Y quería vender el parque
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
Advertencia, seria Advertencia:
Cualquier semejanza -por remota que sea- con cualquier persona, autoridad, ciudad o institución es mera coincidencia.
Todos los personajes, situaciones y acontecimientos que aparecen en el siguiente relato son ficticios.
El parque de que se habla no es el parque Lerdo.
Don Emilio entró en el espacioso salón que lucía en el lado poniente el imponente vitral con el escudo de la ciudad. Al lado derecho había un escritorio y detrás de él estaba la bella Paty.
—Buenos días, señorita Paty.
—Buenos días, don Emilio. Ya lo están esperando. —Dijo la flamante muchacha que al incorporarse para señalar la puerta de acceso a la oficina del presidente municipal permitió un vistazo de sus espléndidas y bien torneadas piernas precariamente cubiertas por una breve minifalda.
Don Emilio tragó un poco de saliva.
—Muchas gracias, señorita Paty. —Tratando de no mirar directamente sus piernas, advirtió entonces su meticuloso maquillaje facial y sus largas pestañas postizas.
Lo que son las cosas, apenas se percató de la blusa color azul rey de la chica. Don Emilio, que por su parte vestía un impecable traje gris de lana cachemir, abrió con cuidado la gran puerta, probablemente traída de algún abandonado templo colonial y restaurada para servir de acceso a la oficina del presidente municipal.
Allí encontró don Emilio al presidente y a su secretario, los dos de guayabera. Después del protocolario saludo -incluyendo abrazo y apretón de manos- el presidente entró en materia.
—Querido don Emilio, sabrá usted que estamos en una grave situación económica.
Don Emilio cayó en la cuenta, que tanto la silla que le ofrecieron como en las que se sentaron tanto el alcalde y su secretario estaban frente al gran escritorio. Detrás este, el sillón oficial vacío y, colgado de la pared, el obligatorio cuadro con el retrato del presidente de la república.
—Consecuencia del desenfrenado saqueo por la administración anterior—espetó el secretario.
—¡Calma! —dijo el presidente extendiendo su brazo derecho como gesto apaciguante— guardemos ese tipo de acusación para la siguiente campaña. Ahora, estamos en la calle ¿ve usted ese cesto de basura? pues lo traje de mi casa.
—Ni eso dejaron —recalcó el secretario.
—Ese no es el punto.
—Me permito preguntarle: ¿Cuál es el punto entonces? —dijo don Emilio reflejando una gran curiosidad por lo que, como las capas una cebolla, se iba revelando.
—Si no estuviéramos en tan serio apuro ni siquiera tomaríamos en cuenta la propuesta que tenemos.
—¿Propuesta?
El secretario pensó: Nos moriríamos de risa.
Ahora sí, el presidente debía revelarlo.
—Un importante grupo de inversionistas quiere comprarnos el parque.
—¿El parque?
—Sí.
—¿Y para qué me necesitan a mí?
—Creemos que usted es la única persona de confianza que nos puede decir cuánto es justo pedir por el parque. Usted hizo aquel avalúo en que se basó la demanda en el caso de la contaminación.
—Usted sabe bien lo que pasó.
—En efecto fue una gran estafa; una gran decepción.
—Pero esto es muy diferente. Aunque habrá que decidirlo por voto en el cabildo. Para comenzar, necesitamos saber si lo que nos ofrecen es un precio justo.
—¿Y el Gobierno del Estado?
—Tanto el Parque como la biblioteca están bajo la jurisdicción municipal. Planeamos, sin embargo, mantenerlos al tanto e involucrarlos en lo que sea necesario: ya sabe, son del otro partido.
—¿Podrían decirme de cuánto es la oferta?
—Preferiríamos que usted nos diera su estimado sin que la oferta influyera en absoluto.
—Así será pues. Gracias por la confianza.
Y despidiéndose con un nuevo apretón de manos -ahora sin abrazo- don Emilio se puso de pie. El secretario tomándole del brazo a la altura del codo le condujo al gran salón a través de la oficina.
—Muchas gracias, señorita Paty. Hasta luego.
El secretario notó el tono meloso en la voz de don Emilio y acercándose a su oído murmuró:
—Anda con un basquetbolista.
Tomado por sorpresa, bromeó —Yo también jugué. Estuve en la selección.
Ni don Emilio ni el secretario caían en la cuenta de que, en estos tiempos, sus actitudes y comentarios eran totalmente inapropiados. Que no se enteraran las dos damas feministas que formaban parte del cabildo, pues serían capaces de boicotear cualquier asunto o negociación. Ya las oímos diciendo: “Viejos machistas, cuchichones”.
