La libreta de mi abuelo La experiencia literaria. Patricia Lozoya

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La libreta de mi abuelo

La experiencia literaria

 

 

Por Patricia Lozoya

Escribo de vez en cuando. Quisiera hacerlo todos los días, pero las veinticuatro horas me son insuficientes. Cada mañana comienzo por ejercitarme: un poco físicamente, otro tanto en lo espiritual; así que a las cinco salto de la cama. En verano sin modorra, en invierno más a fuerzas que con ganas porque la cama no me suelta o yo no quiero soltarme de ella. Lavo los dientes y la cara para desperezarme, aliso el cabello y sonrío frente al espejo para que el reflejo me alegre. Después salgo de casa rumbo al parque más cercano. Lo mío ahora es caminar. Y mientras voy a paso veloz, comienzo a orar alrededor de una hora y media. Más tarde salgo a la oficina. Trabajo en el área de finanzas. Los contadores lo saben: un área donde siempre hay qué hacer y con urgencia. ¡Quién me manda disfrutar tanto de las letras como de los números! Al terminar mis labores llego a casa donde me esperan otros quehaceres. Luego debo sacar a pasear a mis perros, ir por la despensa y no falta qué pendientes realizar, enviar el mensaje para saber de mis hijos, por la noche saludarlos y enviarles bendición. Eso es lo de rutina.

Digo que me es insuficiente el día cuando además quiero y necesito visitar a mi familia, a mi madre, mis hermanos. Por lo regular voy los fines de semana. También me resulta satisfactorio, aparte de que es menester, involucrarme en la labor social y, si logro hallar espacio, escribir a los amigos a falta de convivir con ellos, lamentando no verlos mucho y ¡vaya que son valiosos! Dentro de esas actividades reservo un espacio/ tiempo para mí, para estar a solas, gozar con lo que yo llamo mi deleite egoísta: la lectura y la escritura. En ese orden. Por lo regular lo hago por las noches. A veces me vence el sueño, aunque a estas alturas de mi vida cada vez duermo menos.

Hace décadas, desde que tenía doce o catorce, años sentí la necesidad de escribir y formó parte de mis actividades regulares. Lo que sí, es que busco leer a diario, creo que desde que mi madre me enseñó el alfabeto, antes de los seis años. Me enamoraron primero las historietas de La pequeña Lulú, luego las cambié por libros. Han sido mis fieles amigos y maestros desde entonces. Mi gusto por la poesía nació en el jardín de niños, a través de la voz dulce y amorosa de la maestra Feve Lidia Cavazos entonando estrofas que para mí eran poemas al ritmo de sus mágicos dedos sobre las teclas del piano. Luego en la primaria, con la magnífica profesora Guadalupe Atayde cultivaría el gusto por la poesía, la declamación, un poco de retórica y de oratoria, en las que siempre participaría hasta mucho después de la formación básica. A esa edad me cautivaron los versos que continúan en mi memoria: “Cultivo una rosa blanca, en julio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca…”, “El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial, el mínimo y dulce Francisco de Asís…” o aquella que aún me conmueve: “Dijo el loco, y con noble melancolía por las breñas del monte siguió trepando, y al perderse en las sombras, aún repetía: ‒¡Hay que vivir sembrando! ¡Siempre sembrando!…”.

En pocos meses leí la obra de Julio Verne que había disponible en la biblioteca de la escuela, y gracias a una vecina tuve acceso a la lectura de las “Sagradas Escrituras” aun cuando mi familia era de religión católica y en ese entonces no había muchas biblias en los hogares tradicionalistas. La leía porque amén de la paz que me daba su lectura, llenaban de gozo a mi joven parecer, tantas formas literarias en un solo libro.

