En la casa de Mamajulia. Fructuoso Irigoyen Rascón

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En la casa de Mamajulia

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

La quería como a una hija. Probablemente por eso se resistía a cruzar el pasillo, entrar en aquel cuarto y verla. Ahí estaba ella con una impresionante herida en el abdomen. Una puñalada, le habían dicho, pero más bien era un corte limpio de navaja que dejaba ver sus intestinos.

—¿Y quién la está cuidando? —le preguntó a otra de las muchachas.

Solo la Telele.

La Telele era la vieja que, ya retirada de los artes amatorios, se encargaba de revisar los genitales de los clientes de la casa antes de permitirles acceso al cuarto donde la muchacha les esperaba.

Pues ¿qué no está la Irma? —pregunta lógica, ya que se sabía que la Irma había sido enfermera antes de ejercer su presente ocupación.

La Irma se fue a su pueblo. No la esperamos hasta el mes que entra.

—¡Diantre! Tendremos que hablarle al Doc.

Hasta el momento Mamajulia y sus muchachas, aunque conscientes de la gravedad de la herida de su compañera, dudaban que fuera una buena idea llamar al Doc. De seguro querría este al examinarla llevársela al hospital y debería reportar el caso a las autoridades. Y de ahí seguiría una tormenta de problemas legales: nada nuevo para la casa de Mamajulia, pero en verdad nada deseable.

El Doc era un doctor que Mamajulia y sus muchachas conocían bien ya que por mucho tiempo había este estado a cargo de las revisiones sanitarias de martes y jueves en aquel cuartito a espaldas del Hospital Central. Sabía todo de las enfermedades venéreas y un poco menos de traumatología, pero era a quien conocían.

—¡Tráiganlo pues!

Dos de las muchachas fueron a buscar al Doc. Iban en el automóvil de Mamajulia, carro de lujo de modelo reciente, negro con cristales ahumados. Eran las seis de la tarde, el Doc seguramente ya estaba en casa. Ninguna de las dos había estado en aquel fraccionamiento residencial.

—¡Vive bien el Doc!

La medicina deja

 El Doc se encontraba en la cocina sentado frente una taza humeante de café sobre la mesa. Su esposa le contaba cosillas de la casa y de los niños. Ella advirtió el notorio automóvil estacionándose justo frente al caminito de cemento y piedritas que llevaba de la calle a la puerta principal. Las dos muchachas se apearon y caminaron hacia la puerta. La esposa del Doc inmediatamente adivinó el oficio de las mujeres. “Sus vestidos las delatan”. Sin moverse del lugar donde estaba dijo en un tono seco y cortante:

Ahí te buscan, Emilio.

El Doc, que ahora sabemos se llama Emilio, se incorporó lentamente y viendo que su mujer no se movía ahora que la campanilla de la puerta sonaba. Sin decir nada se encaminó a la puerta y abrió.

Doc, ¿se acuerda de nosotras?

Sí, claro ¿en qué puedo servirles?

Le explicaron la situación. Él entró a la casa y rápidamente buscó su maletín médico.

Las sigo en mi carro.

Un Mustang del año de color gris perla con matices morados. La potencia del motor se sentía al arrancarlo.

Tal como lo había previsto Mamajulia, el Doc confirmó que no se podía tratar a la muchacha en la casa y que había que llevarla a una unidad de urgencias. Él mismo llamó una ambulancia y anunció que trataría a la muchacha en el Centro de Urgencias.

Me saludan a Mamajulia —dijo el Doc al retirarse.

También, como lo había predicho la madam, siguió una investigación policíaca y legal que como también lo había pronosticado ella no llegó a encontrar un culpable, solo representó:

Dinero, dinero y más dinero.

Dos semanas después volvía la muchacha a la casa de Mamajulia. Alguna de las que habían intervenido en traer al doctor, o habían visitado a la muchacha en el hospital, manifestaron su entusiasmo. No así Mamajulia, que no asomó la nariz.

—¡Bienvenida, Janette! ¡Bienvenida, Panchita!