La oficina de Don Emilio -que él llamaba despacho- se encontraba justo a dos cuadras del edificio de la Presidencia Municipal, así que caminó hasta allá. Ya brillaba el sol en todo lo alto con el consecuente agobiante calor. Solo entonces pensó que su selección de aquel traje gris de lana cachemir para la entrevista con el nuevo presidente municipal no había sido muy acertada.
Al llegar a su despacho, don Emilio contempló el arbolito, que parecía surgir del concreto de la acera y que cubría la ventana: del letrero que la engalanaba solo se podía leer Inmobiliaria y en la parte de abajo Raíces. También notó que había un automóvil de lujo estacionado en el lugar reservado para los minusválidos. Por no dejar miró la placa y el parabrisas frontal. No se veía por ningún el permiso para estacionarse ahí. Entró a la oficina, un elegante local modernista engalanado con algunas pinturas originales y estatuillas de bronce. No estaba a la vista ningún trofeo deportivo.
—Don Emilio, lo esperan en la oficina. —Anunció la secretaria.
Otra muchacha muy guapa, está vestida con entallado pantalón y blusa de mangas anchas. No preguntó quién era el visitante, simplemente dijo:
—Muchas gracias, Anita.
El privado de don Emilio lucía de acuerdo con el resto de la oficina: modernista y con arte original. Sentado en uno de los sillones estaba aquel individuo. Muy bien vestido, rubio casi pelirrojo con facciones borradas y pecas. Don Emilio no lo conocía, nunca lo había visto antes.
—Buenos días. Permítame presentarme, soy Juan Rodolfo Ruíz y soy el representante de un importante…
—Grupo de inversionistas —interrumpió don Emilio.
—que…
—quiere comprar el parque.
—¿Cómo lo supo?
—Su carro es muy elegante y no tiene permiso para estacionarse en el sitio de los minusválidos ¿Y qué quieren hacer ahí?
Juan Rodolfo suspiró profundamente y respondió en tono discursivo:
—Construiremos un moderno centro comercial, estilo americano. Habrá dos super tiendas ancla, muchos locales pequeños, un estacionamiento gigante, probablemente de varios niveles.
—Ya lo imaginaba.
—Y sabrá también a qué vengo.
—Por supuesto, a ofrecerme un trato. ¿Qué le dice que yo lo aceptaría?
—No se pierde nada con tratar.
—Aquí me equivoqué; por un momento creí que iba a sacar usted lo de la contaminación.
—No creemos que usted se haya beneficiado de aquel asunto. No nos fiamos de rumores.
—Bueno, lo de la venta del parque también es todavía un rumor.
—Si así lo piensa, vuelvo después. ¿Le parece en tres días?
El visitante interpretó el silencio de don Emilio como una respuesta afirmativa.
—Lo veo entonces. Le dejo mi tarjeta por si acaso. Buenos días.
Don Emilio se tumbó en su reposet. ¿Quién habría sido el informante? ¿La bella señorita Paty? ¿Su basquetbolista? ¿El mismo secretario? O tal vez alguien más con quien ya habían hablado del asunto. De cualquier forma, pensó que sería interesante saber qué le ofrecerían. Por su mente pasaron aquellas historias de individuos que pretendieron vender monumentos como la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel o el Puente de Brooklyn. Por ahora había que ponerse a trabajar.
Muchos avalúos se basan en las cantidades que se han pagado por propiedades similares. ¿Similares? ¿Cómo hallar algo similar al parque? Con toda aquella historia, desde la belle époque, en que fue alameda; luego, paseo privilegiado en que alguna vez hubo verbenas; rinconcito oscuro de las declaraciones amorosas; lugar de tragedias y de festejos; parque con dos piletas: una con gigantes peces de colores ¿hubo tortugas? y otra, propiamente una fuente. No, no era comparable con ninguna otra propiedad. Vino a su mente el muy mencionado caso de la contaminación: sí, don Emilio -que todavía era Emilio sin el don- había calculado el valor del parque porque solo así se le podría poner un precio al daño causado al mismo por la susodicha contaminación. Ahí fue cuando surgieron los rumores respecto a una manipulación de esa cifra para que la parte demandada tuviera que pagar menos, mucho menos. Al menos contaba con aquel viejo estimado para comenzar.
