El vendedor de poemas. Gabriel Vega Real

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El vendedor de poemas

 

 

Por Gabriel Vega Real

 

 

―Si no te funcionan los remedios, en tres meses vas a estar muerto para siempre.

El poeta miró al galeno con aire retador, aunque sabía que su enfermedad no era cualquier cosa. Por algún lado oyó que el mal de la leche acabó con la vida de muchos personajes, incluso sabía que el padre de uno de los presidentes de los Estados Unidos murió de este mal, reservado para personas prominentes. Contrario a lo que el curandero esperaba, en la cara del poeta se dibujó una sonrisa de satisfacción. Pensó que morirse, aunque fuera nada más por un rato, convencería a toda la gente que su obra era inmortal.

Algunos de sus autores favoritos encontraron la gloria después de fallecidos. Pero para su desgracia estaba vivo. Antes de que mis patas dejen de obedecerme, tengo que encontrar a quién dictarle mis poemas. No saber leer, lo que no fue obstáculo para declamar sus versos en La piquera del Bohemio, situada en el centro de La Inspiración del Niño Dios, un pueblo que eructa calor por todas partes, y sus tierras huelen la caliche.

Su recitador favorito era Facundo Aparicio, un indio otomí que se auto desterró de un pueblo de Hidalgo, pero nunca dijo de cuál era, ni cuáles fueron sus motivos. A juzgar por su apariencia, debió haber sido un maestro rural o algún escribano de los picudos. A lo mejor fue pregonero, pensaba el poeta. Nadie platicaba los poemas como él. Facundo tenía la voz que al poeta le gustaba: ronca, con gesto de autoridad. Les daba énfasis a las palabras, las venas se le saltaban cuando el cabrón, bien dicho, brotaba de su garganta. Quién mejor que Facundo para dictarle sus poemas. Tres meses eran suficientes. Si se había de morir, lo mejor era empezar.

 

*

 

—Buenas tardes, Facundo, qué bueno encontrarte, sobre todo si te ando buscando, ―dijo el poeta cuando vio venir a Facundo.

—Así, es mi querido poeta. Es bueno encontrar un amigo, sobre todo cuando uno anda encaramándose en la vida con puro desconocido ―contestó Facundo―. ¿Traes algo nuevo? ―agregó, espantándose el polvo que se levantó del suelo cuando los vientos de las seis de la tarde despertaron a los moscos y los hombres se apuraban a remojar los calores con una cerveza bien helada en la piquera El Bohemio, donde el poeta cobraba dos pesos por declamar un poema.

—Pues, nuevo… lo que se dice nuevo, no. Pero me dijo el doctor que tengo el mal de la leche, y que me quedan nomas tres meses para seguir diciendo mis poemas. Pero ya no los quiero decir. Mejor dicho, quiero que me los escribas.

—A Dio. ¿Y qué es eso del mal de la leche?

—Es un mal que nomas mata a gente importante. De esta enfermedad se murió el jefe de uno de los presidentes del país de los gabachos. ¿Cómo lo ves? ―dijo el poeta con las manos bien aferradas al libro de El Quijote, que a últimas fechas no había encontrado quién leyera.

—¿Y para qué quieres que te los escriba?

—Pos para no morirme todo ―contestó el poeta agarrando camino a la piquera, con la cara hinchada qué presagiaba sus prisas por morirse.

 

*

 

La noticia de la muerte del poeta se regó en el pueblo como polvo de febrero. La piquera estaba atiborrada de sombreros de paja que aplastaban el cabello de 137 hombres de campo que lo esperaban. El único que faltó fue el comisario, que a últimas fechas andaba resentido con él. Su coraje estaba bien justificado: el poeta se negó a declamar algunos versos al cumplirse 120 años de la fundación del caserío de la Inspiración del Niño Dios, pero la muina era compartida. El poeta escuchó la negativa del funcionario rural con la cara atolondrada: Las arcas están bien jodidas, esos mil pesos que quieres dizque para publicar tu libro, mejor los uso para darle mantenimiento al pozo. Quién carajos va a querer un pinche libro, cuando lo que necesitan es tragar.

En el caserío se organizaron rezos de velorio, los novenarios se empezaron antes de la presagiada muerte del poeta, los niños jugaban escondidillas en la fosa donde irían a parar sus restos. Desde antes que el poeta se encontrara con Facundo Aparicio, el recitador de poemas, el galeno ya se había encargado de sembrar la noticia, que en menos de dos horas se metió en todas las casas. Decía que prontito tendrían un suceso para matar el aburrimiento. “El poeta tiene el mal de la leche. De eso ni el más chingón se salva.”

