Helechos. Jaime González Crispín

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Helechos

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Atravesé media ciudad para llegar a la casa donde había vivido la abuela. Iba apresurado, con una bolsa de alpiste en una mano y las llaves en la otra. Apenas llegué, aparté una llave del resto, la metí en el cerrojo y abrí. Pero la puerta cedió, es decir, estaba cerrado, pero no con llave.

Por órdenes de mi padre, cada uno de los tres nietos debíamos ir por una semana a casa de la abuela a comprobar que todo estuviera en orden, cambiar el agua y el alpiste a los canarios, regar las macetas, pasar un trapo y limpiar por ahí y por allá. Concluida la tarea, cerrar la casa con llave y volver a la nuestra. Esa fue la orden. Mis otros dos hermanos ya habían cumplido su semana. Yo, el nieto más distraído, siempre señalado por el dedo arrugado de la abuela recién muerta, iba por mi primera jornada.

Entré a la casa, cauteloso. Supuse que tal vez mi hermano no había cerrado bien. O que alguien estaba dentro. Caminé viendo a todos lados. Llegué hasta el sillón del abuelo, cubierto aun por el sarape verde con el que él, militar retirado, se cubrió las piernas hasta su muerte, en febrero pasado. La abuela lo siguió, seis meses después.

Me dirigí receloso hasta el baño que aún olía a pinol y a viejo. Revisé. Nada. Avancé paso a paso hasta las recámaras. Nada. Ya más tranquilo, fui hasta la sala en donde se ubican la televisión, un modular y el cesto de tejidos de la abuela. Todo estaba bien, al parecer.

Fui a la cocina. El ronroneo del refrigerador continuaba como si nada. Las frutas, verduras, leche y demás que ahí se guardaba, había sido otra absurda orden de mi padre: “Por si un día vuelven los viejos”, bromeó. Me serví a gusto: tazón, cuchara, cereal, leche, plátano, galletas. Mientras comía, masticando mal, de pie, bailaba con movimientos de loco. Al terminar mi desordenado desayuno, a chorro de agua lavé tazón y cuchara. Humedecí y exprimí un trapo de cocina y me dispuse a limpiar.

Entonces escuché la voz.

Era como un susurro. Tarareaba. Me quedé seco, con el trapo entre los dedos. Con miedo, ubicaba el canto por un rumbo, luego por otro y por otro. Me dije que no le sacara, que todo era mi imaginación. Seguí la tarea de limpieza, pensando en hacerlo muy pero muy bien, recordando lo que abuela me diría, si aún viviera: “Ya conozco tus limpiados, mocoso inútil”.

Pero la vocecilla volvió.

Ya no tuve dudas. El canto venía del corredor de las jaulas de los canarios y de las macetas de helechos. Mi miedo acomodaba las situaciones a contentillo. “Seguro es mi padre, o mi madre, que han venido pensando que yo no lo haría”. Me defendía creyendo que, pese a todo, la abuela sí me había querido, por algo me regaló una pelota con el escudo del PRI. Aunque en mi contra estaba lo de su gato perdido, y lo de su trenza trasquilada por mí, aquella vez, cuando ella dormía.

Paralizado, escuché la voz tras los cristales de la puerta del corredor. Intenté moverme un par de metros, pero no pude. El ruido de un chorro de agua llenando una cubeta me llegó, pleno. Alguien vaciaba agua sobre los tiestos de helechos, geranios y rosales. A poco se escuchó el aleteo nervioso de los canarios enjaulados. Alguien metía su mano, seguro para retirar recipientes y cambiar agua y alpiste.

El tarareo, si bien se cortaba, lo hacía solo por segundos. Mis esfínteres estaban sueltos. El cereal recién ingerido amenazaba con salirse por las orejas o por cualquier otro hoyo. Al fin pude caminar hasta la puerta del corredor.

Recordaba a girones que, cuando la abuela murió, en pleno velorio, papá me hizo leer un documento que ella misma escribió para el efecto. Según mi madre, abuela había pedido que yo leyera. Entre otras cosas, la abuela exigía que se la sepultara lejos del marido; que no dejaran de atender sus canarios y sus macetas, so pena de venir ella misma a hacerlo; exigía, además, que se la sepultara con el chaquetón militar del esposo. Todo se le había cumplido, bien que mal.

Parado ante la puerta, a través del añoso vidrio pude ver la silueta de alguien que se movía regando las plantas. Ya no tenía duda, era la abuela y su figura encorvada. Sacudió sus pies contra el piso. Tosió. Se encaminó hacia la puerta que nos separaba. Abrió. Me sacó la vuelta. Cruzó la sala, abotonando la vieja chaqueta militar con que fue sepultada. Se encaminó a la puerta de la calle y me dijo, sin voltear a verme:

─ ¡Cierra bien cuando te vayas, muchacho inútil!

Seguro dijo otras cosas, pero para entonces ya estaba yo sin sentido, desmayado.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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