¡Balacearon al presidente! Carlos Gallegos

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¡Balacearon al presidente!

 

 

Por Carlos Gallegos

 

 

Un cielo azul sin nubes, un zopilote planeando en las alturas, un calor africano me castiga en mi largo caminar de un extremo a otro de la ciudad.

Me quise ir así, a pie, para acordarme cuando caminar de un extremo a otro del pueblo era algo común, cotidiano. Cuando ir en auto era algo raro, exclusivo de unos cuantos.

Camino de sur a norte sobre la prolongación de la Avenida Río San Pedro Sur.

El objetivo del periplo es ir a ver el edificio asolado por el tiempo que fue sede de nuestra primera Presidencia Municipal.

Empiezo enfrente de donde estaba el Instituto La Salle, aquel colegio casi oculto entre vericuetos perdidos y parcelas labrantías. Allí, donde los estrictos y severos hermanos lasallistas obedecían al dedillo el precepto porfiriano de que «la letra con sangre entra».

Como alumno viví esa disciplina. Lo mismo que, por citar a alguien, la vivió Chacho Ochoa Bunsow.

Era una relación freudiana que -estoy seguro- él y yo recordamos como una de las épocas estelares de nuestra educación, pues finalmente, tanto don Porfirio como los hermanos tenían razón: “La letra con sangre entra”.

Ambos; Chacho y yo, exigimos un sicólogo y un diván.

Son las nueve de la mañana del lunes primero de julio.

Enfrente de donde empiezo, están la casa y el vivero de Cayo Orviz Blake, otra víctima -perdón- otro alumno de los citados y recordados hermanos.

A esa temprana hora, algo muy raro en Cayo. Lo veo afanoso podando un rosal de hermosas flores, quizá porque va llegando, lo cual es muy frecuente en él.

Creo ver también -aunque de inmediato rechazo la visión- una mantis sagrada subiendo por una de las ramas espinosas del rosal en flor.

Con gran agilidad mental concluyo que no puede ser lo que creo ver, pues esos insectos son naturales de los trópicos, no de estos divinos andurriales.

Me termino de convencer de que vi visiones al recordar que Cayo es chapado a la antigua y no comparte con las mantis su fea costumbre de aparearse con hembras de mayor tamaño (las que tienen la horrible costumbre de devorar al galán inmediatamente después de saciar en él sus más bajos instintos).

Lo conocí de chiquillo y sé que él no se dejaría.

Camino y camino.

A ratos con el sombrero puesto, a ratos lo llevo en la mano, depende del sol y los repechos que encuentro contra su vislumbre.

Con una caravana medieval agradezco varias ofertas de rait, entre ellas la del abogado postulante Miguel Ángel Treviño Miramontes, quien conduce su camionetita casi doblada sobre el volante, abochornado por el calorón que en oleadas se deja sentir.

Con aguda perspicacia razono que su mueble ha de traer descompuesto el aire acondicionado.

Volteo hacia la derecha y a través del mísero soplo de aire que me llega. Sueño con el olor del brandy del norte que se elaboraba en la Vinícola Delicias, cerca de donde voy.

Bordeo la glorieta de los Niños Héroes, siempre flamante, siempre limpia, Honrando la memoria de aquellos míticos cadetes, entre los que estaba el chihuahuense Agustín Melgar Sevilla.

Me sale al encuentro la hermosa fachada de El Granero, restaurant que fue de Rodrigo Valles Villalobos, el empresario de las motos y los viajes a sitios remotos. Le quedé debiendo un viaje a Balleza para que conociera a sus familiares de allá. Se lo quedé debiendo.

Cinco minutos después diviso otra glorieta, la Manuel Gómez Morín, erigida a la memoria de aquel batopilense miembro del grupo que trascendió la historia con el nombre de Los siete sabios.

 Ahí estaba el Puentecito, aquel pontón de madera y sogas que nos ayudaba a cruzar el canal que corría hacia el oriente. Era de eso, de madera y cuerdas gruesas, más para la afiebrada imaginación del alumnado de La Salle, que a diario lo vadeaba, era de andamio de oro.

El mercado Morelos dejo atrás otro recuerdo triste: como Rodrigo, los locales cerrados para siempre de las peluquerías de mi primo Beto Sánchez y mi amigo Tony Amparán, sin éxito, esperan que una mañana de luz vengan de donde andan a abrirlos y a atender la clientela, que haciendo fila en vano los espera.

Los boleros de la Plaza de la Revolución -célebre con el renombre de Plaza Carranza- preparan su grasa, cepillos y franelas con que sacarán lustre a los zapatos de los contados varones que aún cultivan esa brillante costumbre, que, según las novelas de amor, conquista hasta a la dama más reacia.

El Mercado Juárez hierve en sus hervores veraniegos matutinos.

Alfredo Rodríguez y Marisol Flores, locatarios amigos, platican a la leve sombra del tejabán de sus negocios.

En el Sector Norte, sudando y muy encandilado, con el sombrero arrugado, recorro paso a paso por donde estuvo la primaria 305; la primera escuela oficial del Delicias que brotaba de aquel llano de sol y tierra, de aquel mar seco.

Una cuadra después veo la esbelta escultura La Paloma de la Paz, de Alfy Espinosa, donada a la Ciudad por César Camacho.

Sigo y sigo.

Atravieso la Agricultura, viro hacia la Calle 5a, llego a la Avenida 3a. y ya llegué.

Hervido en un Baño María versión Delicias, he llegado.

Me recargo un rato en la pared caliente de la primera Presidencia, que se ha convertido en una olorosa vendimia de tripitas. Esta joya arquitectónica de nuestra historia, cuyo rescate para la ciudadanía procura el ingeniero Mario Mata Carrasco bajo el encargo de la Comisión de Estudios Históricos, es una pieza importante de nuestro patrimonio.

Me parece escuchar el eco de aquel balazo que erró a J. Laing un ciudadano inconforme porque en la Tesorería no le querían pagar un trabajo artesanal.

Escucho claramente, a través del eco de los años, la voz ladina del alcalde Emiliano diciéndole a la madre del proveedor resentido que, arrodillada, imploraba su clemencia: «Levántese, madrecita. Nunca se arrodille ante ningún hombre, menos ante mí. Levántese y llévese a su hijo para siempre de Delicias, porque si lo vuelvo a ver, yo no le erro».

Al retirarme de esa finca embrujada donde se escuchan tantas voces fantasmales, lo hago de prisa, antes que abran el negocio y el olor de las tripitas me convierta en un comensal más y olvide el deber que tenemos todos de sumarnos a la cruzada de los historiadores, para que allí, en vez de vender tripitas, se regale a todos un gajo de nuestra historia; un museo, otro espacio cultural que acaricie el alma, que inflame el espíritu de este calamitoso mundo.

Tanta quejumbre parece que ha dado resultado, hay viene el agua.

 

 

 

 

Carlos Gallegos Pérez es licenciado en comunicación por la UNAM, licenciado en periodismo por la UACH. Fue coordinador de comunicación social de la UACH, así como también fue coordinador de comunicación social en Gobierno del Estado, ganador del Premio Chihuahua de Literatura y del Premio Nacional INBA Novela de Testimonio. Autor de varios libros, actualmente es cronista de Ciudad Delicias.

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