 

*

 

—Escríbale, mi Facundo.

Los versos brotaron serenos de la boca del poeta. Facundo escribió con reposo. Los 137 hombres del ejido lo escuchaban con respeto, sabedores que oían sus últimas palabras. Afuera de la piquera, las mujeres organizaron rezos que duraron hasta que el gallo se espantó los corucos con su grito. Los niños jugaron al bote volado toda la noche, mientras el comisario aprovechó para darle el pésame por anticipado a la mujer del bardo, entre tragos de aguardiente y soplidos en la oreja.

Después de ocho días, solo quedaron en la piquera Facundo y el poeta, el aguardiente se acabó. La gente se organizó en tandas de diez para velar el muerto que estaba por venir. El tiempo apremiaba, el manuscrito debería estar listo para ser llevado a la imprenta, la presentación de la obra urgía. Pero había un gran inconveniente, se necesitaba dinero para la impresión. La cara del poeta cada momento se inflaba más, y había otro problema: se agotaron las cervezas. Las últimas que se bebieron los dolientes estaban hirviendo como te de manzanilla y tenían el sabor de los olores del zorrillo.

El poeta estaba exhausto, en ocho días desparramó todo su talento. Sin despedirse, agarró camino hacia la capital de la república con el manuscrito y los trescientos pesos recolectados por su mujer antes de dirigirse a la comisaría para que el enemigo de su esposo les plugar sus pesares.

Le urgía morirse, pero primero debía publicar su obra maestra. Permaneció afuera de Los Pinos exigiéndole al mismísimo presidente de la república que le diera los mil pesos. En un lapso de dos meses con tres semanas, únicamente se ocupó de cuidar el manuscrito con sus poemas. Estaba consciente que en cualquier momento sucedería lo inevitable.

Antes de cualquier otra cosa compró una veladora para encenderla en cuanto la muerte lo alcanzara. Se dedicó una letanía todas las noches y rezó un rosario cada hora hasta que el sueño le ganaba. Finalmente, los guardias de la residencia oficial se cooperaron para darle los mil pesos. Con la cabeza hinchada entregó los manuscritos en la imprenta. Una semana después recibió trescientos ejemplares. Regresó a La Inspiración del Niño Dios con su obra maestra bajo el brazo, un montón de cajas de cartón y la cara bien brillosa de lo hinchada.

Su mujer fue quien consiguió la cancha de baloncesto para la presentación de sus inspiraciones. La cara estaba más inflada todavía. Dijo su mujer que llegó casi muerto. Este comentario animó a la gente, que pensaba que la muerte le llegaría justo cuando el presentador leyera uno de sus poemas, pero al poeta ya no le urgía morirse, le pidió a Facundo que empezara la presentación con la “Oda por una muerte pregonada” y dijo:

―Le gané la batalla a la enfermedad de los chingones, sin probar los remedios del galeno.

En ese momento sus paisanos se retiraron a la piquera, decepcionados. Los chamacos fueron a jugar burro castigado y las mujeres a calentar la cama para cuando sus hombres se cansaran de marearse de aguardiente.

―Oda por una muerte pregonada ―dijo Facundo con su voz ronca a la cancha sin sombreros.

La cabeza del poeta estalló manchando las sillas vacías con pedazos de su inspiración.

―El poeta no murió de la enfermedad de los chingones, nomás le estalló la cabeza de tanto pensar ―dijo Facundo Aparicio en el teatro de las Bellas Artes en la capital de la república cuando presentó su libro El vendedor de poemas ante la élite cultural de la república.

El escritor Facundo Aparicio se dirigió a firmar mil quinientos libros, empezando con el que me dedicó. En el recinto solo Facundo y yo conocíamos a Miguel Cervantes, el poeta, nativo de la Inspiración del Niño Dios y admirador de su tocayo, el autor de El Quijote de la Mancha.

 

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ojosparaleer.blogspot.com

 

 

 

 

Gabriel Vega Real estudió relaciones comerciales en el Instituto Politécnico Nacional, trabajó en la Secretaría de Gobernación como ejecutivo de proyecto, estudió el diplomado en creación literaria en la Sogem en Querétaro. Ha publicado en diversas revistas y diarios culturales y en programas de radio. Ha publicado los libros Por amor al cimatario, libro colectivo), El vendedor de poemas, El bozal (colectivo), La mujer más bella del mundo, Héroes inconclusos y El inquisidor de la reina, entre otros. Es director del boletín literario El Bozal.

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