El cerdo comunista
Por Jaime González Crispín
“Aprovecha y ahórcalo”, le había aconsejado su mujer. “Alegarás en tu favor que te dolía una muela”.
Para apaciguar la alezna del dolor, Pablo había tomado un cuenco de pastillas recetadas sabía Dios con qué propósito, mas la punción molar seguía ahí, y no había espacio para la prudencia médica, por más que el efecto de tanto químico ingerido le provocaba hacer cosas disparatadas que, a los minutos, ya no recordaba. No se acordaba, por ejemplo, cómo dejó la cama, ni cómo vistió pantalón y camisa; ni recordaba que en su paso por el baño había hecho gárgaras y buches con suavizante para telas. Ya en la mesa del comedor, tratando de hilvanar ideas, le dio por comer cucharadas de azúcar sin control.
Pablo era uno de los dos empleados de la peluquería propiedad de Carlo Toledo, quien esta misma mañana iría no solo para hacer las cuentas de la semana, sino también para corte de pelo y rasura personal. Era por eso la sugerencia de la mujer, de aprovechar y ahorcarlo.
Con todo, Pablo fue y abrió la barbería. Su compañero de oficio, Ramírez, sabiendo que iría Toledo, avisó que estaba enfermo, con tal de no verle la jeta al dueño. En El Rizo de Oro la clientela, si bien no fina, sí era asidua, más por las pláticas de los empleados que por su habilidad con tijera y navaja.
Antes de lo amenazado, Toledo llegó, amplio, gordo y sin sonrisa; se quitó el saco que colgó por ahí y fue directo a sentarse a un sillón. Pablo tomó la sábana blanca y lo cubrió, atando las dos puntas del lienzo a la altura del cuello. El gruñido del perro dolor molar le seguía dando vueltas, igual que la recomendación de la esposa. Pablo pensaba que, en todo caso, este podría ser el momento ideal para ahorcarlo, a menos que prefiriera el degüello.
La tarea de corte de pelo dio inicio.
─¿Vino Ramírez? –preguntó el dueño.
─No.
─Tomaré cartas en el asunto. Hoy mismo hablaré con él y le diré cuántos son dos y dos. Se aprovecha de mí porque soy dulce como la miel. Pero le sacaré sus trapitos al sol, ya verá –agregó.
El otro continuó con el tijereteo errático, yendo al rededor del hombre, buscando el hilo del corte en el cabello, pero buscando más no escucharlo.
─Me gusta la gente como tú, que siempre está al pie del cañón, que trabaja buscando el pan de cada día; pero a Ramírez se lo va a llevar la tía de las muchachas. Ya lo veo, mansito como seda el muy cabrón, disculpándose después de que aquí nada como pez en el agua. Pero hoy me va a conocer.
Pablo se retiró un poco. Tras breve transición, el otro agregó:
─Supe que estuviste malillo.
─Una muela.
─No entiendo por qué Ramírez no me quiere. Este trabajo le calló como anillo al dedo. Antes ahí andaba, de Herodes a Pilatos, sin quién lo ocupara, hasta que me le aparecí yo para salvarle la vida.
Pablo seguía la labor a tanteos, en cuanto el gordo dejaba el parloteo.
─Creo que se aprovecha porque soy más bueno que el pan. Pero se lo diré con todas sus letras…
Pablo limpió restos de pelo de los hombros del patrón con una pequeña brocha y dispuso todo para lo que seguía: la rasura. Accionó las palancas del mecanismo de la silla hasta dejarla en posición casi horizontal, con el oso encima. Las toallas calientes emanaban vapor. Los pocillos con cremas y afeites estaban listos, en retahíla y dispuestos. El gordo resopló, se movió como cachalote varado, siempre con los ojos clausurados. Tomó aire y continuó su perorata.
─Le avisé a mi vieja que venía para acá. Me dijo que tuviera cuidado, que podrías cortarme el cuello, pobre. No sabe que contigo estoy sano y salvo. Pero así es mi vieja, más corriente que las galletas de animalitos. Ella no es fina ni recatada, como yo. Pobre. Haberse casado conmigo fue lo mejor que le ha pasado en su vida, yo sé que le caí del cielo; justo lo que ella necesitaba para ser feliz.
Pausa breve.
─¿Una muela, dijiste?
Pablo movió la brocha y asentó. Ya iba a untar la espuma cuando le interrumpió.
─Debes tener cuidado. Mírame a mí, lleno de cabal salud ¿Y sabes por qué?, porque me cuido. Oye, ¿Por qué no vas a ver al dentista?
─¡Es verdad, chingado! ¿Cómo no lo había pensado antes? –dijo Pablo, sarcástico.
Vino un silencio largo. Pablo aplicó toallas tibias, húmedas, en el rostro del marrano. Luego de un rato, las retiró. Aplicó espuma. Esperó. Después de dos dolorosos suspiros arrancados por su muela, muy cerca del rostro del puerco, fue pasando la navaja de acero sueco, cortando todo vestigio de barba del amo y señor de los lugares comunes. Silencio en el local, y bruma en la mente del barbero que iba y venía sin sentido por un lado y otro.
El hombre retomó su bla, bla, bla, con los ojos cerrados, como tomaba muchas cosas en su vida.
─Ramírez no sabe la O por lo redondo, es un ignorante. Hoy conocerá la horma de su zapato. Temblará como lombriz, pero de nada le valdrá, porque esta vez el tiro le salió por la culata. Se irá sin pena ni gloria, que se olvide que estas puertas estaban abiertas de par en par, pues ahora estarán cerradas con llave y candado.
─¿Qué hay de mi dolor de muelas?
─Ah, no chingues, eso puede esperar.
─¿Esperar?
Pablo tomó otras toallas, de las más calientes y las colocó en cabeza, cuello y abdomen del redondo dueño. El otro protestó, manoteando, tratando de bajar del sillón.
En su mareo, Pablo no tenía claro si lo mejor era ahorcarlo, como lo sugirió la mujer, o utilizar la navaja para el degüello, pero por lo pronto esto de vaciar en la cara recipientes con lociones recargadas de alcohol y lanzarle lienzos calientes, fue todo lo que se le vino a la mente. Y salió. Fue por la calle, vacilante, llevando tras de sí los chillidos del cerdo comunista que se movía, tratando de incorporarse y bajar de su trono horizontal.
Pablo fue por la acera, sacudiéndose las tiras de la niebla de los medicamentos ingeridos y de su enojo; pensaba a lo lejos que debió haberle hecho caso a su mujer.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.