Juanica. Jaime González Crispín

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Juanica

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

En Alto Cedro, municipio de Cueto, provincia de Holguín, Cuba, los curas pisan poco, son especie en extinción desde la toma del Cuartel Moncada y a partir de que Fidel impuso su ley, pues por acá la gente le prendemos más veladoras a José Martí y al Che Guevara que al mismo Papa y sus once mil vírgenes.

Hoy, sin embargo, ha venido un cura, dicen que desde Veracruz. Pero ¿sirven para algo los curas y sus mensajes de amor entre los hombres?

La voz se corrió por todo Alto Cedro y, para más señales, esta mañana de domingo dos monaguillos vestidos con enaguas en blanco y rojo anduvieron por calles, playas y vías del ferrocarril tocando una campanilla, gritando ¡Misa!, alargando la vocal a, dando lugar y hora: ¡“Misaaaa” !, ¡Patio Santa Marina, doce del mediodíaaa”!

El Patio Santa Marina, usted debe saberlo, es usado de común para bailes y guarachas. Pero esta vez ha sido acotejado para la ceremonia religiosa, a falta de templo. Es un lugar techado con palmas, piso de cemento, largo y con paredes solo en las cabeceras. En los laterales no hay muros, para que corra el aire y espante el calor cuando ahí se baila sabroso los días de fiesta. Pero esta vez no hay rumba, esta vez es otra cosa, mi negro.

Lienzos largos caen de morados por allá y otros blancos por acá, en vez de los muros faltantes. Donde de costumbre se coloca la orquesta en días de baile, pusieron el altar sobreponiendo varias mesas, cubiertas todas con manteles blancos y jarrones amarillos con flores rojas. Un Cristo crucificado al centro, en todo lo alto, colgado de la viga central. “Pobre hombre”, dije al verlo. Una imagen grande y bella estaba bien puesta en el altar, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. Había bancas largas y algunas sillas individuales. Debo decir, mi negro, que a nadie obligaron a venir, y creo que tampoco a nadie se le prohibió. A mí, chico, me ha ganado más la curiosidad que la fe. Chan Chan, mi marido, dijo que él no venía.

Me he vestido con falda ancha, pedazos de arcoíris que medio cubren mi cadera. “Un poco corta la falda ─dice mi vieja, quien me enseñó, antes del abecé, el DiostesalveMaría; “Con que te tape las rodillas, Juanica —me dice mi Chan Chan— y cuidado vaya a andar de sata.” Mi escote es bajo, sí, pero, chico, ya todos saben que es por el calor. Lo de que no lleve sostén es porque no hallo de mi talla, y poco les debe importar, pues. Me voy a misa con mi pelo rizo, la piel morena limpia y mi bolso terciado.

Hasta acá he llegado.

No me detuvo ni el calor, ni el olor a melaza del cañaveral y mucho menos, el letrero grande que han puesto en un cartón, colgado: entra a esta casa de dios, vestida decentemente. A mí eso no me dice nada, pues me parece que siempre he vestido así, decente. Entro. Voy y me siento en primera fila, porque yo soy de primera, ¿sabían?  Siempre he sido de la idea de que acá en Cuba cada uno con su santo y no más. Ah, pero eso sí, se deben respetar algunas reglas, claro, chico, porque, así como dicen que Dios está en todas partes, el comandante también. Y yo no sé cuál de los dos tiene el brazo más largo, ni cual apriete más.

La ceremonia da inicio.

Todos atentos. Hay unos que ya saben de qué se trata esto y otros que vienen a aprender. Ora me siento, ora me paro, ora me hinco, todo en orden. Me santiguo como se debe. Como se debe doy la paz. No me gustan los cánticos, pero ni modo que canten de Benny Moré o de la Matancera, no, por Dios, no, chico, eso es para otro momento.

Pero noto al cura nervioso, sobre todo cuando me siento y mi falda no da para cubrir las piernas, y más cuando se me quedan un poco abiertas. Uy, y si agito y toco mi pecho repitiendo aquello de “Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”, mis tetas libres sienten la mirada del sacerdote, que hasta pienso que se quiere morir nomás de verme, y que ya ha de estar con sus timbales muy hinchados. Creo que todo es por mi culpa, por mi culpa… “Mejor me salgo, el cura me lo agradecerá”, me digo. Y salgo, sí, trato de no llamar la atención, cabeceo lienzos y tiras de humo de copal blanco y de incienso morado. Cuando ya casi salgo veo el otro letrero: apague su celular. “Carajo, qué vaina, cuál celular, si la Revolución nos ha alcanzado para escuelas y hospitales, un poco de televisión en blanco y negro, y no más. Entonces, ¿de dónde celular?”

 Camino hasta fuera, con el aire besando mi cara.

Hurgo en mi bolso hasta dar con el cigarro consumido a medias, el que me encontré aplastado en un cenicero de la Oficina de Correos. Pido lumbre a uno, y me sigo por la playa, descalza, fumando el pedazo de basura que no sabe a habano. Fumo y camino; camino y pienso; pienso y repienso que, por acá en Alto Cedro, ni por Mayarí y menos en Marcané, los curas ni las vírgenes ayudan mucho a la hora de desear un celular.

Bueno, ni Fidel ni su puta Revolución.

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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