Pico de botella. Jaime González Crispín

Pico de botella

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Aquella noche de viernes terminó entre cartones de cerveza, queso menonita, bolsas de totopos y uno que otro cigarrito de los que dan risa. Concluimos, al fin, en la candidatura de David Sosa como el hombre para ocupar, próximamente, la secretaría general de nuestra delegación sindical, la de Tahoneros San Cristóbal.

Elegimos a Sosa a pesar de que lo que le dieron de lengua se lo quitaron de seso. Yo iba de su suplente en la planilla, a pesar mío. Terminada la reunión de planeación, casi a la media noche, emprendimos el regreso a nuestras casas. David, que se había dejado querer y brindado con casi todos, me pidió que lo acompañara en su auto para platicar “algunas cosas”. Yo accedí.

Abordamos su auto y nos dirigimos, según dijo, en busca de una gasolinera. En el camino destapó una botella de agua mineral y procedió a beber cortos tragos, a pico de botella. Luego extrajo de debajo de su asiento otra más, esta de brandy de veinte pesos y procedió, alternadamente, a beber de ambas, apoyadas entre su amplio abdomen y el volante del coche.

Fue lento sobre la avenida, guiando con los codos, dándose tiempo para beber y ubicar la barra de cambios. Una calle, otra. Yo sugerí el rumbo de una estación de servicio, pero él no me atendió, pues cantaba aquello de este es el corrido del caballo blanco.

Más delante, sin su atención, le dije en voz alta, que no mamara, que yo aquí me quedaba, pero el futuro delegado sindical no solo no me escuchó, sino que siguió bebiendo y manejando a paso de camello. Lento, borracho, pero eso sí, en total absurdo, respetando las luces de los semáforos y cuanta paleta con señal de Alto se atravesaba en el camino.

A poco, hizo un alto imprevisto y descendió. Yo lo vi salir y encaminarse hacia la parte de atrás del compacto. Bajé también, me arrimé, le agradecí con sarcasmo y hasta le menté su madre; como respuesta recibí un gruñido, el de su estómago que se vaciaba, incontrolado. Entonces lo medí, arqueado, gordo, bajo de estatura, mal fajado, con facha de albañil de tercera; noté su calvicie, miré sus ojillos llorosos cada vez que los dirigía al cielo, jalaba aire y volvía de nuevo al vómito. Su bocaza babeaba; en su camisa escurrían sustancias amarillentas y otras miserias muy de su propiedad.

Luego del trance, no pudiendo articular palabra, mal limpió su cara con ambos antebrazos, fue al auto, arrancó las llaves del encendido y me las arrojó, sin tino. Cambiamos posiciones, pero pronto descubrí la urgencia de combustible. Llegamos a una gasolinera en la que se despachaba hasta tarde. Apliqué el claxon, como se exigía en una cartulina, y alguien salió de por allá. Desde el asiento de copiloto, David le gritó al trasnochado despachador:

─Muévete, pendejo.

El otro no dijo nada, solo nos vio a la distancia de su refugio y regresó a su espacio de comodidad de donde había salido, apagando todas las luces de la Estación. Seguimos nuestra ruta, con poco gas y con el marrano pestilente sentado a mi diestra. Resolví llevarlo a su casa y de allá ver cómo me las arreglaba para ir a la mía.

Al paso de los minutos, con la zozobra del combustible escaso atravesamos calles, avenidas y callejones, tratando de llegar a la casa del deslenguado que ahora cabeceaba alternando topes con el tablero y su ventanilla. A paso lento, obligado por bollas y bordos, crucé frente al Cuartel de la zona militar. David se arrellanó en el asiento y pudo ver, muy cerca y a la mano, a los centinelas de la puerta de arco en cantera, a unos metros de su portezuela. El marrano bajó el vidrio, se acomodó cuanto pudo, tomó aire y gritó:

–Chinguen a su madre, pinches come de oquis.

Yo aceleré buscando salvar la situación, pero el auto, sin gas, no respondió. Un grupo de soldados nos cayeron, nos arrancaron del auto. A rastras nos llevaron al interior del Cuartel.

Sería una noche larga.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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