La jaula. Iván J. Rivera

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La jaula

 

 

Por Iván J. Rivera

 

 

La casa en la que vivo la heredé de mis padres, la mayor parte de ella conserva su estilo original, el menaje y la decoración, los cuadros de mis antepasados en la pared, donde mi madre los colocó, además de los antiguos árboles que siguen erguidos dando sombra en el jardín.

Es cierto que después de tantos años le vendría bien una remodelación, sería tal vez necesario ajustarla al canon de las nuevas casas que se han construido alrededor, las cuales, en su mayoría, siguen las pautas del llamado estilo moderno, el cual se ajusta más a mi personalidad.

Un cambio significante, al que mis padres nunca se hubieran acostumbrado, es una mesa de madera que coloqué en la sala principal, justo en medio del estudio.

Carezco de sensibilidad y del tiempo necesario para cuidar a una mascota, como un perro o un gato, o cualquier otro animal doméstico, al que propiamente me pudiese dirigir como “mi mascota”. Además, mi padre nunca hubiera permitido que tuviéramos un ser que con sus desechos estropeara el jardín o mordisqueara los muebles de madera, que depositara pelos en la alfombra o simplemente disturbara la taciturna tranquilidad de su espacio vital con sus ladridos, y yo pienso en el mismo sentido. Menciono esto porque ese hecho es un reclamo constante de parte de mi esposa.

Nos casamos hace más tiempo del que puedo recordar, a veces pienso que siempre ha estado en mi vida, pero luego recuerdo aquellos años, una extraña añoranza me invade y revivo con emoción memorias empolvadas donde veo a un joven deseoso de salir de la pequeña ciudad en la que vive para explorar el mundo y enfrentarse a las aventuras de la vida, como las historias de los libros que tengo bien acomodados en mi biblioteca, sueños frustrados desde el momento en que me casé.

Sobre la mesa coloqué una jaula de hierro.

A diferencia mía, mi esposa era más austera en sus fantasías de juventud, a ella lo único que le importaba era encontrar “un buen hombre”, trabajador, honesto y todos los adjetivos necesarios para definir la idea que tiene de tal concepto: vivir en una casa como la de mis padres, que, a diferencia de los suyos, pertenecían a la clase media alta de la ciudad; tener tres perros, dos gatos, una tortuga, y convivir con toda especie de animales para satisfacer su deseo frustrado de infancia.

He ahí el origen del perpetuo reclamo. Desconozco si es tal suplicio, fuente de peleas y disgustos, lo que mantiene mi presión arterial elevada, los ocasionales dolores de cabeza y mis desequilibrios estomacales.

Por supuesto, ella culpa a mi apretada agenda laboral de todos mis males, lo cual acepto que es cierto, por lo menos en una medida, ya que me he dado cuenta de que trabajar en un lugar al que odias es realmente una tortura.

En el punto más álgido de mi desesperación, un amigo que cambiaba su lugar de residencia, y que tenía que deshacerse de algunas de sus posesiones, sugirió que me quedase con su pajarraco, un sublime animal de color verde, con destellos azules en sus alas, un mechón de pelo rojo sobre la cabeza, enorme pico amarillo y feroces garras. De esa manera, mi esposa por fin tendría una mascota que, a su vez, por la naturaleza del animal, no perturbaría el orden de la casa.

El animal vive enjaulado, le es imposible abrir las alas en todo su esplendor por las efímeras dimensiones de la jaula en la que vive. Carezco el dinero suficiente para comprarle una nueva.

Frente a él coloco una silla en la que me siento a contemplar su extravagante belleza, lo miró fijamente hasta que produce un ruido irritante con su pico de hueso, cuando la parte superior maquinalmente se frota con la inferior, de manera lenta y coordinada. El mismo ruido, que definiría como una tortura infernal, en ocasiones interrumpe mis horas de estudio o concentración, eleva mis niveles de ansiedad y cesa solo después de que asesto un golpe en las rejillas de hierro de la jaula, con lo que obtengo un silencio agradable que me permite seguir con mis actividades.

Lo que más llama mi atención sobre la criatura es que cuando abro las puertas de su jaula con el propósito de alimentarlo, este desiste de emprender el vuelo, teniendo plena posibilidad para hacerlo. En ocasiones las dejo abiertas con la esperanza de que por fin se decida a salir, para librarme del repugnante sonido que produce, pero apenas se atreve a asomar su cabeza. Sería necesario que se atreviera a volar, que el azul del cielo a través de la ventana lo envalentonara para ir más allá de su cárcel, a buscar el horizonte. Es patético y me es inevitable reír de su cobardía y preguntarme si nunca habría soñado con ser libre.

 

 

 

 

Iván J. Rivera estudia el octavo semestre en la Facultad de Derecho de la UACH, desde 2007 escribe un blog en Facebook, donde tiene muchos lectores y lectoras.

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