Ceniza, polvo y barro. Jaime Chavira Ornelas

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Foto Pedro Chacón

Ceniza, polvo y barro

 

 

Por Jaime Chavira Ornelas

 

 

Doscientos treinta y cinco pesos en mis bolsillos y la noche empeñada en sentirse fría y apática, camino rumbo a casa pensando en mis tres hijas, a las que no veo desde hace más de cinco años. Se fueron a vivir al extranjero y no sé dónde viven. Sigo caminando y el frío nocturno insiste en enfriarme el corazón y los huesos. La noche con su inmenso rostro envuelve cuerpo y alma sin dar tregua para huir y traer la luz del día, solo transcurre lenta y letal.   

Ya acurrucado, las extremidades, articulaciones, tejidos y demás órganos descansan e ignorar la noche es parte de un instinto natural. El día llega, hay que enfrentar los retos simples o complejos, tomar decisiones y alimentar la rutina para sentirme vivo, pero sobre todo las necesidades básicas de supervivencia. El cuerpo sediento, hambriento y preciso en sus molestias y dolores indicadores de fallas o malfuncionamiento, exige mantenimiento o se detendrá sin previo aviso. Tengo que alimentarme para no dejar de sentir y pensar, o como que pienso para engañar al ego. Encuentro sobras de ayer en el refrigerador y me caen muy bien en mi sensible estómago, hoy trataré de indagar donde están mis hijas, visitaré a Guillermina, mi ex, a ver si me quiere dar la información y poder contactarme con ellas.

Salgo de la casa donde viví por algunos años y respiro profundo para para ahuyentar los diablillos que quieren cambiar de domicilio, veo el rostro de Guillermina en la ventana y el tiempo regresa cuando ella amorosamente me despedía en esa misma ventana con un beso sincero y lleno de amor. Pero ahora solo es una mirada de hastío. Me alejo por el mismo camino que recorrí y puedo ver mis huellas de ida y vuelta, solo o con Guillermina o con mis hijas jugando y riendo cuando eran pequeñas; parece que fue hace mucho tiempo, pero en realidad no lo es.

Dejo atrás los recuerdos, los veo flotando, se los lleva el viento hasta desaparecer. Ahora solo me queda el presente, ese presente como regalo de los dioses que no pedí, solo apareció una mañana del mes de abril y llegó para quedarse y restregarme en la cara que ahora solo me quedan ciento noventa y dos pesos. Camino rumbo a la parada del camión llevando paso firme en apariencia, porque solo siento cómo me rechinan las rodillas y los tobillos, pero sé bien que, conforme camine, o desaparece o rechinan más. Poco a poco sucede lo primero, este cuerpo maravilloso es una caja de sorpresas. Los carros, camiones y demás invenciones motoras pasan a toda prisa dejando estelas de humo y ruido que afecta mi estado de ánimo, llego a la parada de camión y me siento en la ardiente banca metálica para esperar el transporte publico. Hay cuatro personas, dos con rostro de hartazgo, uno indiferente y el otro de preocupación; yo debo de verme un poco agotado. Suena mi celular y es El Jarocho, me dice que ya tiene listo el trabajo de diseño que requiere que le haga, me recuerda que solo me debe dos mil trecientos pesos y que debo entregarlo a más tardar el lunes, así que ahora debo cambiar de rumbo e ir al norte, lo malo es que no tengo tiempo aire para llamar a Rómulo y me aparte una computadora en el ciber para terminar el diseño.

Ya tengo lo que necesito para terminar el trabajo, pero primero les voy a mandar un email a mis hijas, ojalá y los datos que me dio Guillermina estén correctos. Envío los emails. Gini, la mayor, es la mas práctica y de seguro contestara: Papá, qué bueno recibir noticias tuyas. Mony es rencorosa y dirá: Vaya, hasta que sé que no has muerto. Y Gigi, la menor, contestara con una carita feliz y otra de asombro. En fin, espero que contesten lo que sea, pero que lo hagan, ya son mujeres maduras y, por lo que sé, están bien. Termino el trabajo y lo envío por email, espero que ya no pidan algún cambio, pues acabo de pagar ochenta y tres pesos y casi estoy en cero.

Pasaron tres días, me pagaron, pero no he recibido noticias de mis hijas. Son las tres y media de la mañana y no puedo dormir. Facebook, Insta, Twitter y demás ya me aburrieron; la masa de información y desinformación es como un bacanal que termina en gula, encuentro todo en la red menos la verdad, pues es lo que menos hallo. Vagar entre la mentira y el engaño diluye el interés de saber qué pasa en realidad, me interesa más la ilusión de no saber qué pasa conmigo, pues lo que todos quieren es saber qué pasa con los demás. En ese caudal de imágenes y letras se pasa el valioso tiempo, el cual pierde todo su valor.

Son las doce pm y me despierto con resaca de la desvelada, aun perduran en el cerebro las imágenes, opiniones y mentadas de madre que leí en el último tuit, pinche logo mono, está bien loco.

Voy al café de doña Cuca a ver si le queda puchero de res, camino un poco distraído y me doy cuenta que me grita un bato que va caminando en la acera de enfrente, no lo reconozco, de nuevo me grita:

―Lupillo

Levanto mi brazo derecho y lo saludo. El bato se atraviesa la calle corriendo y lo reconozco, es Rodrigo Maspules. Me da un fuerte abrazo y me dice:

―Qué onda, mi Lupillo, hace décadas que no te veía ¿qué has hecho?

