El gallito de barro. Fructuoso Irigoyen Rascón

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El gallito de barro

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

Aunque la estatuilla no era una obra maestra, era muy apreciada por la familia, pues había pasado de mano en mano por lo menos por cuatro generaciones. Representaba un gallito cantando. Dentro de la vitrina, donde compartía el lugar con algunas piezas de la mejor vajilla, de lejos el gallito parecía una figura de porcelana, más de cerca se podía uno dar cuenta que era de cerámica artesanal ‒barro diría la tía Elisa. Su cresta estaba pintada de rojo, muy rojo para una cresta de gallo; su pico de naranja, muy anaranjado para un pico de gallo. Los ojos eran dos puntos negros un tanto asimétricos, pues el izquierdo se había descarapelado un poco y ya no era completamente circular sino solo una media luna. Lo mejor logrado era la cabeza, que no dejaba dudas de que el artesano quiso representar al animal cantando. El cuerpo, que alguna vez fue de color blanco, ahora estaba como percudido, el surco bajo el ala marcado por suciedad acumulada, y las plumas de la cola, que una vez habían tenido matices tornasolados, se veían grisáceas. Y olvidábamos las patas, eran mal hechonas y estaban pintadas del mismo color que el pico. Con todos sus méritos y defectos el gallito cantador era pues una verdadera reliquia familiar.

Con el gallito venía un relato ahora leyenda familiar.

Se decía que el antepasado que primero lo tuvo se lo había ganado en las Ferias de Santa Rita, específicamente en un puesto de tiro con rifle. Desde el mostrador, sobre el cual había varios rifles y que era desde donde disparaban los concursantes, estos intentaban acertar con el corcho que salía volando y que casi nunca daban en el blanco, ya que la punta del cañon del rifle había sido mañosamente limada para desviar el corcho que por tal artimaña se iba siempre hacia abajo. De alguna manera el antepasado en cuestión se figuró como apuntar con precisión y logró derribar el susodicho gallito. Se dice que el dependiente, después de envolver cuidadosamente en papel de china la estatuilla, al entregar el trofeo a aquel casi mítico antepasado le puso en la mano también un billete de veinte pesos para que no siguiera tirando, pues de seguir haciéndolo y cosechando trofeos ciertamente llevaría su negocio a la ruina.

Nunca en muchos de esos años había vuelto el gallito a visitar el suelo. Pero hoy por obra y gracia de Juanito ‒Johnny le decían, tenía solo 8 años y meses‒, miembro de la quinta generación en línea desde el antepasado que se lo había ganado en el puesto de la feria, el gallito había dejado la vitrina y caído a plomo en el piso de cemento. Se hizo mil pedazos.

Gabriel, tío de Juanito y el más artísticamente dotado de su generación, se abocó a examinar los residuos. Tomó en una mano el pico del gallito en la otra una de las patas. Los demás lo miraban con varias expresiones reflejadas en sus rostros: curiosidad, displicencia, reto. Si alguien podía reconstruir el gallito y pegar con goma la esparcida pedacería era Gabriel, pero el pretendido restaurador dijo con un gesto de frustración ‒corriendo el riesgo de decepcionarlos a todos:

—¡Imposible!

Johnny lloraba en un rincón de la estancia, ahí cerca. «Me van a matar», pensaba.

Conforme a que esto pasaba, otros parientes, miembros de la tercera y cuarta generaciones, iban llegando como acostumbraban hacerlo cada tarde. Alguno de ellos tuvo un pensamiento homicida sintónico con el de Juanito. Afortunadamente lo golpeó solo con la mirada. Otro sentenció:

—¡Pinche gallo, ya le tocaba! A ver si ahora ponemos en la vitrina algo que sí valga la pena.

Parecía una competencia como las de la televisión. Mientras que uno pensaba si no en matar sí en castigar severamente al niño ‒tendencia infanticida‒; el siguiente ‒tendencia gallicida‒ celebraba el final del horroroso animal.

—No será difícil remplazarlo. Los venden, unos igualitos, en el mercado. No cuestan más de veinte pesos

—Mejor compremos uno de mejor calidad… de porcelana de a de veras.