Casi 25,000 metros cuadrados, y casi en el centro de la ciudad. Recientemente, dos propiedades de ese tamaño se habían vendido, pero ambas en las afueras, más allá del anillo periférico. En cada una de ellas se había construido un centro comercial. De hecho, la historia de esos centros comerciales era la opuesta a la de usar el terreno de un viejo parque: primero se había construido la carretera o se había extendido una calle, a su lado se había construido el centro y luego se había poblado el lugar. En el caso de este proyecto, el centro se construiría en medio de una zona urbana ya densamente habitada. Tal vez la idea no era del todo mala, pero, como don Emilio ya lo anticipaba, contaría con una intensa oposición no solo de los habitantes que se verían desposeídos de su paseo tradicional, sino también, y principalmente, de los comerciantes ya establecidos en esa parte de la ciudad.
Meditaba: ¿Y creen que la gente va a cambiar su parque por tiendas y estacionamientos? Esto ciertamente le restaba al proyecto posibilidades de llevarse a cabo. Pero, después de tantos años en que el gobierno le daba al pueblo la noticia de algo que ya había hecho sin haberlo consultado antes, todo era posible. Una agresiva campaña publicitaria sobre cuán beneficiosas son las tiendas y cómo lo son tanto más que aquellos árboles centenarios, que probablemente ya ni purificaban el aire, serviría para que le dieran la bienvenida a aquel proyecto. De cualquier forma, reflexionó entonces, el municipio se beneficiaría de permisos de construcción, modificaciones de permisos respecto al uso de los terrenos impuestos que constructores y las super y otras tiendas pagarían, lo mismo que sus empleados, etcétera.
Sumido en estas consideraciones tenía sobre su escritorio los borradores del viejo avalúo -el del caso de la contaminación- cuando llegó Angelito, su ayudante. Vestía informal, blue jeans y camiseta polo, como medio verdecita, diría él.
—¿Qué hay jefe?
Don Emilio, que de hecho daba crédito a Angelito por algunas de sus más brillantes ideas, le contó lo que al momento sabía de lo que se estaba ventilando respecto al parque. Su respuesta fue más que espontánea.
—¡Están locos! —y pensando un comentario menos drástico apuntó —El pueblo no lo tolerará. ¿Y dice usted que el alcalde dice que estamos quebrados? nada menos cierto. El Programa de Apoyo al Municipio Libre nos sacará adelante. Ya ha pasado antes. Creo que dijo lo que le dijo solo para motivarlo a usted a darles una mano. Pero para hacer un estimado lo más fácil es usar como base el que ya tenemos, sí, el de la contaminación y si el señor Reyna…
—Ruíz.
—Ruíz. Nos dice cuál es su oferta, tendremos una base para producir un estimado razonable.
—¡Ay, Angelito! bien sabes lo que me costó —dijo moralmente— generar aquel número y después la tormenta que se me vino encima. Debí haber respondido entonces como lo debí hacer ahora, que el parque es invaluable. Es como tratar de ponerle un precio justo a la Mona Lisa.
—Présteme usted esa tarjeta —dijo y aunando la palabra a la acción llamó al tal Juan Rodolfo Ruíz.
Fue una conversación breve. Angelito escribió en una hoja de papel que encontró sobre el escritorio unas cifras. Agradeció cumplidamente a Ruíz su información y se dirigió a su jefe.
—Vea usted don Emilio, no solo es la danza de los millones. Ni siquiera disimulan que solo tomaron la cifra que nosotros produjimos en el caso de la contaminación y le añadieron un veinte por ciento. Lo mismo lo que le ofrecen a usted es un veinte por ciento también. El juego del veinte por ciento.
—Lo que quiere decir…
—Que el parque debe valer mucho, muchísimo más. No solo ambicionan hacer grandes negocios ahí, los quieren hacer desde la misma compra.
—¿Qué sugieres?
—Vamos a darle al alcalde un estimado: el doble de lo que le están ofreciendo. Pensando que aun con tanto cero después del número, el parque pudiera valer mucho más. Así, por lo menos el ayuntamiento tendrá un mejor margen de negociación. Si finalmente no se hace nada nosotros habremos quedado bien.
Un tanto a regañadientes, don Emilio pidió a Angelito que preparara un reporte.
—Dales el estimado total y el precio por metro cuadrado. No dejes de mencionar que deberá definirse el destino de la biblioteca, la escuelita y los monumentos de valor artístico.
Mientras esto pasaba, el presidente cometió un error, que tal vez se convertiría después en su mayor acierto: reveló el proyecto a su hija.
—No puedo creer que mi padre pasará a la historia como el presidente municipal que vendió el parque. ¡Qué vergüenza!