―Pos ni pendejos, porque ya hay muchos. Pero todo bien, hay haciéndome mas ruco ―le contesto.

Se me queda viendo como si no entendiera lo que dije, o preguntándose si fue buena idea saludarme, así es que solo me dice

―Gusto en saludarte ―y se fue.

Seguí caminando. El encuentro con ese viejo conocido y su reacción me hizo ver lo frágil que pueden ser los sentimientos cuando la percepción lo cambia todo, porque en el pasado mi relación con Maspules fue abierta y sincera, pero el tiempo y las circunstancias en las que él y yo hemos vivido cambiaron nuestra percepción de la vida, ya sea por nuestros fracasos o éxitos, o simplemente por madurar y tomar lo mejor que nos ofrece la existencia. Sea lo que sea, el encuentro me dejo un sabor amargo y un extraño vacío.

Llego al café de doña Cuca y el olor de comida casera me hace olvidar todo; me siento en mi mesa favorita y casi de inmediato me atende Monchis, el mesero. Pido la comida corrida y una coca. Veo que están dos conocidos sentados a tres mesas, solo me miran de reojo y siguen con su platica, en otros tiempos se hubieran acercado a y con reverencia y protocolo dirían: Maestro, un gusto enorme de saludarlo. Pero esos tiempos se fueron, ahora lo que sembré es lo que cosecho y mi parcela esta árida y solitaria. Llega mi comida y me olvido de todo, me dispongo a satisfacer tranquilamente mi apetito.

Camino rumbo a la biblioteca universitaria para reposar la comida y leer un poco a Gabo, relajarme, pues su narrativa es una de mis preferidas. Llego y está casi vacía, solo hay cuatro personas leyendo. Saludo a Conchita y busco Vivir para contarla y me siento para disfrutar a Gabo, abro el libro en la pagina 202, que es donde la dejé hace unos días. Después de digerir y disfrutar veinte hojas, regreso el libro al estante y salgo con un mejor ánimo, tanto así que me interno en el parque universitario, camino entre los árboles y recuerdo cuando pasaba por este mismo lugar con mi estúpida actitud prepotente, soberbia y arrogante, pues era el maestro, me sentía poderoso. El tiempo me dobló las rodillas y el orgullo. Ahora soy anónimo.

Suena mi celular, el numero no es conocido y dudo para contestar, pero contesto y escucho una voz conocida:

―Hola papá, soy Gigi.

Mi corazón se oprime y se expande a la vez y con la voz entrecortada solo le digo:

―Mi corazona hermosa, que alegría oír tu voz.

Ella con su voz de niña contesta:

―Estamos planeando visitarte en estos días mis hermanas y yo, ¿qué opinas?

―¿Que si que opino? ¡me parece maravilloso! ¿Cuándo?

―En dos semanas.

―Estaré contando los días.

―Bueno. Entonces me llamas si hay algún cambio ¿ok?

―Claro que sí.

―Nos vemos entonces muy pronto, un beso, cuídate mucho.

―Tú también, te quiero.

―Adiós.

Cuelga y me quedo temblando de pies a cabeza, no puedo procesar lo que acaba de ocurrir, por un momento creo que fue un sueño despierto, checo el celular y veo el número telefónico, aterrizo en la realidad y empiezo a saltar de gusto, me rio y lloro a la vez.

El parque lo veo mas vivo y verde, el cielo ahora no es indiferente, está atento a lo que me sucede. Me siento y solo doy gracias por esta nueva oportunidad.

Recuerdo el día del cambio. Regresé de la trova y Guillermina estaba muy enojada, me grito tan cerca de mi cara que su saliva me empapo hasta el cuello, yo quebré varios vasos, mesitas, cuadros, tv y estéreo. Mis hijas, ya adolescentes, lloraban y los demonios se carcajeaban. En los separos de la comandancia yo gritaba: No saben con quien se meten. Al día siguiente, el que menos sabia en que me había metido era yo. Pasé dos años tres meses en la penitenciaria; cuando salí ya estaba divorciado, sin trabajo y sin amigos, mi padre murió unos meses antes y mi madre, ya muy anciana, me recibió en su casa y al morir me dejo solo en esa casa llena de tristeza. Pasaron los años. Guillermina de casó de nuevo con un buen hombre que trató muy bien a mis hijas hasta que ellas se fueron a vivir al extranjero.

Ahora en mi sobriedad vivo una borrachera seca todos los días. La madurez, o más bien dicho, la vejez, es cuando te das cuenta que la vida es solo eso, vida, y que los sucesos, experiencias, aciertos y errores son parte de ella; lo que es nuestro son las decisiones pues las repercusiones de estas serán un reflejo si fueron buenas o malas y al final todo será el resultado de una ecuación que nunca conocimos ni elaboramos, pues el universo tiene la última palabra. Creemos que tenemos el control y solo somos ceniza, polvo y barro que viaja al antojo del viento.

 

 

 

 

Jaime Chavira Ornelas es un sobreviviente de la desintegración familiar; estudió comunicación y manejo de negocios en el Colegio Comunitario de Maricopa en Phx. Az USA; tiene diplomados en exportación, importación y manejo de aranceles por Bancomext, también varios cursos de inteligencia emocional y lingüística. Trabajo para empresas a nivel gerencial. Actualmente es pensionado por el IMSS. Escribe cuentos cortos y poemas ácidos.

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