—¡Mejor un pavorreal!

Llegó entonces Silvana, la mamá de Juanito. La ya nutrida concurrencia describió en detalle para ella lo que había sucedido: la nueva leyenda del gallito de barro. Juanito miraba a su madre aterrorizado, veía como su expresión se endurecía y le parecía que su cabeza emitía chispas de coraje.

—¡Ahora sí te lo ganaste! ¡Adiós tableta y tele! ¡Y ni un cinco de domingo por tres meses!

Mientras la audiencia meditaba y ruminaba sobre el amenazado castigo, Gabriel continuaba recogiendo y examinando los pedacitos de lo que fue el gallito familiar. Tomó la pieza más grande que quedaba que, por supuesto, correspondía al cuerpo del gallo y de ella se deslizó algo que al caer al suelo sonó como una campanita bien afinada. Todos la vieron rodar: era una moneda de oro.

Lo que hace el oro: los impulsos infanticidas y gallicidas rápidamente se trocaron en fratricidas. Que ¿quién vio la moneda primero? que tú eres pariente político y no realmente uno de nosotros. Que fue Juanito el que la sacó de su escondite. Que esto y que lo otro.

De momento nadie del grupo se puso a pensar que quizá el valor de la moneda no era tanto. Sí, era de oro, pero era una sola moneda. Pedro alargó la mano para hacerse de la moneda, Julián se la aplastó de un pisotón.

Silvana volvió a hablar:

—¡Por favor, señores! ¡Compórtense! ¿Qué no ven que acabo de sermonear a Juanito por su mal comportamiento?… y ahora ustedes se portan peor que él. ¡Parecen niños!

Y de verdad lo parecían.

Tuvo que intervenir Emilio, el más viejo de los presentes y que tenía la fama de ser el más sabio, prudente y filosófico de la familia. Aclarándo estridentemente su garganta, comenzó su discurso.

—¡Su atención por favor! Es evidente ‒dijo ceremoniosamente‒ que una monedita no puede ser dividida entre tantos y tantas ‒sonando ahora como político de pueblo‒. Sabiendo que el gallito fue alguna vez trofeo, podemos hacer algún tipo de competencia y el ganador se queda con la moneda. O, tal vez más sencillo, una rifa: el que gane se queda con la moneda.

Pedro, que se había hecho de la moneda la apretaba firmemente en su mano un tanto hinchada por el pisotón que había recibido, miraba con enojo a su primo Emilio, que como que quería que le diera la moneda para proceder con sus planes nefastos.

—Pero en realidad yo propongo otra cosa —continuó Emilio—, llevemos la moneda a la Casa del Oro en el centro y veamos cuanto ofrecen por ella— primer connato de sensatez entre el torbellino de emociones que la dichosa monedita había provocado— y si decidimos venderla pues metemos el dinero en una cuenta bancaria que se usará para financiar ‒enfatizando la palabra‒ la educación de Juanito, que es a quien debemos el fortuito hallazgo.

Sobre todo, los que habían acariciado pensamientos infanticidas gruñeron en desaprobación:

—¡No! ¡Que se rife y ya está!

Pepe Luis, el bufón entre los primos pidió la palabra:

—¡Johnny! ¿Y tú qué dices?

El niño, que no se crea que no por niño no tenía su propia agenda, vio en la intervención de su tío favorito la oportunidad de recobrar su tableta, acceso a la televisión y ‒sobre todo‒ sus domingos. Clavando la vista primero en su madre, Silvana, y luego en los tíos que más claramente estaban favoreciendo su castigo y a los que hemos llamado facción infanticida dijo:

—¡Queridos tíos y tías! ¡Muchas, muchas, gracias por pensar en mi educación! Pero miren —dijo mostrando su tableta electrónica— cuando rodó la moneda le tome una foto y, con un programa que tengo, pregunté cuanto vale la moneda —una cifra en pesos y dólares aparecía en la pantalla del aparatito— y luego, mientras ustedes pelea… discutían, averigüe el costo de la inscripcion en la Universidad, en la de aquí que es baratita y…

—¿Y?