Este comentario -como un balde de agua fría en la cara- le abrió los ojos: ¿Qué dirán los del otro partido? ¿el Gobierno Estatal, el Federal? ¿el mismo cabildo? Si su misma hija lo decía, no solo sería vergonzoso sino hasta ridículo. Se burlarían, reirían a su costa hasta más no poder.
Angelito había dispuesto las doce hojas que contenían el avalúo en una carpeta azul con la cubierta de plástico trasparente. Orgulloso de sus habilidades clericales, entregó a don Emilio la carpeta con los documentos. Este decidió llevarlo en persona a la presidencia, tempranito al día siguiente.
Salió de su oficina a eso de las diez, con la carpeta bajo el brazo, ahora vistiendo un traje ligero de algodón propio para el calorón que haría al volver a su oficina. En unos cuantos minutos llegó a la entrada principal del edificio ocupado por la presidencia municipal. Como la vez anterior penetró en la gran antesala. El escritorio de la secretaria estaba ahí, pero la persona que lo ocupaba no era la señorita Paty. Una señora pasadita de kilos y de traje sastre ocupaba su lugar.
—Buenos días —saludó don Emilio.
—Sí, señor ¿Qué se le ofrece?
—Quiero ver al alcalde, creo que me espera.
Preguntó el nombre, don Emilio le dio una tarjeta. La mujer tomó el teléfono que estaba justo a un lado de una computadora, y dijo algo en la bocina. Tras una breve conversación con alguien al otro extremo del intercomunicador, y como mirando a través de don Emilio dijo.
—Lo siento mucho, señor. No puede recibirle ahora mismo.
No ocultando su disgusto don Emilio preguntó.
—¿Cuándo podré verlo? Esto —refiriéndose a la carpeta— es un encargo de él y es urgente.
—Yo se lo hago llegar.
—Debo entregárselo en persona.
—Me temo que será hasta el martes de la semana que entra.
Caminó entonces hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo y volviéndose a la mujer preguntó.
—¿Y la señorita Paty?
—No sé. Dicen que ahora trabaja en el gimnasio.
—Bien por ella.
Volvió, ahora ya sin prisa, por el camino habitual. Al llegar a su oficina, se encontró con el mismo automóvil de lujo estacionado en el mismo lugar reservado para minusválidos. Recordó entonces lo que Juan Rodolfo Ruíz había anticipado, que volvería en tres días.
—El señor Ruíz lo espera. — Advirtió Anita en cuanto don Emilio entró a la oficina.
Penetró a la oficina y encontró a su visitante departiendo animadamente con Angelito. Al ver a don Emilio, saludó apresuradamente y respondiendo tal vez a la expresión de desconcierto en la cara de éste preguntó.
—¿Sabrá usted qué es lo que ha pasado?
—¿Lo sabrá usted?
—El presidente ha dado marcha atrás. No venderá —y como pensando meticulosamente lo que iba a decir.
—Y pensamos que se había retractado al ver el avalúo producido por ustedes, pero ya Angelito me ha anticipado que no lo pudo haber visto antes de esta mañana.
—Y todavía no lo ha visto —interrumpió don Emilio señalando el folder que llevaba consigo— Algo debió suceder que lo hizo cambiar de opinión. Por lo menos a ustedes les avisó, a nosotros tan solo nos negó acceso a su despacho. Pero, veo que usted venía con intenciones de reclamarnos.
—No exactamente, don Emilio. No acostumbro. No acostumbramos a reclamar antes de conocer los hechos. Ciertamente sí pensé que su avalúo había de alguna manera influido para el cambio tan abrupto de actitud de un presidente municipal tan necesitado de fondos y que había inicialmente parecido haber estado interesado en nuestra propuesta. Pero ahora parece que el cambio se debió a motivos políticos o sociales. ¡¿Qué le vamos a hacer?! Hasta la próxima.
¿Cuál próxima?, Pensó don Emilio, nunca más.
Ya de tardeada, pasada la terrible resolana, un hombre empuja una carriola de bebé por uno de los andadores del Parque. Quién más sino el mismísimo presidente municipal. Éste si no es como los anteriores, ¡éste sí se deja ver! En la carriola va su nietecito, niño rubio de padres morenos. Cosas de la vida.
—¡Buenas tardes, señor alcalde!
—¡Buenas tardes, señor, señora!
—¡Qué bendición tener un Parque como éste!
—Así es. Y mi gobierno invertirá cuanto sea necesario para conservarlo flamante y diáfano
¿Diáfano como el petróleo? ¡Vaya selección de palabras de nuestro alcalde! Político al fin.
La hija, madre del niño en la carriola, los alcanzó entonces.
—¿Ves cómo te quiere la gente?
—¡Sí! a mí y al parque.