Al dia siguiente, renqueando y con conspicuo dolor a cada paso, Janette o Panchita —que iba por los dos nombres— caminó hasta la “oficina”: el cuarto desde donde Mamajulia administraba su casa. La madam estaba sentada detrás de un viejo escritorio y tenía un teléfono detenido por su cara y hombro derecho. A la derecha la ventana le permitía observar quien entraba y salía de la casa, a la izquierda un cuadro al óleo con un paisaje probablemente de la Toscana. Miró a la muchacha traspasar la puerta y sentarse en una silla frente al escritorio.

Janette vestía una bata de casa que al moverse dejaba ver su ropa íntima y el gran parche adherido a su abdomen. En días anteriores se hubiera advertido ahí también un tubito de Penrose que sirvió para drenar líquido, suero y pus, de la barriguita de la muchacha. De cualquier manera, a pesar de estar convalesciente y no arreglada, Janette lucía espléndida: petit, delgada, con bien formados y distribuídos senos, caderas y piernas. Podría intuirse que pronto volvería a ser la joya de la corona en la casa de Mamajulia. Pero volviendo a su doloroso encuentro:

—¡De veras! Lo siento mucho —y ante la nula respuesta de parte de Mamajulia continuo: —No debí haberme escapado. Aquí estaba bien, pero el tipo me convenció

Finalmente, Mamajulia colgó el teléfono y sentenció:

Pasa siempre

Tras un minuto de silencio y viendo la doliente figura que estaba justo en frente de ella, Mamajulia comenzó a pronunciar lo que parecería un largo discurso. Raro era que ella hablara de esa manera, pero de alguna manera lo sentía necesario, Mamajulia le recordó a la muchacha su historia: de cómo el Toni se la había encargado para que “aprendiera el oficio” y cómo cuando el Toni perdió la vida en una estúpida reyerta callejera, y ella le había dicho: “es tu oportunidad, lo mismo me pasó a mí, así es como me hice de mi propia casa, cuando mataron a mi hombre”… “quédate conmigo, habrá varios que quieran reclutarte y ser tu nuevo ‘papito’. Pero si estás conmigo no lo necesitaráspara nada”. Nadie creería que Mamajulia tenía la capacidad de amar a alguien en especial, pero aquella niña ‒afectuosamente nombrada Panchita‒, como ella mismo lo dijo, le recordaba su propia historia, era como vivirla de nuevo y, sí, estaba dispuesta a proteger a esa muchacha y, poco a poco, llegó ‒como decíamos‒ a quererla como a una hija. Las otras muchachas pudieran haber estado celosas, pero por disciplina no se manifestaban ni en favor ni en contra.

—¡Que bien que no se murió!

—¡Si! Que bien. Me cae que sí.

De pronto Mamajulia recordó que la muchacha había estado agónica tan solo unos días antes. Sintió que antes de continuar debía expresar interés en su estado de salud:

—¿Todavía te duele?

Mucho. Pero es menos que después de que me lavaron las tripas y me suturaron.

Mamajulia no quería realmente sonar como un recordatorio de todo lo que la muchacha le debía. Pero era lo que estaba haciendo. De pronto le salió:

—¿Y quién fue?

La muchacha se turbó y con la cara oculta por sus manos preguntó:

—¿Para qué quieres saberlo?

Iba a responder con una evasiva, “debemos saber, por si aparece de nuevo” pero mejor dijo:

Pues porque algo le puede pasar.

Aquello sonó siniestro, ominoso. Pero también reflejaba el principio de justicia que rige en el bajo mundo. Era obvio que Mamajulia sabía quien había atacado a su pupila, el tipo la había sacado de su casa, las otras muchachas hablaban. Pero debía confirmarlo, después de todo no necesariamente el que se la había llevado era el que la había atacado, aunque si nos fijamos en lo que dijo la muchacha, ella ya lo había delatado: “pero el tipo me convenció”.

Mamajulia miró a Janette, a su Panchita, fijamente a los ojos. Pensó decirle muchas cosas más, pero se le atravesaban en la garganta:

Ve a acostarte. Ya veremos cuando estés lista para volver a trabajar…

—Trabajar… —Repitió Janette.

Créase o no, cuando la muchacha salía del cuarto Mamajulia derramó una lágrima.

 

 

 

 

El famoso médico y explorador Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, avisa que acaba de aparecer su nuevo libro, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En el colofón dice que la edición es de 2019, sin embargo, a causa de la pandemia, apenas acaba de salir de imprenta este agosto de 2021.

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