I Started de Joke
Por Gabriel Vega Real
Era el filo de los setentas. Arturo no era nuestro amigo; lo mataron después de tomar la escuela.
El Hilacho, el Tepchón y yo éramos inseparables. Si había que partir narices, las partíamos juntos, si íbamos al baño, orinábamos en la misma taza. Creo que perdimos la virginidad con la misma prostituta en Cuernavaca.
Merciria fue novia de los tres. Recuerdo que en una borrachera en Garibaldi la vi con su cara colorada. En esos tiempos el dinero escaseaba, para emborracharnos comprábamos del aguardiente más barato y lo toreábamos con chicle de menta; la combinación del dulce con el aguardiente era una bomba molotov. El Hilacho no se atrevía a hablarle; la veía muy alta para él. Tuve que intervenir, los obligué a que se besaran frente a mí. Después fueron inseparables. Bueno, la verdad es que los cuatro éramos como la mugre de la cocina. Cuando el Hilacho iba por cervezas, Merciria era un poquito mi novia; cuando nos separábamos de ella, el Tepachón era el novio en turno. Merciria no decía nada; era un secreto compartido. Todos sabíamos de su fidelidad y sus engaños. Nos era fiel, tan fiel que cuando se casó se dio tiempo para despedirse de los tres, pero no nos despedimos para siempre. Durante años el Hilacho siguió hablado de ella. Sentí remordimientos, creo que de verdad la amaba. Después conocimos a Reina y a Sandra; también fueron nuestras novias.
Con ellas era distinto, nos eran infieles; las dos tenían novio. Se casaron y nos olvidamos de ellas, pero Merciria sigue viviendo en nuestros recuerdos. Era la mujer perfecta para tres vagos como nosotros. Creo que ahora está divorciada, es una mujer de sociedad. La última vez que la vi no me atreví a hablarle, iba rodeada de guaruras.
Supimos que se llamaba Arturo en su velorio; le decían el Acapulco. La voz de Janis Joplin todavía rebotaba en las banquetas. México se volcó en las librerías para comprar la Constitución Política. Esta costumbre pronto se fue al basurero junto a la voz de La casa del sol naciente, que se escuchaba en La Universal, la cantina en donde se decidían las estrategias del Comité Estudiantil.
Hacía tiempo que planeábamos tomar la dirección de la preparatoria, el pretexto poco importaba. Todo empezó por un insignificante partido de básquetbol. Eran menos de las cinco de la tarde, en la rocola de La Universal retumbaba California Dreamin.
Dejé el morral en mi pupitre. No sabía si lo encontraría al regresar; un día antes, sin motivo aparente habían ametrallado la escuela. México hervía de los recuerdos del sesenta y ocho, entre las notas de Massiel y sus Rosas en el mar.
—La escuela está muy quieta, Arturo; vamos a tomarla—, yo tenía abrazada de la cintura a una de las chicas del comité estudiantil, la Guaymas.
—Está quieta porque quieren. Nomás díganme a quién corremos y armamos un desmadre —dejó el balón en el suelo, me dijo que le invitara un refresco. El sudor se le colgaba de la melena y tenía la playera pegada a sus escurridos huesos.
Yo sabía que Arturo estaba medio enamorado de la Guaymas, quería el refresco para reventármelo en la cabeza. A sugerencia del Hilacho, y por mera precaución, le invité uno con envase de cartón; el Tepachón cuidaba a nuestra novia, la tenía sentada en las piernas. I Started a Joke, sonaba una y otra vez en un carro estacionado afuera de la escuela.
Me quité la camisa. Mi cuerpo todavía no se llenaba de pelos y ni de grasa. Me arremangué los pantalones. El filo de la muerte nos pegaba en la espalda.
Tiré varias veces a la canasta. Arturo se sentó en el suelo. El Tepachón besaba a escondidas a nuestra novia y el Hilacho armó la retadora. El sol caminaba muy despacio. Media hora después, la escuela se llenaría de morrales, huaraches, pantalones acampanados y olor de marihuana en los pasillos.
Armamos dos equipos; el de Arturo y el nuestro. Merciria se desapareció con la Guaymas. Las encontramos hasta el otro día, en el velorio de Arturo. La sala estaba llena de ojos morados. Una manta del Comité cubría un ataúd de madera. El silencio gritaba consignas de protesta empujando las llamas de los cirios. Nos sentamos en un rincón. Mi cuerpo brincaba de frío. El Hilacho y el Tepachón me abrazaron, siempre me abrazaban cuando sentía frío. La primera en llegar fue la Guaymas; se me acurrucó en las piernas y dejó mi camisa embarrada de lágrimas de rímel. Me pidió que la besara; su saliva estaba seca y sabía a caja de muerto.
Estuve abrazado de la Guaymas hasta que llegó Merciria; se sentó en el suelo junto a nosotros y se levantó cuando llegó la mamá de Arturo. El presidente del Comité Estudiantil le entregó un bote con monedas y organizó la fila para darle el pésame. Fuimos los últimos en dárselo; no supe que decir: en estos casos el silencio es oro.
