Gente civilizada. Karly S. Aguirre y Jesús Chávez Marín

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Foto Pedro Chacón

Al alimón

Gente civilizada

 

 

Por Karly S. Aguirre y Jesús Chávez Marín

 

 

León Rodríguez, un escritor cascarrabias al que todo el mundo estimaba, a pesar de su forma de ser tan directa y sarcástica de expresarse, anunció en su página de Facebook que en la próxima presentación de su novela no daría autógrafos, pues en la librería Infinito encontró libros de un colega suyo a cinco pesos, todos autografiados con dedicatorias muy personales. A León le dio pendiente que alguno de los suyos terminara en las mismas y por eso decidió que ya no firmaría ni medio autógrafo. Pero no contaba con que Yolanda Mendivil, su eterno amor de la Universidad, estaría presente y le pediría de la manera más cariñosa que le firmara su ejemplar. León no pudo negarse: en la portadilla escribió esta dedicatoria: “Para Yolanda siempre, este libro y yo”.

La frase le causó dificultades, pero no en las librerías de viejo sino en las redes sociales, porque su exnovia, con la que anduvo cuatro años y estuvieron a punto de casarse, publicó en Instagram una foto de la hoja con la dedicatoria. La bronca fue que Yolanda tenía un montón de contactos, porque publicaba recetas de cocina y videos de ella misma donde salía de cincuentona sexi cocinando, luciendo profundos escotes y audaces minifaldas.

La primera en chistar fue Mercedes, la segunda esposa de León, quien estalló en furia, pues sabía que él le guardaba amor a Yolanda desde la ya lejana juventud. El segundo reclamo provino de Ricardo, el esposo de Yolanda, que siempre estuvo celoso de León: Llegó encabronadísimo a la editorial donde trabajaba Rodríguez y pistola en mano le advirtió que no volviera a acercarse a su mujer.

A León le causo gracia la escena y su reacción dejó perplejo a Ricardo, quien no esperaba que León se riera a carcajadas en su cara en lugar de espantarse y rendirse.

—¿De qué te ríes, imbécil?

—Imbécil tu chingada madre, puto —le dijo, mientras le colocaba una patada en los testículos. Mientras el sujeto se revolcaba en el piso, con toda calma recogió León del piso el revólver 38 Remington, que había caído al piso, luego de deslizarse hasta la orilla del muro.

Ricardo tardó buen rato en reponerse, pero en cuanto se pudo levantar salió despavorido.

 

*

 

Yolanda y León habían sido la pareja del año en los setenta del siglo pasado. Les tocó en su plenitud la vida feliz de la revolución sexual, Los Beatles, la mariguana, el rock y sobre todo el reciente invento de la píldora anticonceptiva, un tiempo en que el Sida no existía más allá de las novelas de terror y ciencia ficción.

Yolanda amaba a León en todas las formas posibles en las que se puede amar a alguien: Lo que más amaba era tenerlo cerca, pues le daba confianza y besarlo significaba más que enlazar sus labios, pues incluso antes de llegar a tocarlos ella estaba ya perdida en su mirada que le hacía temblar todo el cuerpo; los besos de León siempre comenzaban siendo tiernos y suaves, pero pronto delataban sus ganas animales de querer hacerlo todo.

Para León, Yolanda era una diosa, una mujer espectacular en la que amaba sumergirse completamente. La sensualidad de ambos era de alto registro, pero solo entre ellos porque León antes había sido indiferente, casi frío, en los asuntos del amor y en cambio ella andaba ya de regreso, un poco amargada por haberse topado con puros bultos ansiosos y egoístas que ni entendían la sexualidad de las mujeres ni les importaba conocerla, solo buscaban el placer inmediato. Tan inmediato que diez minutos eran ya demasiado en el torpe conocimiento del propio cuerpo y el de la pareja.

En cambio, León examinaba el cuerpo de su novia con la curiosidad que lo habrían hecho los contemporáneos de Botticelli, sus besos eran como gasolina que la hacían sentir que se quemaba por dentro y sus manos fósforos que todo en ella incendiaban. Eran el romance idílico, se reían mucho cuando andaban juntos, leían los mismos libros, elegían entre los dos las mejores películas, no las aburridas europeas ni las que eran consideradas de arte, sino las producciones espectaculares, realizadas sin límite de presupuesto. Durante cuatro años fueron felices, tanto que ambos, cada quién por su lado, recordaban ese tiempo como el más pleno. Y sin embargo su relación se rompió de igual manera y en forma definitiva, hicieron vidas separadas, una viuda, un viudo. Inconsolables.