—¡No alcanza! Ni siquiera es la mitad de lo que cobran.

Un sentimiento de vergüenza invadió a los tíos. Es decir, a los que tenían vergüenza. Pero aquel “ya que por ti se encontró la moneda y que manejas la tabeta con tal destreza” nunca llegó. En lugar de esa ansiada sanción, Silvana gritó:

—¡Trae acá ese artefacto!

Mientras esto sucedía, Carola, hermana de Silvana, había traído de la cocina la escoba y el recogedor para juntar los fragmentos y el polvo que había quedado del gallito; Gabriel, con cierta reticencia, colocó en el recogedor los que tenía en sus manos mientras Carola barría con notoria energía los que yacían en el piso. Todos miraron a la mujer sacar el recogedor con lo que quedó de la estatuilla y colocarlo en el bote de la basura. Uno de los primos, tal vez para marcar la conclusión del sainete que se había escenificado en la estancia familiar, empujó el bote por la puerta del callejón. Y providencialmente minutos después apareció el camión recolector que se llevó el contenido del bote, lo cual Emilio certificó dramáticamente:

—Consumatum est!

Tanto Carola como la tía Cirila, de la que no hemos hablado, que eran fervientes católicas, torcieron la boca ante esta falta de respeto: “Mira que usar estas palabras de Jesús crucificado para referirse a estas trivialidades. ¡Que Dios perdone al Emilio y a todos nosotros”. Lo que sigue es no menos dramático:

—¿Alguien sabe como apagar este artefacto? —preguntó Silvana levantando la tableta frente a sus ojos. Emilio la tomó y tocando un punto de la pantalla hizo desaparecer la página que anunciaba las inscripciones universitarias. Un nuevo toque y la página que daba los precios de la moneda apareció. Tocando el mismo botón apareció algo que probablemente ni el mismo Juanito alcanzó a examinar, si no es que lo había callado, pues de saberse lo ahi escrito la ofensa de quebrar el gallito hubiera sido mucho mayor. La página decía:

Los gallitos de barro con una moneda de oro dentro se hicieron

en una cantidad muy limitada al terminar la Guerra Cristera en los

estados mexicanos de Colima y Jalisco. Tanto por lo limitado de

su producción como por su fragilidad tales piezas se venden hoy

día por cantidades fabulosas en los mercados especializados de

Europa y Nueva York.

Silvana no pudo contener su furia y casi se le echa encima a Juanito para ahora sí golpearlo:

—¡Mocoso del demonio! ¿Qué tú sabías que había una moneda dentro del gallo?

—¡Juro por Dios que no mamá! Yo no había visto esa página. De veras: ¡Lo juro!

Carola y Cirila, las tías religiosas, se santiguaron al oir al niño jurar así como así. “Dios lo perdone”, pensaron.

Todas las facciones, infanticidas, gallicidas, y aun aquellos que no tenían una filiación definida en el caso, instintivamente miraron hacia la ventana, como tratando de seguir al camión de recolección de basuras —que ya hacía rato se había marchado—; el hecho es que no había mucho que hacer. El gallito resultó primero no valer nada, después valió mucho, después muy poco y al final representó una gran pérdida. Pobre Juanito llamado Johnny, por el resto de su vida acarrearía la nueva leyenda que diría que fue él quien destruyó al gallito familiar y privó a sus gentes de una pequeña fortuna de la cual se hubieran hecho después de un viaje a Europa o Nueva York, lugares a que ningún miembro de la familia había tenido la fortuna de visitar.

Desde su tumba en el Panteón Municipal el espectro del ancestro que había conquistado el gallito por su buena puntería en las Fiestas de Santa Rita, una noche de un remoto verano, murmuró:

—Las cosas son como son y no de otra manera. Si te liman el cañón del rifle, pues apunta más alto.

 

 

 

 

El famoso médico y explorador Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, avisa que acaba de aparecer su nuevo libro, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En el colofón dice que la edición es de 2019, sin embargo, a causa de la pandemia, apenas acaba de salir de imprenta este agosto de 2021.

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