El cuento de los apaches
Por Alberto Heredia Castillo
Mis ancestros mestizos vivieron en lo que hoy se llama La Mesa de Aldama allá por mediados del siglo XIX. Los Vargas tenían tierras de labor cerca del río Chuvíscar, que corría apacible hasta llegar al Conchos y luego de formar el Cañón del Pegüis y llegar al Bravo. También se refrescaban con los álamos y los alisos del Bosque que aún se conserva por Calera y al pie de la mesa.
Ellos con sus familias, criaban ganado bovino, ovino y caprino que conducían a pastar a la llanura que llegaba hasta San Jerónimo; tenían buenas cabalgaduras y eran buenos tiradores, porque había que defenderse de los apaches y demás grupos indígenas de la región.
Los jóvenes aprendían tempranamente a cabalgar y a tirar con rifle y pistola, los niños querían crecer para hacer lo mismo. Las mujeres, como todas las de la época, aprendían desde niñas las labores de la casa, a cocinar, a coser, a cuidar gallinas, pavos y marranos; a cultivar el huerto donde cosechaban las legumbres, los frutos que les daban el sabor y los embasados para el invierno que era extremoso como lo era el verano.
Llovía durante algunos meses del verano y parte del invierno, a veces nevaba copiosamente y servía para matar las plagas y preparar las tierras al barbecho y la siembra de primavera.
La tía Chalía era la decana de las mujeres de la familia. Visitaba las casas, no muy lejanas unas de otras, para platicar y enseñar las costumbres y los rezos que les habían conservado durante muchas décadas. Unas dos veces al año iban a Santa Anna cuando algún sacerdote mandaba avisar que estaría realizando confesiones, bautizos, matrimonios y misas durante una o dos semanas.
Chalía no se casó, pero ayudó a criar a los sobrinos y a los hijos que estos tuvieron durante su larga vida. Eran siete familias que vivían cerca unas de otras y sus vecinos eran pocos, algunos emigraban a San Jerónimo y no pocos a Chihuahua.
José, Alberto, Eduardo, Miguel, Delfino, Bertha, Refugio, Benita, Luz, Calletano, eran algunos de los sobrinos que formaron familia, hubo otros que como ella no se casaron y vivieron solos en familia, ayudando en todo. Don Lupe fue quizá el más joven de todos los hermanos, lo conocí ya muy anciano en casa de una tía, platicaban de él que comía poco y bebía solo agua, se aseaba con agua y aceite. Que una vez fue mordido por una serpiente y se curó a sí mismo con pencas de nopal que ponía en las brasas.
En una ocasión nos platicó el cuento de los apaches.
Su tía Chalía se encontraba casi sola en la casa de unos sobrinos, y como estaba cerca la Navidad, hacía buñuelos para cuando llegaran los trabajadores a cenar. Cerca había un asentamiento apache y de vez en cuando iban los indios a intercambiar mercancías por pieles y otras cosas, pero otras iban a ver qué podían robarse de las casas.
Esa tarde llegaron tres adolescentes que vagaban en busca de algo para llevar a su asentamiento. Mientras dos de ellos buscaban en los corrales, otro se acercó a la casa y preguntó por la ventana apenas asomándose, porque estaban altas, que si ya estaban los buñuelos: ellos sabían que en esa época las mujeres los cocinaban y a veces les intercambiaban.
Chalía le contestó que esperara un rato y cuando ella le dijera, se asomara. Al mucho rato le habló y el apache se asomó por la ventana, pero en lugar de buñuelos, recibió un baño de aceite hirviendo en su cara. Sus gritos espantaron a los otros dos que ya cargaban con un borrego y fueron a ver lo que sucedía. Su compañero se revolcaba y casi se paraba con la cabeza en el suelo gritando horriblemente hasta de quedó inmóvil. Los muchachos huyeron dejando el borrego en el lugar y diciendo que la bruja había hechizado y matado a su amigo. Cuando llegaron los hombres, encontraron a los chicos y las mujeres rodeando al pobre apache, que ya no vivía. De ahí en adelante nunca más se volvieron a acercar los apaches a las casas, porque temían que la bruja los hechizara y les causara la muerte.