Ahora en ellos volvía a tomar fuerza el deseo y el amor que se habían guardado por tantos años. El timbre del celular distrajo a León de sus recuerdos, era Yolanda.

—León, supe que Ricardo fue a amedrentarte a la editorial. Si vieras qué vergüenza me da contigo, tú que has sido tan bueno y te has comportado como un caballero conmigo durante todos estos años —dijo con tantita pena.

—Fue un intento caricaturesco de amenaza. Me dio risa, parecía El Indio Fernández en los Estudios Churubusco, pero me hizo el día. Aprovechando la llamada ¿Te gustaría salir conmigo a La Central? Sería bueno ponernos al día.

—Por mí, encantada, pero la verdad le tengo miedo a Ricardo, no creo que me deje salir, siempre ha sido un celoso posesivo. Desde que encontró en mi libro de recetas un diario mío de cuando éramos novios, se ha vuelto muy inseguro, aunque lo comprendo un poco. Pongo en mi diario todo lo que hacíamos juntos, era para espantar a cualquiera.

—No entiendo cómo una mujer tan hermosa como tú sigue con un bárbaro como ese cavernícola de Western. Tú que desafías el discurso de Parménides que decía que lo único que no cambia es el cambio, tú no has cambiado en tantos años, o quizá sí, te has puesto aún más hermosa y, pues perdóname la vulgaridad: más buena —añadió él con sincera galantería.

—Bueno, es el padre de mis dos hijos y es un buen papá, me mantiene de todo a todo para que yo pueda dedicarme a ser estrella de televisión en esta ciudad donde en ese medio pagan una miseria. Pero tienes razón en una cosa: no tiene que darme permiso para mis cosas. Así que acepto.

El siguiente viernes se vieron a las cinco de la tarde en el bar La Central, que en el pasado fue la ferretería de los Fernández y que el nieto de la familia había convertido en los años recientes en un bar cómodo y discreto. Ella pidió una copa de vino y él una cerveza. Platicaron animadamente y con calidez, estaban tan felices que se olvidaron de la hora. Para las ocho de la noche ya estaban un poco ebrios, de vez en cuanto se daban rápidos besos aprovechando que el bar estaba casi vacío, desde el inicio se tomaron de la mano como dos enamorados. Ella fue la primera que a escondidas empezó a acariciar la pierna del hombre y entonces la mano de él también bajaba hasta las piernas femeninas, en caricias cada vez más audaces que la hacían respirar hondo.

Para las nueve Yolanda se sentía jovial, estaba tan excitada como hacía años no sentía. León pagó la cuenta y en el auto de Yolanda se fueron al Motel California, pues ese quedaba lejos de las avenidas principales donde Yolanda temía que alguno de sus muchos conocidos reconociera su automóvil. Al entrar se percataron del ambiente tan caliente del lugar que se orquestaba con una sinfonía de gemidos de placer provenientes de algunas de las habitaciones. Pagaron la habitación con Jacuzzi y ordenaron una botella de vino.

Fue como si el tiempo no hubiera pasado entre ellos, seguían sincronizados en la danza suave y feroz que compartían desde hace años, el deseo estaba intacto y la energía de ambos, a pesar de los años, seguía siendo frenética. Yolanda sentía que no había hecho el amor en años, desde que se había separado de León. En aquel hotel en decadencia, amor fue consumado.

Dos horas después, Yolanda fue a llevar a León y regresó a su casa a deshoras de la noche. El tiempo había flotado sin sentir y de golpe se daba cuenta de la hora: las 12 de la noche como en el cuento de Cenicienta, pero en lugar de su hada madrina lo esperaba su marido, que para esas horas estaría travestido en ogro, esta vez en su modalidad de compañero virtuoso y calmadito:

―Por favor no me digas nada, Yolanda. No quiero imaginar de dónde vienes a estas horas y borracha. Mañana hablamos, entra y duérmete ―dijo Ricardo con tratando de fingir serenidad, pero con ojos frenéticos.