En quinto de primaria, siendo mi maestro el profesor Panuncio Tlapápal Cocoletsi recibí un regalo que llegó de Chicago, de parte de mi abuelo Juan, padre de mi madre. Me lo fue a llevar ella a la hora de recreo. Pese a las indicaciones del estricto maestro que exigía la total atención del grupo, me atreví a abrirlo. Y no es que fuera rebelde, qué va, es que me ganó la curiosidad, pues en casa casi nunca recibíamos obsequios. Era una libreta hermosísima como no he visto otra, algo así como un neceser o portafolio de pasta dura, labrada con diseño de ángeles en colores marfil y plata. Al abrirlo, conté por lo menos un centenar de hojas de papel delgado y fino, enmarcado con líneas doradas y en el centro, sujeto por un bello listón elástico, un bolígrafo brillante, metálico y esbelto.  La mala fortuna fue que pese a la discreción con que abrí el estuche y lo guardé posteriormente en el mesabanco de madera, el profesor se percató y lo envió a la dirección. Niña tímida que fui, me sentí avergonzada por mi desobediencia, así que nunca lo solicité y no volví a verlo hasta que estaba en sexto, cuando en una actividad sobre cuestiones acerca de premios y castigos en la escuela, narré la historia al profesor Roberto Montana y él buscó en los estantes de la dirección y lo puso en mis manos de nuevo.

Yo pensé durante todo ese tiempo que el abuelo pedía que le escribiera. Nunca lo hice. Pasaron los años y durante ellos alterné un poco de estudios y bastante trabajo. Traté, solo traté, de hacerme cargo de una parte de las responsabilidades de mi familia, a veces con dos empleos, y cuando mis hermanos y mi madre dormían, (o con Yoly, quien siempre ha sido más una hermana que una tía para mí y  en cuya casa me alojó algunos años para facilitarme el aseo y el traslado a la oficina), yo prendía cualquier luz que me permitiera ver en medio de la noche para leer y acaso escribir unos renglones o por lo menos hacer anotaciones en los libros, costumbre que conservo respecto a la lectura. En casa mi mamá me decía que quizá dormiría más cómoda y con más espacio si acomodaba en forma de colchón los libros que iba adquiriendo aquí y allá, pues eran tantos y en cambio mi cama era un catre individual que la abuela me había regalado. En esos años me fui enamorando de la pluma y el aprendizaje de Virgilio, Goethe, G. Steiner, Yourcenar, Borges, Poniatowska, Rosario Castellanos, Dostoievski, Makarenko, Ostrovsky y de otros más, frecuentados por mí desde entonces.

Respecto a mi abuelo, he de decir que lo vi por primera vez a mis veintidós años. Recuerdo que uno de mis hermanos llamó por teléfono a la empresa donde yo trabajaba para avisarme. Dijo simplemente: el abuelo Juan está aquí. No supe qué responder. Di las gracias por el aviso y colgué la bocina. Dentro de mi alma sentía un embrollo de emociones. Quizá lo amaba porque veía que mi madre lo hacía. Era su padre. Pero por esa misma razón, le tenía coraje. No concebía y sigo sin aceptar que un padre abandone a sus criaturas. Huérfanos ya de madre, los había dejado al cuidado de la abuela paterna que nunca quiso a mi madre y que la maltrataba por parecerse a la propia, es decir, a mi abuela materna muerta cuando los niños tenían siete y tres años respectivamente. Mi madre era la mayor y cuidó de su hermano hasta que más adelante el abuelo Juan regresó por él olvidándose, según yo, de llevarla a ella, quien tendría apenas doce años. Según sé, el abuelo, joven que fue, proyectaba un atractivo especial en las mujeres; parecido según esto al actor Pedro Infante y con una voz también privilegiada (la cual heredó mi madre), enamoró a la mujer de un general y cuando éste se dio cuenta, ellos huyeron perseguidos a salto de mata, llegando a Tijuana donde vivieron primero y de ahí se instalaron en Chicago, lugar donde vivió con ella hasta su muerte.

Mamá se hizo cargo de la abuela hasta que esta murió. Contaba dieciséis años cuando vio a su padre por última vez. Luego, a sus veinte, conoce a mi padre, otro don Juan, y llegan a Chihuahua donde forman una familia de muchos hermanos. Yo la primera.

Mi tío hizo su vida en Pennsylvania y le escribía con frecuencia cartas a mi madre. De vez en cuando incluía en el sobre algún money order. También el abuelo. Por medio de esas misivas y lo que nos contaba mi madre, yo los fui conociendo; sus caracteres, alguna parte de sus vivencias; también la historia de miseria e injusticias padecidas por mi madre desde que quedó sola, lidiando con toda clase de abusivos patrones y en la más grande soledad.

