El Bajo. Jaime González Crispín

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Foto Pedro Chacón

El Bajo    

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Buscando su salud, tus abuelos, Juan y Patricia, se fueron a Cuernavaca a un seminario de quince días para saber más sobre el tratamiento de la diabetes que acosaba a tu padre.

 De Querétaro se fueron en camión de línea; allá ocuparían un departamento rentado con anterioridad. Apenas llegaron al condominio amueblado, segundo piso, un tipo de pantalón ajustado y camisa de bailaor español, con olanes en el cuello y en los puños, los recibió para entregar la llave y darles posesión del espacio. Con sus nalgas de maniquí de aparador fue explicando, más a Juan que a la abuela, las comodidades y bendiciones que justificaban la alta renta. Volaban sus manos citando lo del jacuzzi, sus ojos de cielito lindo se levantaban para explicar cómo con un chasquido se encendían las luces de aquí, y las de allá, y las cortinas, y el ventanal, y al balcón, y olé.

La abuela los miraba a los dos, pero más el trasero que aquel pantalón sin bolsas dejaba dibujar. Juan escuchaba, aburrido; la abuela deseaba que el maricón se largara ya. Al fin, el Raphael se despidió. La abuela lo paró con una pregunta:

―¿Y eso? ―dijo, señalando un bajo de madera, lustroso, gordo y triste que se recargaba en un rincón de la sala, ajeno a toda decoración.

―Eso…es un bajo ―respondió con enfado el manolo.

―Ya sé lo que es; lo que no sé es qué… blues toca en la sala.

El tipo explicó que era de su primo, que en un rato más lo sacaría “él personalmente”. Por supuesto que mintió, pues el tololoche siguió bostezando en la sala.

El seminario que los ocupaba exigía ejercicios, dietas, pláticas, conferencias; ensaladas de paciencia y aderezos de aceptación. Por la tarde, después de comer y del reposo, tus abuelos fueron a caminar al centro. Por la noche, Juan al jacuzzi, tu abuela también. Alguien tocó al timbre. La abuela, en bata, atendió. Era el gay que preguntaba por el señor Oviedo.

―¿Está él?

―Sí y no; pero si vienes por el bajo…

El otro encadenó cien excusas, contoneando el cuerpo doscientas veces. Se alejó diciendo que vendría después.

Esta película se repitió por varios días: la del puñal que deseaba hablar con el señor Oviedo y tomar una copita, y la abuela con que no está, pero llévale ya el bajo a tu primo.

Una de esas visitas, cuando Juan retozaba desnudo en la tina con espuma, el timbre sonó. Atendió la abuela, otra vez. Era el manolo con una botella, dos copas y mucho perfume. Exigía hablar con Oviedo. La abuela lo midió, viendo que lo que Dios le quitó de pelo en la cabeza se lo plantó en brazos y pecho.

―Espera aquí un momento; aquí ―dijo, señalando enfática con ambos índices― aquí… no entres hasta que yo te diga.

La mujer fue hasta la sala. El falso hispano escuchaba ruidos. Entonces apareció Patricia, arrastrando sin mayor cuidado el instrumento. Lo llevó hasta el pasillo donde esperaba el torero, listo para su frustrada fiesta. La mujer tomó con ambos brazos el bajo, lo levantó cual atleta de halterofilia y lo arrojó sobre el barandal, al vacío, a la planta baja. Junto con el estruendo, el gay dejó escapar un grito de cante jondo.

―Llévale eso a tu primo ―dijo―; y si vuelves otra vez por acá, yo misma te partiré la madre patria. Te lo prometo, Miguel Bosé.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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