―Pues fíjate que no me da la gana dormir. Tampoco te voy a decir nada, si no quieres. Y no te tienes qué esperar hasta mañana, habla lo que quieras, que al fin ni sueño tengo ―respondió Yolanda, quien pasó en un minuto del temor a la furia al oír que el otro le daba órdenes a lo pendejo.

—Pues sí. Ya sé que andabas de piruja con León; eres una zorra. Bien me lo decía mi familia que tenías fama de ramera y no se equivocaron. Debería darte vergüenza a tus años andar de puta. Te he dado todo lo que has querido, esta casa, tus autos de lujo, la remodelación de la cocina para que pudieras hacer tus patéticos videos de cocina. ¿Así me lo agradeces?

—Ay, por favor, Ricardo. Me has dado uno que otro lujo, pero a qué costo. He soportado a tus amantes durante tantos años ¿o a poco pensaste que no me daba cuenta de que desde recién casados te acostabas con Myrna, mi mejor amiga? ¿O que era tan tonta para no darme cuenta de que tenías romances ridículos con tus secretarias veinteañeras? Al menos debiste ser menos predecible. Eres el hombre más aburrido con el que he me he acostado, fíjate. Si sigo en este matrimonio es por nuestros hijos, pero eres un hombre despreciable, apático, rígido, controlador. El que debería estar agradecido eres tú, que estoy contigo a pesar de que eres tan pendejo, machín de pacotilla.

Yolanda jamás en todos los años de matrimonio le había hablado así a su esposo. Estaba convencida de que a pesar de todo ambos formaban un buen equipo en la crianza de los hijos y en la empresa conyugal de forjar un buen patrimonio común. Ella trabajando duro en la casa, un oasis de limpieza y buena alimentación, él en su trabajo donde ganaba buen dinero. Pero la actitud soberbia de su marido al recibirla esa noche con el autoritarismo de siempre, con insultos vulgares que nunca había acostumbrado y hasta echándole en cara que la había mantenido como si todo el trabajo de ella no valiera ni un gramo de aprecio, hizo que se reventara el dique de su prudencia y le respondiera en un tono tan violento del que ella misma estaba sorprendida.

—Pues si no me soportas, lárgate de mi casa. Vete con el pendejo de León, a ver si él puede darte lo que yo te he dado. Estoy seguro de que ni en mil vidas el pobretón ese va a poder tener lo que yo tengo.

—¿Y de qué te sirve pararte el cuello diciendo que ganas mucho dinero, si lo tiras a la basura con tus amigos borrachos cada fin de semana? Serás un hombre trabajador, más no uno inteligente.

—Está bien, Yolanda. Vamos a pararle aquí, ya nos estamos ofendiendo como nunca. Te propongo que mañana hablemos de todo esto —dijo el hombre, un tanto humillado, un tanto enojado, pero eso sí, precavido porque la discusión estaba tomando cauces muy peligrosos para su estabilidad mental y conyugal.

—Está bien —dijo ella, y bruscamente subió a la recámara, dio un portazo al que no le cabía ninguna brizna de conciliación amatoria, al menos por esa noche.

 

*

 

A pesar de tantos dimes y diretes, de tanta adversidad entre ellos, pudiera decirse que de tanto odio desatado, el divorcio de Yolanda y Ricardo fue un buen arreglo para ambos. Tanto él como ella eran buenas personas, educados por familias bien integradas y los dos querían mucho a sus hijos.

Acordaron que la relación sería de cariño y respeto, por salud mental de todos, no era nada muy distinto a su convivencia familiar. Ahora los uniría un lazó más fuerte que una amistad convencional, los unía un lazo de sangre.

Ricardo al divorciarse se fue a vivir a una casa en San Felipe con una joven mujer que conoció en Tinder, pues él se aferraba a su juventud a toda costa. Yolanda, por su parte, vivió plácidamente en la casa que Ricardo amablemente le cedió. Mantuvo con León una especie de amor de ida y vuelta, con lo cual todos fueron felices, como personas civilizadas.

 

 

 

 

Karla Ivonne Sánchez Aguirre estudió en el bachillerato de artes y humanidades Cedart David Alfaro Siqueiros, donde estuvo en el especifico de literatura. Actualmente estudia letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH y publica cuentos en redes sociales.

Jesús Chávez Marín es editor de Estilo Mápula revista de literatura.

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