No pudimos anotar una sola canasta. La verdad, éramos bastante malos para el básquetbol. El Tepachón estaba furioso. Varias veces me dieron ganas de reventarle un codazo a Arturo, que se movía con una velocidad de anguila, pero nunca lo pude alcanzar. Cuando nos marcaron los veintiún puntos y nos preparábamos a darle paso a la retadora, nos dimos cuenta de que se habían ido. Seguimos jugando sin poder marcar un solo tanto. El Hilacho correteaba tras de nuestros contrincantes, pero no buscaba el balón, le quería romper la nariz al que alcanzara. Las carcajadas de Arturo nos desquiciaban; rebotaba el balón prácticamente en nuestras narices. Volaba por la cancha. A pesar de que era bastante corto de estatura y muy flaco, solo veíamos pasar su melena rubia, alborotada por el aire.
Por fin, después de mucho tiempo, logré tomar la pelota, pero no sabía qué hacer con ella. La boté tres veces; miré al Tepachón, quien tenía las manos en el estómago y al Hilacho que trataba de poner en orden los latidos de su corazón. Era tiempo de terminar el partido.
—Pinche Acapulco, te mueves más en la cancha que la Guaymas en la cama—. Vi que se le metía el demonio en la mirada. Me quiso tirar un golpe, pero a pesar de su agilidad lo pude esquivar. Se resbaló y cayó al piso. Al levantarse, me di cuenta de que en los pasillos se asomaban decenas de ojos rojos de estudiantes. Sin pensarlo le tiré el balón a la cara. La sangre se le embarró en el coraje que me tenía. En menos de un minuto, en el patio se desató la más grande batalla campal de la historia de la escuela. En las escaleras sonaron ejércitos de huaraches y de tenis Conversse. Se inició la batalla, en donde entre gritos, se oía el crujir de huesos rotos. Lo último que alcance a ver, antes de correr a la calle, fue a Arturo rompiéndole una botella en la cabeza al Kalimán, quien había sido novio de la Guaymas.
En la huida nos dimos cuenta de que habíamos dejado las playeras en el patio de la escuela. Los morrales no nos importaban, nuestros cuadernos estaban prácticamente nuevos; nunca los usamos. El Tepachón paró a tres estudiantes que huían de la revuelta. Les ordenó que nos entregaran sus camisas. La que me tocó era muy pequeña, las de ellos les nadaban. Nos refugiamos en La Universal, bebimos cerveza, mientras en la preparatoria seguían los golpes. Escuchamos To Love Somebody. Pusimos Higher and Higher hasta que nos hartamos. Después de tres cervezas, me reclamaron haberle dicho a Arturo que su novia era buena en la cama. Permanecimos en silencio.
—No es cierto, pero se lo merecía —dije, después de seleccionar Break on through en la rocola.
Escuchamos el chillido de las patrullas rodeando la escuela. No pagamos la cuenta, salimos corriendo entre carcajadas.
Dos meseros nos persiguieron. Si nos acercábamos a la escuela terminaría le persecución. En La Universal no se acostumbraban a las constates escapadas de los estudiantes.
Todavía se escuchaban gritos.
Nos acercamos a una distancia prudente. Queríamos estar lo suficientemente alejados de los meseros y de la revuelta de la prepa.
Arturo había aprovechado el zafarrancho para tomar las instalaciones de la escuela. El director estaba encerrado en su oficina, y varios maestros habían abandonado el plantel.
En un salón, miembros del comité estudiantil preparaban apuradamente el pliego petitorio. Eran las siete de la noche. Las torretas de las patrullas alumbraban el platel. Sus colores intermitentes presagiaban la desgracia.
Arturo, en señal de triunfo, se aferró de la reja de metal y trató de colocar una manta. Nadie pudo hacer nada. Dos personajes con aspecto de policías despojaron del camión a un recolector de basura. Se enfilaron a la puerta del plantel. Aceleraron. Arturo no vio, ondeaba la manta viendo a la Dirección, que estaba en el tercer piso. Derribaron la reja con el camión. Hasta nosotros se arrastró el sonido de huesos crujiendo. 96 Tears, se escuchaban en La Universal. La noche se volvió muda.
Caminamos por Avenida Revolución hasta que la cercanía de nuestras casas nos resucitó de los pensamientos que nos hacían agonizar.
—¿Cómo se dice, yo comencé la broma en inglés? —preguntó el Hilacho ya cerca de las nueve de la noche, cuando la avenida San Antonio se nos acercaba.
—No sé—, contestó el Tepachón vomitando las palabras.
—I Started a Joke —le dije. Y me volví a dormir en mis pisadas.
—Era la canción favorita del Acapulco. Era su canción. ¿Cómo dijiste que se dice?
—I Started a Joke.
Cuando metieron la caja de muerto en la carroza para regresar a Arturo a su tierra. Dejamos que El Hilacho y Merciria se abrazaran a escondidas. El frío me congeló las ganas de abrazarla. El Tepachón se desapareció por varios días. Pasé la noche en la Casa del Estudiante Sonorense con la Guaymas, quien al otro día se regresó a Sonora y nunca más supimos de ella. La escuela permaneció tomada mucho tiempo, pero no por la policía. Permaneció tomada por la figura escuálida de Arturo ondeando una manta con sus huesos aplastados.
I Started a Joke o 96 Tears.
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Gabriel Vega Real estudió relaciones comerciales en el Instituto Politécnico Nacional, trabajó en la Secretaría de Gobernación como ejecutivo de proyecto, estudió el diplomado en creación literaria en la Sogem en Querétaro. Ha publicado en diversas revistas y diarios culturales y en programas de radio. Ha publicado los libros Por amor al cimatario, libro colectivo), El vendedor de poemas, El bozal (colectivo), La mujer más bella del mundo, Héroes inconclusos y El inquisidor de la reina, entre otros. Es director del boletín literario El Bozal.