Adelina. Jaime González Crispín

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Foto Pedro Chacón

Adelina

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Adelina vino a nuestras vidas, de Patricia y mía, metiéndose de a poco, como la humedad. Ellas se conocieron en Xochimilco, en uno de los viajes que realiza Patricia con senectos jubilados por el Issste, desde que murió su esposo.

El día que la trajo a mi departamento, un jueves, la vi llegar flotando sobre sus anchas caderas de buque, agitando sus senos de privilegio.

Acá comieron. Acá cenaron. Acá se quedaron por varios días.

Y de no ser porque un tour al sureste del país las llamó a Campeche, a Chiapas, o sabe Dios a dónde, hoy todavía estarían bebiendo mi tinto, tomando el café que mi hermana me mandó de Xalapa, atracándose con mi queso añejo traído de Durango y dando fin a la bolsa de galletas de avena, dos kilos, que en El Molino preparan para mí, por encargo. Lo peor de todo es que usaron para dormir mis camisetas del Barcelona, las autografiadas, que traje en mi reciente viaje a España.

—¿Por qué no la llevas a tu casa? —le increpé a Patricia ante todo eso.

 —Cállate… pío, pío, pío —respondió, poniendo cara dura y su dedo índice en mis labios.

Por supuesto que todo eso me incomoda, pero no tanto como verlas juntas, cosidas siempre de la mano, calle arriba y cuerda abajo, sin pudor ni empacho. Que mujeres paseen tomadas de la mano me tiene sin pendiente, pero, Patricia y Adelina, a su edad… y en mi nariz. Sí, creo que a eso se le llama celos, o no sé.

Una tarde de tanteos y de concesiones, en trío decidimos salir a comer. Ellas siempre de la mano y yo dos pasos atrás, cual chaperón pendejo. Ahí fuimos, con el sol de frente, olvidando nuestros días recientes de luces y sombras, los que Patricia y yo vivimos bajo la mirada de hipócritas y entrometidos; críticas abiertas y sesgadas que ella y yo soportamos estoicos, al menos los primeros días, porque después Patricia decidió que camináramos juntos por la calle, asidos de las manos y tomados de la cintura. Muchas veces nos llegaron a canturrear, bajo y alto, aquello de “cuarenta y veinte”, de José José.

Pero eso fue antes de que llegara la nalgona. Ahora, fuera tapujos, sin que les hirieran puyas, Patricia y Adelina van por la vida sin importarles cuchicheos, ni voces de mojigatos y persignados. Juntas, por el Norte y por el Sur de la ciudad. Todo es ji ji ji para ellas.

He visto cómo se besan en las mejillas repetido, como periquitas australianas. El otro día las sorprendí tocándose las piernas con sus pies, bajo la mesa, sin pantuflas, sin medias, buscando sus tobillos, mientras por encima volaban suspiros con los dedos de sus manos entrecruzados. Trato de seguir mi vida ordinaria, pero no he podido hasta ahora.

Cuando salgo a la Universidad, ellas se quedan en casa. Cuando vuelvo, si no duermen, bailan tango, se pintarrajean las uñas o se tiñen el pelo, todo en una complicidad que yo encuentro perversa, aunque infundada, pues no he visto nada más. Descubrí, sí, que tienen muchas cosas que las empatan, no solo la edad, ni que ambas son viudas y jubiladas por el Issste, o que están solas, sin sus familias. Veo que su soledad es menor, y que sus risas no son contadas ni medidas; igual las he visto cuando lloran por algún pasaje triste o melancólico de una serie televisiva, o se desternillan por una gracejada de Charles Chaplin o Búster Keaton.

Vaya, me doy cuenta de que ríen, lo que yo hago muy poco, desde hace mucho. La llegada de Adelina a nuestras vidas, de Patricia y mía, me ha puesto como cateto ajeno en este triángulo. Pero ya lo decidí: hablaré con Patricia ora que vengan de Escárcega, Campeche, de donde es la caderona, a donde se fueron por “unos días”.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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