Jueves. Marco Benavides

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Jueves

 

 

Por Marco Benavides

 

 

Era un jueves, un día pesado, como si cargara el peso de cada momento que pasa. La lluvia caía en gruesas cortinas, empapando la avenida y transformando la calle familiar en un paisaje de charcos relucientes. Era el tipo de día en el que el mundo parece más callado, amortiguado por el constante golpeteo de las gotas, donde las pisadas desaparecen en el sonido de la tormenta y donde los pensamientos se quedan más tiempo en la quietud del aire.

Al entrar desde la lluvia, sacudiendo las gotas del abrigo, juraría haber escuchado tu voz. Era suave, tal como solías hablar. Lo suficientemente baja como para hacerme detener. El eco de tus palabras siempre había estado conmigo, pero esta vez había algo más. Era como si estuvieras allí, justo detrás, lo suficientemente cerca como para que te sintiera, pero demasiado lejos para alcanzarte. Me di la vuelta, claro, esperando algún rastro de ti, pero la habitación estaba vacía.

Encendí las luces, luego el televisor, luego el radio. De alguna manera, esperaba que uno de ellos pudiera ahogar el vacío. Pero ningún sonido, ninguna noticia, ninguna canción al azar en la radio podía llenar el espacio que ahora parecía tan vasto. El fantasma de ti persistía, una presencia constante de la que no podía deshacerme. ¿Y el mundo ordinario que alguna vez conocimos? Parecía haberse deslizado entre mis dedos hace mucho tiempo, dejando solo recuerdos dispersos.

Me senté, sintiendo el peso de la pregunta que me había atormentado durante semanas. ¿Qué había pasado con todo? ¿A dónde se fue todo ‒las risas, la calidez, esa sensación de hogar que solía abrazarnos tan fácilmente? Casi podía escuchar a los demás decirlo: “Loco”, susurrarían, “Es solo la vida. Estas cosas pasan.” Pero eso no era suficiente. No era solo “la vida”. Era la vida que habíamos construido juntos, la vida que en un momento parecía tan sólida, tan inquebrantable como si nada pudiera desgarrarla.

Pero ahí estaba yo, sentado en medio de lo que se había convertido en un vacío, la vida que una vez reconocí se había desvanecido en algún lugar lejano, como un sueño olvidado. Y sin embargo, en ese mismo momento sentí algo moverse dentro de mí. Una determinación ‒no, no era exactamente determinación‒ una tranquila resolución. No lloraría por lo que se había perdido. No podía permitírmelo. Todavía había un mundo ordinario allá afuera, en algún lugar, y tenía que encontrarlo de nuevo. De alguna manera tenía que sobrevivir.

Pero ¿qué nos había llevado aquí, a este punto en el que incluso el orgullo, nuestra caída, parecía un recuerdo lejano? Lo recuerdo tan claramente, ese día en que me miraste a los ojos y dijiste: “El orgullo nos va a separar.” Y lo hizo. Por un tiempo, ambos nos aferramos a él, a ese sentido feroz de uno mismo que hacía que el compromiso se sintiera como una derrota. Pero el orgullo eventualmente se fue; tal vez se desvaneció en el mismo lugar donde nuestra conexión una vez floreció. Tú también te fuiste. No te culpo; tal vez debí haber huido contigo, cruzando esos tejados hacia lo desconocido. Pero me dejaste aquí, solo en el vacío de mi corazón, un espacio hueco donde una vez hubo calidez.

Me he preguntado desde entonces, ¿qué me pasó? ¿Qué le pasó a la persona que solía ser, la persona que era cuando tú estabas cerca? Es fácil descartarlo, llamarlo locura, decir: “Loco, algunos dirían.” Pero no estaba loco, ¿verdad? Estaba perdido. Perdido en un mundo que ya no se sentía familiar. Perdido en un momento en el que la persona que más necesitaba ‒mi amiga, mi confidente‒ se había deslizado lejos, dejando solo vagos recuerdos para hacerme compañía.

