Patito. Jaime González Crispín

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Patito

 

 

Por Jaime González Crispín

      

 

Cuando tu abuela Patricia se casó con Juan H. Oviedo, tu abuelo, al hombre le cambió la vida entera, no solo porque tu abuela fuera alguien especial, que al último sí lo era, cuanto por el matrimonio en sí y las circunstancias que lo rodearon.

Porque Oviedo, una vez casado, continuó con su vida en el taller de reparación de maquinaria pesada, heredado del padre, viejo español con sangre catalana a quien le jodía que le recordaran su origen. También le heredó la desaforada costumbre de comer pan negro con rajas de queso añejo y vino tinto. No, no una hogaza ni dos ni tres, sino hasta cinco, y no una botella o dos, sino hasta un odre mayor. Otra joya había en la vida de Oviedo que lo encumbraba: su desmedida afición por las carreras de caballos. A todas esas gracias y calamidades, Oviedo agregaba la del amor desmedido que sentía por tu abuela Patricia.

Su afición casi religiosa a las carreras de caballos los llevó, a él y a tu abuela, a asistir a carreras no solo al Hipódromo de las Américas, en México, capital, sino a otros de importancia mayor, aun en el extranjero. Tu abuela Patricia supo, desde el noviazgo, de la afición a las carreras del futuro marido. Poco en serio, mucho en broma, tu abuela solía llamarlo «El tío Juan», nombre de un caballo al que hasta le hicieron un corrido que aun rueda por ahí.

Todos los excesos son malos, eso se sabe. Y si los caballos no le metieron ruido a la abuela en el matrimonio, el exceso de panes, queso y vino tinto, sí.  Muy pronto el Ecuador del hombre le creció y creció y creció. Los problemas por la excesiva ingesta de lácteos y otras talegas, heredadas del padre, como ya se dijo, le hicieron ir a menudo al doctor. Vinieron luego las mil y una sugerencias de dietas tan variadas como absurdas. A unas y a otras, Juan H. Oviedo las mandó a la madre… patria, apenas se veía frente a cualquier chorizo u otro embutido.

Fueron los tiempos en que Patricia se convirtió no solo en la esposa complaciente, sino en su enfermera de cuidados intensivos. Amorosa, la abuela lo cuidaba con esmero y atingencia. El otro, fiel y amoroso, se dejaba querer.

─Tus yerbas, equino, ─le anunciaba la mujer a la hora de servirle de comer, en atención a cualquiera de las dietas de fracaso. “Patito”, en lugar de Patricia, le llamaba siempre. Muy en lo privado y nunca en lo público la llamaba Patito, así, en lugar de Patricia.

 

La suma de los años, el nacimiento de los hijos y la vida misma, hicieron del de ellos un matrimonio feliz, con altas y bajas, como todos en el mundo. Pero al hombre las yerbas y las dietas fallidas no le alcanzaron para mucho, ni visitas a doctores y más doctores. Al fin, cuando le llegó la hora de su muerte, tu abuela lo despidió con serenidad.

Tu abuela lo recordaba con todo, pero más con aquello de Patito, en vez de Patricia. Una vez, entre medidas sesiones de queso y vino, la mujer, entre ebria y triste me lo confió.

Once años después de la muerte de Juan Humberto Oviedo, tu abuela se volvió a fijar en otro hombre: En mí.

 

Nota: Sé que sigues yendo a tus terapias con el sicólogo. Muy bien, Rebeca. Es bueno para ti y para mí.

Y, como ya te dije, con la abuela no todo es sexo.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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