El gato se asomó saliendo despacito de su cueva. Ignoraba que una sentencia de muerte se cernía sobre su cabeza. Fructuoso Irigoyen Rascón

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El gato se asomó saliendo despacito de su cueva. Ignoraba que una sentencia de muerte se cernía sobre su cabeza

 

 

Por Fructuoso Irigoyen Rascón

 

 

El gato se asomó saliendo despacito de su cueva. Ignoraba que una sentencia de muerte se cernía sobre su cabeza. Era que para los humanos se había excedido, había cruzado la raya… pero si los gatos no saben de rayas, eso es cosa de los humanos.

Había señales de que esto pasaría, ya sospechaban los humanos que era él quien se había robado aquellas cecinas que desaparecieron del lugar donde las extendían para que se secaran al sol. Claro es que la primera vez que eso sucedió habían sospechado que el otro clan de humanos se las habían llevado. Pero ahora el otro clan ya no estaba, la tos los había matado a todos. Tenía que ser el gato.

Más no fue el robo de la cecina lo que colmó el plato, sino el ataque al niño. El pobrecito apenas comezaba a caminar sin apoyo, su mamá lo vigilaba mientras el hacía sus pininos en el espacio que a manera de atrio mantenían frente a la choza. El gato saltó sobre él, intentaba devorárselo. La mamá saltó desde donde estaba sentada agitando un palo.

—¡Fuera de aquí maldito gato!

Tal fue el escándalo que el gato huyó despavorido dejando atrás su presa. Y llegaron todos —prácticamente todos, menos los que andaban fuera cazando— y casi se paralizaron al ver al infante sangrando profusamente. Una vez que dejó de sangrar y que lavaron los rasguños:

—¡Pobrecito, marcado de por vida!

Su carita de ángel rasgada y ‒anticipaban‒ cubierta de cicatrices.

—¡Debíamos de haberlo matado desde que robó las cecinas!

Llegaron los cazadores, que eran tres. Aunque usted no lo crea se llamaban Tum, Pum y Turum. Vieron al niño y apenas creían lo que les decían que le había pasado.

 —¡Vamos por él!sentenció Turum.

Tum, el cazador más viejo y con mayor experiencia, habló entonces:

—No, no vamos por él. Ha probado la sangre del niño y volverá por más. Dejemos que él venga a nosotros. Aquí lo mataremos.

Más que por la fina lógica cinegética de Tum, por el respeto —tal vez miedo— que le tenían, todos apoyaron su opinión. Tomarían turnos, aunque el ataque al niño había sido de día, es bien sabido que los gatos rondan de noche. Los tres cazadores comezarían; seguiría la mamá del niño, la única persona que había visto al gato. Al narrar a los demás cómo era el animal, dejó claro que, aunque enorme, no era uno de esos dientes de sable de que hablaban en las tertulias alrededor del fuego.

—Dicen que ya se acabaron. Tum tiene un colmillo ¿lo cazaste?

—No, lo cambié por una piel a uno del otro clan.

—De los que mató la tos.

—De esos mismos.

El tema era ‒por lo menos‒ incómodo. La extinción del tigre de dientes de sable y del otro clan hacían que temieran que tambén ellos mismos pudieran estar en camino a la extinción. Un comentario que resumía este temor:

—No nos podemos dar el lujo de perder un niño.

Ali, la mamá del niño alistaba ya su garrote, el mismo con el que había salido a espantar al gato.

Tum la interpeló:

—No basta con espantarlo, o golpearlo. Necesitas algo más que ese palo para matarlo —dijo, mostrándole el hacha de piedra que siempre lo acompañaba.

Pum, por su parte, coqueteaba con el nuevo invento que ahora se difundía como el fuego de campamento en campamento: el arco y la flecha. Todavía no se les ponía puntas de sílex a las flechas, eran estas simples jaras con puntas afiladas. A pesar de su poca eficacia más allá de unos pocos metros, el arma había demostrado su letalidad en varios encuentros con otros clanes.

No tuvieron que esperar mucho.

Pum estaba de guardia, la noche empezaba a caer y de entre la maleza salió el gato. Pulsó el arco, puso en él la mejor flecha que tenía, caminó dos pasos acercándose al animal y disparó. La flecha voló pero ya iba completamente de lado cuando alcanzó al felino. Volvió este la cabeza y encontró al que lo había atacado. Ya ponía en el arco una segunda flecha cuando el enorme felino se avalanzó sobre él. Con una tremenda tarascada casi amputó la mano que pulsaba la cuerda del arco. Su grito despertó a todos. Tal como había pasado cuando el gato atacó al niño, la mujer salió de la choza blandiendo su garrote y gritando. Y tal como aquella vez, el gato huyó espantado.

Tum tomó su hacha y salió del campamento siguiendo la huella del gato y las gotitas de sangre de su amigo que dejaba en su camino.  Aunque con dificultades pues comenzaba a lloviznar ‒y pronto la lluvia borraría las huellas‒, llegó Tum a la cueva, la misma que aparece al principio de este relato. Su instinto de cazador y unas huellas recientes le indicaban que el gato ya había estado allí pero había salido de nuevo, se había marchado. El cazador decidió de todos modos explorar la cueva. Agachándose, casi poniéndose a gatas, libró la entrada y se vio en una amplia cueva. Alcanzó a ver los cachorritos en un rincón y un instante después sintió las garras de la gata clavarse en sus hombros y la parte superior del pecho. Sus fauces ya se cerraban sobre su cuello. La hembra era más pequeña que el macho, pero dos veces más feroz. Su piel más obscura.

