enredar la realidad, sonar lo suficientemente complicado como para desincentivar a cualquiera de adentrarse en mis pensamientos (como Quevedo). O quizá es lo que hay allí, y es un fiel reflejo de la confusión.

Leo, cada vez menos. No hay tiempo para hacerlo todo. Disfruto escribiendo a altas horas de la noche escuchando las mismas pistas de música una y otra vez, haciendo guiños a mis amigos cercanos, a las mujeres que he admirado, a quienes me han inspirado a treves de sus conversaciones o escritos. Aunque no se los comparto. Imito torpemente un oficio donde prefiero ser un testigo pasivo que escucha e intervenir. El mundo es imperfecto, pero maravilloso, y los huecos que quedan entre esas postales literarias con las que me nutro las trato de llenar con mis propias palabras, a veces con cierta honestidad, y otras veces con demasiadas vueltas. Leo, escribo, pienso, y llega la calma, aunque sea momentánea, de dejar en el papel impreso o en los bits digitales, un testimonio que salve las fisuras que siento en mi propio rostro. Eso para mí es un método por el que decanta la verdad, eventualmente, que otros como yo puedan recoger por si lo necesitan. Es lo que he sido, lo que he recibido de los demás.

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Ernesto Adair Zepeda Villarreal Zepeda Villarreal economista, director de Editorial Ave Azul (aveazul.com.mx). Editor del Colectivo Entrópico. Algunas de sus publicaciones: Glosa del reproche, Ofrenda de palabras, Reminiscencias, Hipérbole del hecho, Estatua de fuego, Pensión de las olas y Raíces bajo las rocas.
Algunos libros colectivos: Pequeñas formas de habitar el silencio, Urdimbres interiores, Los nuevos veintes, Tintura húmeda, Casa de los espejos, Ciudad de palabras, Las aguas inquietas, La memoria de los días, 13 agujas desde Híjar, A contraolvido, Poetas Latinoamericanos, El infierno es una caricia.

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