Cayó la tarde y sigue nevando. Jaime Chavira Ornelas

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Foto Pedro Chacón

 

Cayó la tarde y sigue nevando

 

 

Por Jaime Chavira Ornelas

 

 

Ha sido un largo invierno, los peones y los vaqueros lo reflejan en sus rostros; el ir y venir por la vereda de los olotes todos los días con la ventisca que parte la cara y las nevadas que no cesan, se siente ese frío como navajas que caen del cielo, pero saben que si no trabajan no habrá de comer y con tanto hijo que tienen, además de sus animales que comen más que toda la familia. Hoy es un día crucial, pues hay que mover el ganado a los corrales en la sierra baja y serán tres días de mucho trabajo, unos deben cuidar los tres invernaderos y reparar los gallineros y cuidar la casa grande.

Severio, mi hijo mayor, es el capataz, responsable y experimentado desde hace más de quince años; yo un viejo achacoso y de mal genio, cansado de tanto año encima y capoteando las subidas y bajadas de los diarios arguendes de un rancho que nos ha dado para vivir a cuatro generaciones y decenas de peones y sus familias y eso que estos cabrones tienen más de una mujer. Desde aquí veo cómo se van alejando con el ganado hacia la sierra baja. Ese camino que sabrá Dios cuantas veces lo recorrí, ahora es más fácil recórrelo porque cuando era yo joven la vereda era tan peligrosa que nos llevaba más de seis días en llegar a los corrales grandes. Ese camino está lleno de fantasmas de los que se han muerto, pero lo siniestro fue la quema de las trece brujas allí en el caño de las trece. A mis noventa y ocho años todavía me corre un escalofrió por la espalda al recordar lo que cuentan de aquellas mujeres que gemían y lanzaban maldiciones retorciéndose.  Cuentan que cuando se extinguió el fuego sus cuerpos parecían trece diferentes horribles animales colgados; luego aparecieron tres figuras brillantes como el sol y se llevaron sus almas. Ahora hay en el cañón trece monumentos rocosos donde las figuras asemejan estar hincadas pidiendo perdón. Eso pasó hace mucho tiempo, cuando yo era joven, pero cada vez que pasaba por el cañón olía a quemado y se oían plegarias como cantos gregorianos.

Por la ventana se ve la puesta del sol y el cielo esta de un rojizo intenso, afuera andan los peones que acabaron de arreglar los gallineros, pronto solo quedará Paulino, mi otro hijo, y uno de mis nietos. Ellos tienen su casa y hacen guardia, también Prócoro y Tobías cuidando los invernaderos. Creo que va a nevar en la madrugada y es cuando más extraño a mi Arcelia que se murió hace dos años después de estar juntos desde que éramos chamacos. Tuvimos tres hijos y dos hijas y todos viven aquí en el rancho, cada quién en su casa. Algunos de mis nietos ya se fueron a estudiar a la cuidad, pero ya regresarán.

La casa está fría porque es muy grande, pongo leña en la recamara y la estufa de leña en la cocina donde doña Cuca cocina y limpia la casa; la viejita tiene trabajando aquí tantos años que ya no recuerdo cuántos, vive en la casa chica con su esposo Lolo, tienen cuatro hijos. Lolo ha estado enfermo de reumas crónicas y todos los hijos andan en la mala vida.

