Cinco jalones. Jaime González Crispín

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Cinco jalones

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Aquel día, Alicia, servicial y acomedida, nos llevó en su auto desde la ciudad hasta la estación de control fitosanitario, ya en plena sierra. De ahí a pie caminamos dos horas tratando de llegar hasta donde se ubican las enormes moles que parecen dos cabezas humanas.

Seguros del rumbo, fuimos por entre lomas preñadas de pinos y arroyos con apenas hebras de agua. Con la cachetada constante del viento en nuestros rostros, al cabo alcanzamos la meta: las piedras, moles pétreas encimadas, irreverentes y firmes. Ahí nos retratamos así, asá, de frente y perfil, en trío y en solitario.

Trepamos, o intentamos al menos, para escribir como otros nuestros nombres en las partes que correspondían a los ojos de aquellas piedras mitológicas. Después de un rato, dando breves tragos a una bota de tequila, comimos y tirados con el ombligo al cielo buscamos descansar de nada.

Éramos tres y los tres platicábamos de Alicia.

La mujer se cubría con la mundana gloria de haber sido novia de Adán, uno de nosotros, hasta hacía unos meses. Hoy la hembra era la amante de Juan, del mismo trío. Hablamos arreglando el mundo y sus alrededores, de nuestros trabajos, los anhelos, del aire, del bosque, y otra vez de Alicia, como verbo obligado que siempre se conjugaba en la plática de uno despechado, hecho a un lado, y del otro, amante en turno y feliz, pero ambos sin rencores.

Más tarde decidimos el regreso con el jurado decreto de ya no hablar más de Alicia. Bajamos por otro rumbo que alguien sugirió, más corto, según dijo. En fila india fuimos rememorando escenas de películas bélicas, de Vietnam, de Normandía; de las de John Wayne y hasta de un tal David Reynoso del que solo recordamos que cantaba mal y actuaba peor.

Caminamos de un lado a otro, entre pinos que de pronto se nos aparecían idénticos por todos lados. Descubrimos, asombrados, que nuestro norte se enredaba con el sur. El sentimiento de extravío, poco a poco, nos fue ganando. Andábamos perdidos. Éramos tres, pero del trío no hacíamos uno. Empezó a caer la noche y las cosas se fueron poniendo cada vez más cabronas. Ninguno sabíamos hacer una fogata, ni enfrentar los animales, nada; en suma, formábamos la viva imagen de los tres chiflados metidos a exploradores. El bosque se nos pintó, de pronto, de verde oscuro. Luego todo se pintaría de negro.

Avanzamos para un lado y para otro, sin más brújula que el miedo. Andar a ciegas nos fue agotando. Creímos escuchar el rezongar del motor de un camión, pero nadie dijimos nada, evitando el “cállate, pendejo”. Nadie proponíamos alguna solución y a quien lo hizo le llovieron insultos. Recurrimos a empujarnos, a meternos zancadilla buscando tirar al otro, sin saber por qué. El cansancio nos llevó de la mano casi hasta el punto del desmayo.

Todo se aclaró cuando de sepa dónde, escuchamos cinco cornetazos, los sonidos propios de las bocinas de los camiones troceros que bajan leña o madera en rollo de la alta sierra. Los cinco pitazos clásicos, cinco golpes, cinco jalones, que sugerían abiertamente, chin guen su ma dre, que nos alegraban a pesar del mensaje implícito. Cinco jalones a la cadena del claxon, cinco.

 

Hubo una pausa. Y otra vez los claxonazos que rebotaron en este cerro y por el otro y el otro. Ya no había duda, alguien nos buscaba y aquella era la señal para ubicarnos. El ejercicio de la mentada de madre se repitió. A tientas, ya con la noche en la espalda, después de un rato largo, dimos con el camino. Animados, seguimos el ruido del motor.

A poco, dimos con el camión y sus luces encendidas. Llegamos corriendo, o algo parecido. Nos apersonamos ante el chofer, un tipo aceitoso, gordo como una letra O, bajo y entrado en años. Nos dio a tomar cerveza. Volvimos a reír, animados por las Superiores calientes que nos brindó aquel extraño con manos de corteza de pino. Brindamos por el rescate, nosotros con cheve, el gordo con mezcal; nosotros con Delicados y él con un churro de mota. Cuando el gordo lo decidió, emprendimos el regreso, pero nos dijo que, en la cabina, su cabina, no llevaría a nadie. Nosotros aceptamos viajar en la parte de atrás, sobre una breve tarima de placa acero, resbaladiza y repleta de gruesas cadenas y calabrotes. Total, era cosa de agarrarse bien, con veinte uñas. Apenas iniciamos el viaje de retorno, el chaparrón hizo sonar otra vez sus cornetas, agregando dos más, como señal, seguro avisando a los de la oficina fitosanitaria que ya nos había localizado. Llegamos a la base. Alicia nos esperaba, complaciente y servicial para llevarnos a la ciudad.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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