Mi madre de niña aprendió a leer por sí misma, ubicando sonidos y letras de los anuncios, a copiar las letras en la tierra y leyendo todo lo que había a su alcance. A través de lo que leía, mitigaba su desolación e imaginaba una vida diferente donde pudiera cantar de alegría y no por necesidad de escuchar una voz en el silencio de su existencia. Muchos años después estudiaría, haciéndose un ejemplo de superación para sus hijos. Yo tengo grabado en mi memoria la imagen de alguna tarde de mi primera niñez a su lado. El rostro de ella, sus ojos buenos, la mirada inteligente, su cabello azabache cayendo sobre el perfil joven, hermoso y moreno, inclinado sobre una hoja de papel completando la comunicación epistolar con los suyos.

Fue de ella de quien aprendí a plasmar sobre el papel lo que iba sintiendo, lo que veía, lo que aprendía, lo que imaginaba, las cosas que me sorprendían y me regocijaban, las que me llenaban de estupor o de tristeza, las que mi timidez no permitía sacar por medio de la voz; entonces las contaba a manera de historias, cuentos, pequeñas reflexiones y poemas. Ella hacía lo mismo. Yo en secreto, mas ella me permitía leer lo que redactaba.  Verdaderos y sentidos poemas con los que fue llenando de rimas un cuaderno que le hurtó no sé quién y no sabemos cuándo. Ya no volvió a intentarlo con el mismo ánimo. En los pequeños espacios que le daba la crianza de sus nueve hijos, mejor se dedicó a leer. Hasta la fecha. No creo alcanzar el nivel de lectura que posee. Un día le mostré lo que escribía y vi sus ojos húmedos de orgullo y alegría. Por eso continué. Aunque lo haga para mí, para mi familia y unos pocos amigos a quienes sin más pretensión, agradezco les agrade. Lo escribí con letra impecable que fui mejorando hasta que parecía impresa, títulos en diseño gótico que había aprendido en la clase de dibujo técnico. Todo sobre las hojas de bordes dorados de la libreta de mi abuelo, hasta que se terminaron.

Cuando aquella tarde recibí la llamada de mi hermano, estuve pensativa. A la salida del trabajo, en el autobús rumbo a la casa, sentía que el corazón se desbocaba en el pecho. Me cuestionaba cómo había de saludarlo por primera vez. Si lo abrazaría, lo besaría y le diría: bienvenido abuelo, o si asentada en mi rencor le extendería la mano y esbozaría: mucho gusto, Patricia Lozoya. Así lo hice una vez que a escondidas de mi madre le escribí una carta a mi tío, su hermano. Le pedí que no regañara más a través de sus misivas a mi madre. Que la carta de un hermano debe esperarse con alegría, no con temor. Pero esa es otra historia. Finalmente opté por dejar la elección al corazón. A veces lo hago y me da buen resultado. Y fue lo que sucedió. Al llegar a casa no vi al hombre orgulloso y bien parecido, al señor irresponsable que abandonara a mi madre y a quien ella necesitara y extrañara tanto. Sentado sobre una silla, con las muletas a un lado, observé al anciano enfermo y de sonrisa tímida. Cuando me acerqué a saludarle, me recibieron un par de pupilas azules y humedecidas. Entonces sentí algo en el corazón. Dicen que es el llamado de la sangre, del amor. Fue cuando le abracé y lloré. De emoción contenida al verlo, de observar a mi madre que también lloraba, creo que con una mezcla de orfandad cobijada por un momento y de ese amor que siempre ha contenido su corazón. También lloré de arrepentimiento por haberme permitido un sentimiento tan contrario al afecto. Porque después de todo, hay padres responsables, dedicados, generosos en afecto, protectores, presentes. Hay otros que solo sirven como ejemplo de lo que no debe ser. Pero, ¿Quién sabe la historia completa? ¿Quiénes somos si no humanos y por lo tanto con errores, debilidades y defectos?  ¿Qué sino rompecabezas a veces incompletos y echando de menos la pieza que falta? ¿o un traje a la medida hecho de retazos que con el tiempo se va llenando de letras, se destiñe o va adquiriendo sus propios matices?  Y sobre todo ¿Quién era yo para juzgar? Mi rigidez de entonces me dictaba no pensar en la posibilidad de algún justificante en su propia vida. Pero si mi madre le amaba ¿por qué yo no iba a hacerlo? No sé si crecí en algún aspecto, si sigo siendo aquella joven inflexible o si me sirvió de algo aquel “Siempre humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros en amor”. Hoy, sin la pretensión de hacer un tratado de absolutos porque considero peligroso generalizar, le digo no a justificar las malas acciones y decisiones que afectan tanto a otros como a sí mismos, no a defender lo indefendible, no a victimizar lo ofensivo. Sí creo en que remediar, corregir los rumbos y mejorar lo que es bueno es posible.

