Arco. Jaime González Crispín

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Foto Pedro Chacón

Arco       

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Nadie como Arco a la hora de pintar letreros en muros de rancho, ni a la de desplumar incautos jugando carambola. No hasta que se le cruzó Blas, el varillero, vendedor de hilos, hilazas, agujas para tejer y de las otras, las que cosen bocas de costales y siegan vidas.

Arco iba por las rancherías en su camioneta de gitano, acompañado de un ayudante joven, hermano del acné, mitad lerdo, mitad imbécil; iban encalando muros, garrapateando para los bailes de Los Rehenes, Cardenales de Nuevo León, etcétera, copiados de una papeleta. Enfundado en su camisola de gabardina y un pantalón que antier fue azul, Arco desempeñaba su trabajo con habilidad y gusto, pero nada como el placer de desplumar cristianos en el billar.

Casi siempre, por la tarde, después de retirar de sus dedos los restos de arco iris, Arquímedes, más conocido como Arco, se iba a la caza de algún tonto peleado con su dinero.

Casi nunca le faltaban, y cuando escaseaban, ofrecía ventajas en las partidas. No era un genio, pero sí era mejor carambola que cualquiera de nosotros.

El rito iniciaba cuando Arco miraba las bolas y pasaba sus manazas sobre el paño de la tarima, como si lo limpiara, como si retirara restos de tierra, de migajas, de tiempo, de recuerdos o sabía Dios de qué; mientras, sus ojillos veían para otro lado, como ausentes. Lo mirábamos abrir sus piernas, inclinarse y poner su mano izquierda sobre el tapete verde. Acomodando su puño izquierdo, formaba con sus dedos índice y pulgar el puente digital por donde el taco resbalaría una, dos, tres veces, antes de golpear la bola que, en su choque contra otra, iría hacia una baranda, regresando con un extraño baile, con diabólico efecto, para ir a tocar a la otra que ya la esperaba en paz. Arco siempre festejaba levantando sus brazos y pegando un grito de “¡Ay, Cabrera!”.

La tarde que en San Jorge Bendito coincidieron él y Blas el varillero, Arco y su ayudante terminaban uno de sus emplastes murales. El tipo llegó en su moto, los vio recogiendo brochas, pinceles y botes con residuos de pinturas. Luego de un suspiro preguntó:

─ ¿Dónde se come aquí?

─Si traes dinero, en casa de Genara, si no, espérate, yo te invito.

El muchacho fue y trajo de casa de la viuda Inés el bastimento ordenado con antelación. Arco era tan bueno con el pincel como con el taco de billar, pero además era único en comerse media gallina de una sentada. Acomodados a la sombra de la camioneta y en los estribos como comedor, los tres se sirvieron. En la sobremesa, Blas se dio tiempo para mostrarle el surtido de sus ventas. Lo mismo vendía botones que cierres, de quince, veinte y hasta de cincuenta centímetros; colorantes Caballito, sombras para los ojos y espejitos en forma de corazón. Más tarde, el de los dedales y alfileres se fue a hacer su lucha. Arco, por su parte, se desprendió de los restos de colores de sus dedos y se fue al billar, donde más tarde ambos se toparían de nuevo.

Esa noche, luego de desplumar a un ingenuo, Arco decidió retirarse a dormir, cuando arribó el de la moto.

―¿Dónde se duerme aquí, con dinero? ―le preguntó.

―En ningún lado y en todos. Aquí no hay hoteles, pero ven, yo te digo dónde.

Y lo llevó a dormir en la cabina de su chevroletita. Arco y el adolescente pidieron posada en casa de la viuda de la comida.

Al día siguiente, el varillero a lo suyo, Arco y el mozo a garrapatear muros. Por la noche se dio la coincidencia infeliz, otra vez, en el billar. No había reto. Nadie se atrevía a regalar su dinero, así les ofreciesen ventajas. Por último, el que aceptó fue Blas. Arco no sabía si era broma o en serio, pero aceptó el lance. Don Inocencio, el dueño, dictó reglas:

–Tiradas de nueve intentos. Gana el que mejore cinco; el que pierde, paga. Yo soy Caja. Este es un juego de caballeros y la palabra se honra. Dense la mano.