Te habías ido. Tenía que aceptarlo. Y en tu ausencia, los días se sentían más pesados, como si intentaran arrastrarme, más profundo en el dolor de perderte a ti y la vida que habíamos conocido. Pero tomé una decisión, tal vez la única que realmente importaba: no lloraría por ayer. Ayer se había ido, y ninguna cantidad de lágrimas o arrepentimiento lo traería de vuelta. Lo que tenía que hacer era encontrar ese mundo ordinario de nuevo. No sería el mismo, lo sabía. Pero tenía que aprender a navegarlo, a sobrevivir en esta nueva realidad que se sentía tan extraña.

Los periódicos, apilados al borde del camino mientras caminaba, estaban llenos de historias de sufrimiento, codicia y miedo, ecos de un mundo mucho más caótico y problemático que el que alguna vez conocí. Sentía como si todos estuvieran luchando sus propias batallas, perdidos en sus propias guerras personales, tanto santas como mundanas. Y en medio de todo eso, mi propio dolor se sentía pequeño. Insignificante, incluso. Una pequeña charla apenada en un mundo lleno de un dolor. Pero eso no lo hacía menos real para mí.

Hubo un tiempo en el que todo parecía tan simple, tan claro. Pasión o coincidencia ‒¿quién sabe cuál?‒ nos había unido. Tuvimos momentos en los que nos sentimos invencibles, ¿no es así? Pero el orgullo ‒siempre el orgullo‒se interpuso entre nosotros, desgarrando las costuras hasta que quedamos parados en lados opuestos de un abismo que no podíamos cruzar. Incluso cuando el orgullo se fue, había demasiada distancia, demasiada historia, y demasiado silencio.

Ahora aquí estoy, caminando por las calles empapadas de lluvia de un mundo que se siente extraño. Buscando. Siempre buscando ese mundo ordinario, el lugar donde todo vuelva a tener sentido, donde pueda despertar por la mañana y tener una sensación de paz, una sensación de pertenencia. Aún no estoy allí. Lo sé. Pero estoy intentándolo, y eso es todo lo que puedo hacer. La vida que tuve se ha ido, pero yo sigo aquí. Y de alguna manera, eso es suficiente. Porque al sobrevivir estoy aprendiendo, poco a poco, tal vez dolorosamente, pero con seguridad de que la vida avanza, esté yo preparado para ello o no.

Y así, sigo caminando. Cada paso me acerca un poco más a algo, aunque no sé exactamente qué es. Tal vez sea paz. Tal vez sea cierre. Tal vez sea solo aceptación. Lo que sea, es algo que me toca encontrar, y lo encontraré.

Al final, no se trata de llorar por lo que se perdió, sino de abrazar lo que queda. El mundo no es perfecto ‒nunca lo fue. Siempre habrá sufrimiento, miedo y codicia. Pero en algún lugar, en medio de todo ese caos, hay un mundo ordinario esperándome, un mundo donde pueda volver a vivir. Puede que no sea el mismo de antes, pero está bien. Porque en este nuevo mundo, aprenderé a sobrevivir.

 

20 septiembre 2024

 

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drbenavides@medmultilingua.com

 

 

 

Marco Vinicio Benavides Sánchez es médico cirujano y partero por la Universidad Autónoma de Chihuahua; título en cirugía general por la Universidad Autónoma de Coahuila; entrenamiento clínico en servicio en trasplante de órganos y tejidos en la Universität Innsbruck, el Hospital Universitario en Austria, y en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Ha trabajado en el Instituto Mexicano del Seguro Social como médico general, cirujano general y cirujano de trasplante, y también fue jefe del Departamento de Cirugía General, coordinador clínico y subdirector médico. Actualmente jubilado por años de servicio. Autor y coautor de artículos médicos en trasplante renal e inmunosupresión. Experiencia académica como profesor de cirugía en la Universidad Autónoma de Chihuahua; profesor de anatomía y fisiología en la Universidad de Durango. Actualmente, investiga sobre inteligencia artificial en medicina. Es autor y editor de la revista web Med Multilingua.

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