Ya son las seis. Amaneció nevado, aun no clarea, pero ya me levanté para no quedarme entumido en la cama, es mejor ver que pasa allá afuera. Primero desayuno y a ver qué trae el día con sus diferentes momentos que minuto a minuto son milagros que pasan sin darme cuenta, abro la ventana y allí esta el primero: la sierra con su hermosura, ahora cubierta de ese manto blanco que parece que esta vestida para casarse. A lo lejos, otro Milagro: el horizonte rosado y el sol entre las nubes y yo aquí disfrutando un rico café y todavía respirando. Salgo bien abrigado y me pongo a platicar un rato con los muchachos, camino rumbo a los invernaderos. Me rechina todo el cuerpo pero no me importa, siento algo extraño en el ambiente, pues todo está demasiado callado y hay algo en el aire que no me gusta. Llego al primer invernadero, le grito a Tobías pero no hay respuesta, no hay nadie, grito de nuevo y nada, salgo y grito de nuevo hasta que siento mi garganta rasposa ¿Qué pasa, donde están todos? Camino rumbo a los gallineros y no hay una sola gallina o gallo, quiero gritar de nuevo pero siento la garganta muy seca y mejor evito hacerlo. Veo a lo lejos pero no distingo las casas de mis hijos, solo se ve la pradera cubierta de nieve ¿Qué pasa, no estoy bien orientado? Juro que yo podía ver las casas.

Camino rumbo a las caballerizas que no están lejos, llego y también esta muy solo y callado, ni un solo caballo ni mula, todo parece abandonado, volteo y veo mi casa y no la reconozco, pues parece una choza, ando confundido y hasta mareado. Me siento para no caer y pasa el viento helado en mi rostro. De pronto no recuerdo qué hago aquí, ni donde estoy, todo es extraño y hostil; volteo a todos lados y no logro razonar claramente qué es lo que me pasa o porque no recuerdo nada. Me levanto y trato de caminar, pero caigo de bruces y siento la tierra en mi rostro, trato de incorporarme, pero no tengo fuerzas.

Escucho una voz.

―Señor Gabino, otra vez se salió, mire nomas ya mero no la cuenta.

La voz me es familiar, pero no recuerdo el nombre; me levanta y me sienta en un banco muy cómodo.

―¿Como te llamas? ―le pregunto.

―Soy Tobías, ya sé que no se acuerda de mí, pero téngame confianza, vamos a la casa, allí está más cómodo y calientito.

―Está bien, vamos a la casa. ¿Dónde están todos?

―Señor Gabino, acuérdese que solo estamos doña Cuca, usted y yo, los demás hace mucho que se fueron.

―¿A dónde se fueron?, ¿porque no me avisaron?

―¡Ah qué señor Gabino! Ándele, vámonos a la casa, no se nos vaya a enfermar.

Me lleva por un camino desconocido, pero me siento seguro. Llegamos a la casa y en cuanto entro reconozco cada cuarto, cada mueble y cada rincón y de nuevo pienso en mis hijos, mis hijas. Me da una profunda tristeza que nunca antes había sentido y no sé por qué.

―Bueno, señor Gabino, me tengo que ir, pero regreso cuando se ponga el sol. No se vaya a salir; le dice a Cuquita que le dé de comer.

Tobías sale de prisa y yo veo por la ventana cómo se aleja en el viejo jeep hasta que desaparece en el horizonte.

Ahora recuerdo cómo el cártel mató a mis hijos y a los peones junto con los vaqueros, cómo se robaron todo el ganado, quemaron los establos. Me pregunto ¿qué es real? ¿Es esto un sueño? ¿No andan los muchachos llevando el ganado a los corrales de la sierra baja? Claro que andan en la sierra baja, ya no tardan en llegar, además vendrán las muchachas con mis nietos, cocinaran una rica cena y todos en familia comeremos y recordaremos los buenos tiempos, ese Tobías no sabe lo que dice, hace mucho se volvió loco y dice puras tonterías. Mientras tanto dormiré una siesta para descansar un rato.

Cayó la tarde y siguió nevando, Tobías regresó con los víveres, Cuquita cocinó y la vida sigue su curso. Gabino sigue dormido.

 

 

 

 

Jaime Chavira Ornelas es un sobreviviente de la desintegración familiar; estudió comunicación y manejo de negocios en el Colegio Comunitario de Maricopa en Phx. Az USA; tiene diplomados en exportación, importación y manejo de aranceles por Bancomext, también varios cursos de inteligencia emocional y lingüística. Trabajo para empresas a nivel gerencial. Actualmente es pensionado por el IMSS. Escribe cuentos cortos y poemas ácidos.

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