Habiendo cometido un error ‒puede pasarle a cualquiera, incluso a un cazador experto como él‒ Tum estaba en un terrible predicamento, con la gata encima y limitado por las paredes, piso y techo de la cueva no podía blandir su hacha. Acumulaba heridas hasta que pudo arrojar al suelo a la gata. Entonces pudo atestarle un hachazo y partirle la cabeza. La gata convulsionó y minutos después dejó de moverse. Los cachorritos miraban espantados al asesino de su madre.

Todavía evaluando sus heridas y aplicando presión sobre la mayor de ellas, la que sangraba más, en medio de esto pensó en llevarse los gatitos al campamento para que jugaran con ellos los niños —antes de matarlos. En eso oyó un ruido que venía de la entrada de la cueva —es el gato, pensó— y se disponía a continuar la lucha para lo cual agarró con fuerza el mango de su hacha. Pero fue una falsa alarma. Siguió ocupándose de sus heridas, procediendo luego a desollar a la gata muerta.

No dejando de vigilar la entrada de la cueva, por si volvía el gato macho, se ocupó de colocar los gatitos en un costal que llevaba y que le servía de ordinario para llevar los frutos de su caza. Otro ruido, otra falsa alarma. Salió de la cueva con sus heridas sangrando, la piel de la gata enrollada bajo el brazo y los cachorros en el costal. A pesar de que ahora llovía con más intensidad, permaneció varias horas junto a la entrada de la cueva, pero el gato brilló por su ausencia. Tal vez ‒pensó Tum‒ estaba observándole oculto en la maleza. Las heridas a cada momento se tornaban más dolorosas. Así que decidió retirarse al campamento.

Al aparecer Tum en el patio encontró a su gente ahí reunida. Viendo la piel que cargaba bajo el brazo gritaron de júbilo pensando que era la del gato. Pronto aclaró el cazador que no era la piel del gato sino la de su compañera. Entonces depositó el costal con los gatitos en el suelo y estos se asomaron y pronto estaban rodeados de los niños que se complacían en abrazarlos, levantarlos, dejarlos caer. Los gatitos no sabían si era juego o tortura. Tum se había dejado caer pesadamente mientras que dos mujeres examinaban sus heridas. ¡Dejarse querer!

—Ésta es más profunda, la del cuello. Las otras sanarán pronto.

Tum cayó en la cuenta que el niño que había sido atacado primero no se encontraba entre aquellos que se complacían en jugar con los gatitos.

—¿Y Ugluk? —preguntó temiendo que lo peor hubiera sucedido, que hubiera fallecido por las heridas.

Emitió un suspiro de alivio cuando le dijeron: «Solo es que le tiene mucho miedo a los gatos». Pensó entonces: «Ya se le pasará».

Con los dos cazadores de más experiencia fuera de combate, solo quedaba Turum, aquel fornido joven que no ocultaba su ambición de desplazar a Tum como el cazador estrella del clan. Esta era su oportunidad. Ya tenía un plan en mente y lo propuso al clan. Tum sintió que el plan de Turum no era lo mejor que se podía hacer, pero adolorido y febril por sus heridas que comenzaban a mostrar signos de estar infectadas, no dijo nada.

Lo que propuso Turum fue matar a dos de los tres cachorros y dejar los cuerpecillos en el atrio frente a la choza y derramar su sangre alrededor de ellos, una de las patas traseras del tercer gatito debería atarse a una estaca a manera que este maullara desesperado y atrajera al gato macho. Él aguardaría escondido detrás de un arbusto que había al borde del patio con un hacha similar a la de Tum.

El gato apareció esa noche ‒¿atraído por los maullidos de su hijuelo? ¿por el olor de la sangre? ¿por venganza? o ¿simplemente por hambre?‒ Los gruñidos que profería sugerían que era una combinación de todo eso. El animal se veía enfurecido. Una vez que avanzó hasta donde estaban los gatitos, los muertos y el vivo, el gatito sobreviviente parecía responderle con tiernos maullidos.

Turum saltó desde su escondite y dirigió su hacha a la cabeza del gato, pero —cosa del miedo o de la excitación— dio en el cuello del bicho. Maulló de dolor y se hubiera esperado que fuera a echarse encima de Turum ‒el cazador cazado. En ese momento desde la puerta de la casa se oyó un grito ‒ya familiar. Era Ali. Y nuevamente el gato huyó despavorido.

El gato no volvió a aparecer por el campamento del clan. Sería que murió por la herida que Turum ciertamente le habia causado ‒aunque todos lo dudaban‒, o que al perder su familia y ver vulnerada su morada busco una nueva guarida. Cuando Tum se recuperó salió a buscarlo sin éxito. Un cazador de otro clan que encontró un día que se alejó de sus lugares de caza habituales le contó que un gato como el que él buscaba había sido ultimado por alguien de su clan. El caso es que el gato desapareció, pero no el miedo. El miedo a veces protege a quien lo sufre.

El gatito fue creciendo y los niños lo consentían como el prmer día. Todos sabían lo que habría de pasar, y pasó. Un día rasguñó a uno de los chiquillos, pudo ser un accidente, pero a todos quedó claro que las uñas del animal tenían filo cumo de navajas. No tuvo una segunda oportunidad. Tum explicó serenamente a los niños que ansiosamente buscaban al felino por todos los rincones:

—Nomás se fue. Lo llamó la voz de la selva.

 

 

 

 

 

El famoso médico y explorador Fructuoso Irigoyen Rascón, autor de Cerocahui, avisa que acaba de aparecer su nuevo libro, Nace Chihuahua, Gabriel Tepórame y Diego Guajardo Fajardo, los forjadores, publicado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En el colofón dice que la edición es de 2019, sin embargo, a causa de la pandemia, apenas acaba de salir de imprenta este agosto de 2021.

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