A partir de ese día hubo tardes en las que con emoción el abuelo conversó conmigo, me escuchó declamarle. Otras en que más bien yo hablaba y él solo estrechaba con su mano temblorosa mis dedos sobre la mesa. En esas pláticas le fui mostrando algunas de las hojas que él me enviara, ya con los signos que describían un mensaje. En otros momentos emotivos, de los pocos días que estuvo entre nosotros, me dio las gracias no sé por qué, me pidió que siguiera. Y me bendijo. Cuando mis ojos y los suyos se encontraron en ese instante, algo muy dentro de mí dio un sí por respuesta.

A los pocos días él se fue de nuestra casa. Mi hermano Javier y yo fuimos a dejarlo al aeropuerto. La despedida entre él y mi madre fue todo un enjambre de tristeza, amor y aceptación. Sabían que habían vuelto a verse después de veintiséis años y que ya no lo harían jamás.

Cuando se iba alejando rumbo a la sala de abordaje, en las mejillas de mi hermano rodaban lágrimas. Mi abuelo caminaba lento apoyado en sus muletas, Cerca de la puerta se detuvo un poco, giró, nos envió una hermosa sonrisa y con el índice de su mano sobre la palma de la otra hizo una seña. Escribir, le entendí.

Un mes después llegó el cartero con un sobre de mi tío Quico. A mi mamá le temblaban las manos al abrirlo. Inmediatamente se soltó llorando. Nosotros lo supimos. Él había fallecido apenas llegando a Chicago.

No recuerdo quién más estaba en casa en ese momento. El embarazo de mi madre estaba muy avanzado, daría a luz pronto a la menor de mis hermanitas. La sentí pequeñita y frágil a pesar de ser más alta que yo. Por el instinto que nace del corazón, si su función es amar, después de todo, darse; por ese instinto la abracé. Quise ser la madre de mi madre. Quise cobijar a la niña que muchas veces tuvo miedo y padeció frío, a la joven que se desprendía del pan que llegaba a sus manos para dárselo a otros con menos suerte, a la mujer que guardaba anhelos incumplidos, preguntas sin respuesta, ganas de noches sin angustias y sí de saberse protegida. A la mamá que al nacer cada uno de sus hijos los amparó en medio de su pecho para que sintieran calor, para que se supieran amados. A la mujer que pese a todo rebosaba canciones, bondad y sonrisas, a la que como yo muchos junios después quedó huérfana y le brotaban, junto con las lágrimas, mimos y te quieros para el padre, ahora sí ausente para siempre.

Un día, me prometí, le escribiría algo al abuelo, aunque no fuera en las hojas ni con la pluma que él me regalara. Le diría perdóname. Le diría te perdono. Le diría que si mi madre le amaba yo también. No sabía que la tecnología avanzaría tanto que supliría la tinta por la cinta bicolor de la máquina de escribir y después esta sería jubilada por el teclado del ordenador y el Word. Un día le escribiría, aunque a mis veintidós años se sumaran otros tantos y otros más.

Martha Patricia Lozoya Nájera comenzó su carrera profesional muy joven en el área de servicios enfocados a lo contable. Durante la formación académica participó en eventos literarios, tanto de escritura como de oratoria y declamación. En 2015 participó en la antología poética Girasoles, sueños y palabras, que incluye a escritoras de diversas ciudades de la república mexicana. Ese mismo año se incorporó al staff de Clave ETR Comunicación en Libertad, equilibrio en movimiento, de Radio Universidad en Chihuahua, en el programa La voz del corazón. Tiene en prensa su libro Con remitente y destinatario, que saldrá a la luz en 2019.

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