Foto Dizán Jesús Ortiz Chávez
El aprendiz de dragón
Por Jaime González Crispín
Esa noche el niño decidió abandonar el recinto a cuyas puertas una mujer lo abandonó hacía cosa de dos lustros, en donde creció entre rezos, vestimentas de monaguillo y pabilos encendidos.
Desde que abrió los ojos al mundo, su mirada buscó, curioso, el fuego. Pasó, siempre que pudo, largos ratos viendo la danza de la flama de velas, cirios o candiles; sus pupilas se recrearon siempre sobre la extraña danza de llamas de fogatas, teas o candelas. Creció haciendo lo que le ordenaban, pero nada como la tarea de prender o apagar pabilos en capillas, altares, retablos y pasillos en aquel orfanato. La palabra de Dios le entró a golpe de regleta, igual que el ABC de Ripalda. Caro les cobraron los panes duros y la leche aceda que se les sirvieron cada amanecer, a él y a otros iguales.
La decisión de escapar le sobrevino la tarde en que un pedazo de circo entró al internado para ofrecer una demostración. Lo que más le impactó fue el acto del tipo que tragaba fuego, a quien él comparó con el dragón del retablo de San Jorge. Días después, la experiencia del espectáculo circense se repitió, cuando internos y religiosas caminaron calles empedradas y callejones terregosos para asistir a una función completa, en la carpa de aquella compañía trashumante.
A partir de aquel día, las acciones del niño, manifiestas y escondidas, tuvieron mucho más qué ver con el tragafuegos de su fantasía. La tarea de encender velas y cirios le dio la oportunidad de tratar con otra intención al fuego de cerillas, tizones y demás piedras que parieran lumbre.
En su atrabiliaria tarea de iniciación, descubrió el sabor del fuego cuando su lengua húmeda apagó una flama de veladora. Después, provisto de un vaso con agua cruzada con vinagre, como paliativo o enjuague, ejercitó esa suerte, día y noche, tanto con velas como con cirios cuyo grosor a veces superaban el diámetro de su mordida. El niño sintió que las quemaduras en su oquedad bucal le eran leves, ante el futuro promisorio que su mente infantil le pintaba; se vio como parte de aquel tinglado de locos que visitaba el pueblo con ruidos de timbales, cobres y canciones inocuas.
El aprendiz de Vulcano decidió escapar esa noche para ir en busca de la carpa. Se supo maduro, dueño de un paladar con tantas quemaduras como lo requería el mejor traga fuegos de cualquier pista de circo. Salió sin que nadie lo notara, siguiendo el rumbo por donde él ubicaba el grupo de saltimbanquis. Con apenas un atadillo en el que escondía desdenes y golpes de regla en palmas y nalgas, alcanzó la mal empedrada calle de la Tarraza; y la callejuela de Santa María, apenas iluminada; cruzó por frente al mercado y sus cientos de ratas chillonas; enfiló por el polvoso callejón Padre Santo, hacia los terrenos de la explanada. Así llegó hasta atrás del viejo estadio de béisbol, muy cerca de la estación del tren.
Sus ojillos asustados buscaron ansiosos el enorme balón de la carpa de colores aporreados por el tiempo, el polvo y el sol. Cuando llegó, sus ojos no encontraban punto fijo en el amplio espacio; la rosa de los vientos de su mirada no paró ni en piedra, ni en palo, en nada.
Descubrió así que el circo ya se había ido.
Oteando, dio con la vieja estación. Ahí, una mole férrea rodante, con fuego y humo incluidos, bufaba y silbaba, lista para partir.
Eso le bastó.
Sonrió y abordó el tren, seguro de que las pistas del circo del mundo le esperaban.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.
Es un gran relato. Felicidades al autor de tan sólida escritura.