Los mirones nos acomodamos para ver el estilo que ya conocíamos, el de Arquímedes, y el del otro, de suyo desparpajado. Las cosas se presentaban parejas. El del varillero contrastaba con la efectividad de sus carambolas. Arco se preocupaba. De pronto sus “Ay, Cabrera” no se escuchaban en un buen rato, pero luego se aplicaba y se iba arriba en la cuenta. Blas y su bajo perfil hacían lo suyo y se recuperaba. Las horas avanzaban. Algunos mirones se fueron a sus casas, otros le seguimos. Una jugada, y otra y otra. La partida no tenía ganador seguro ni fin cercano.

La noche cambió a madrugada, refrescó. Los gallos cantaron desentonados. La partida seguía con ligero dominio del pintor. Hubo tiradas que Arco cumplía de un solo jalón; el otro se despojó de su saco gris, primero, luego de su camisa arena con dibujos de camellos, hasta quedar en camiseta. Sentía calor. Después de mucho batallar, el varillero desanduvo el camino de sus prendas y terminó vestido como cuando llegó. Al ver muy menguada su hacienda, el varillero tronó.

―Es todo, no tengo más dinero. ―Dejó sobre la mesa el taco y tomó su maletín de ventas.

―Espera ―dijo Arco―, te juego una última: mil pesos contra tu maletín de botones, agujas y dedales.

–No.

―Va: Mil pesos contra tu maletín de cierres y cortaúñas, más una carambola de ventaja ―dijo el de los dedos pintores, escribiendo en busca de una tempestad.

El otro movió la cabeza.

―No.

 La oferta fue creciendo al parejo del tono humillante y cargado de sarcasmo empleado por Arco.

―Última: mil pesos contra tu maletín de mariconadas, más dos carambolas de ventaja y te doy el saque. ¿Ay, Cabrera?

―¡Ay, Cabrera! ―contestó el otro.

El dueño repitió las reglas y las condiciones. El juego se reanudó. Blas extrajo de un bolsillo de su saco unos espejuelos y se los calzó. Llevó sus dedos, nervioso, hasta su boca y los sopló varias veces, a la vez que meneaba la cabeza, como si tocara la armónica. El otro se regodeaba frotándose con fruición los genitales.

Después del rompimiento, Blas, taco en lanza, midió la jugada. Fue de un lado a otro, seguido por la mirada de todos. Después de santiguarse, se acomodó sobre la mesa, contuvo la respiración, disparó y logró con éxito la primera carambola. Repitió el soplo en sus dedos, se limpió la garganta y procedió, con igual acierto, a tocar la bola y conseguir la segunda carambola. Nadie se movía. Don Inocencio advirtió con una mano pidiendo silencio a todos. Blas iba por la tercera y última. Se acomodó, miró al fondo los rostros de algunos, y turbado, suspendió por segundos. Dio vueltas a la mesa, marcó con su dedo índice y su saliva los puntos donde debería tocar la blanca, y procedió. La bola siguió la ruta trazada, alcanzó el contacto y la carambola ganadora se consumó. Dejó el taco sobre el paño y levantó los brazos, tenso, pero feliz.

―Te faltan dos ―gritó Arco.

Don Inocencio intervino, pero los gritos del pintor fueron más altos. No iba a pagar. Hubo un triángulo de gritos entre el dueño, el varillero y el pinta muros. Arquímedes fue hasta donde Blas y le dio una bofetada. El varillero perdió los lentes y la vertical. Todos nos movimos en el salón.

Cuando Blas se puso en pie, su cara estaba roja y sus labios temblaban. Levantó su brazo derecho señalando al otro como diciendo “tú fuiste y me la pagas”. Se fue acercando mientras el otro lo veía entre divertido y nervioso. Blas había ya extraído de su saco la aguja de arrea, la de coser costales de ixtle. No lo pensó mucho. Se acercó a Arco, descargó el lancetazo, directo al cuello del hombre, entrada y salida. Un chorro de sangre brotó, incontenible. Arco trató de ubicar los pinceles de sus dedos sobre la fuga del bote de tinta roja que se le vaciaba, los mismos dedos pinceles de escribir Cardenales o Invasores, pero fue inútil. Cayó de rodillas, pálido y con los ojos pintados de miedo. Intentó decir algo. Los que estaban cerca oyeron “Ay, ¡Cabrera!”; otros que no, que fue un “¡Ay, ¡cabrón!”

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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