El cuento del Cocodrilo. Benito Rosales

Cocodrilo Bit

El cuento del Cocodrilo

 

 

Por Benito Rosales

 

 

En 2022 los amigos de Zarigüeya Ediciones me hicieron el favor de publicar mi libro Cuentos del cocodrilo, un volumen compuesto por 15 textos, el cual es una compilación de cuentos y relatos de temas variados. Hoy quiero aprovechar este espacio para compartirles el cuento ocho, donde aparece el citado Cocodrilo del título y el cual sirve de excusa para dar unidad al libro. Deseo, como dice la presentación del libro, que la ligereza de estas letras sea una excusa para dibujar una sonrisa, y si después vienen otras ideas, bienvenidas. Los libros son para leerse y pensarse, a veces en silencio, a veces con un amigo, y otras, ¿por qué no?, con un cocodrilo.

 

 

El Cocodrilo

Una sensación extraña hizo que abriera los ojos. Lo primero que vio fue la puerta del baño abierta. Eso no era normal; era un tipo que vivía solo y acostumbraba tener todo en orden. Levantó un poco la cabeza de la cama para inspeccionar su recámara. Aún era temprano, había poca luz en el lugar. Entonces lo vio, sentado delante de la pequeña mesa que utilizaba de comedor. ¡Casi se desmaya de la impresión y el susto! Era un cocodrilo, de esos animales que salen en la tele, con un hocico enorme y una cola gigantesca, miles de dientes afilados y unos horribles ojos amarillos.

Debe ser un sueño, se dijo, y se tapó la cabeza. Cerró los ojos fuertemente, tratando de inducir el sueño, pero sin éxito. Después de unos segundos, que le parecieron eternos, volvió a descubrirse la cara y, para su mala suerte, aún estaba ahí. Cientos de pensamientos le pasaban a toda velocidad por la cabeza. ¿Qué hace un cocodrilo en mi casa? ¿Por qué vino? Esta es una ciudad, los cocodrilos no vienen a las ciudades… ¿Cómo llegó aquí?

Entonces sucedió algo aún más sorprendente.

—Por el retrete —la voz ronca y sonora del animal rompió el silencio y le contestó.

Saltó del susto; el cocodrilo hablaba. ¡Qué ilógico y estúpido era todo eso! Una mezcla de incredulidad y pavor lo invadió.

—¡Vamos, Roberto, es un sueño! —se dijo a sí mismo. Salió de la cama y se puso de pie. Por un momento pensó que al levantarse, el cocodrilo desaparecería o descubriría que solo era una ilusión o un truco. ¡Pero no, nada de eso sucedió! Seguía ahí, con su gran cuerpo verde y su larga cola.

—Qué insípido es este cereal acartonado que comes. ¿Nunca has probado la carne? —le preguntó el animal.

Roberto se paró en seco; las piernas se le doblaron y casi cae al suelo. Arrastrándose, regresó a la cama y, como si fuera una muralla infranqueable, se puso del otro lado. “Un cocodrilo desayunando cereal en mi cocina, vamos, debe ser una broma”, se repetía, tratando de convencerse de lo ilógico del asunto. Además, hablaba, qué tonto. Y como si el cocodrilo escuchara sus pensamientos, le contestó.

—¿Te parecen tontos estos dientes? —le dijo, mientras le mostraba su filosa y sucia dentadura.

Un tic nervioso lo invadió; Roberto no podía dejar de mover una de sus piernas.

—¡Ponte de pie! —gritó el cocodrilo.

Pero Roberto estaba deshecho y, por más que lo intentaba, la pierna no se quedaba quieta ni le obedecía.

—Vamos, cuando están tras nosotros no son tan miedosos.

Como pudo, se enderezó.

—Qué gordo estás, amigo; con esa barriga bien me puedo hacer un par de cintos, ¿no crees?, o un par de zapatos con la carne de tus nalgas.

Roberto estaba parado como niño asustado; su cuerpo era un manojo de nervios y apenas lograba digerir lo que el animal le decía. Entonces sucedió lo que a menudo le ocurría cuando el nervio lo saturaba y no podía controlarse: se hizo del baño, en plena sala, sobre la alfombra que le había regalado su madre y que tanto cuidaba. Un líquido amarillo mojó sus pantuflas, segundos antes de desmayarse.

Pasaron unas horas para que se despertara. Cuando reaccionó, se levantó súbitamente, asustado. Estaba totalmente manchado del pantalón. Ya era de día. Buscó con la mirada al cocodrilo, pero no había nada. Con mucho cuidado y cautela buscó por todos los rincones del departamento.

—¡Señor Cocodrilo! ¿Está usted ahí? ¡Señooor! —susurraba, deseando que nadie le contestara. Para su buena suerte, todo parecía haber sido un sueño y no había nadie. Un poco más tranquilo, pero aún con miedo, se metió a ducharse y se aseó cuidadosamente. ¡Todo había sido muy extraño!

Un poco más tarde, salió. Buscó ropa limpia y empezó a cambiarse rápidamente. Sabía exactamente lo que tenía que hacer: ir al centro. Aún le alcanzaba el tiempo antes de ir a trabajar. Debía ir a la zapatería donde había comprado las botas de piel de cocodrilo. Algo dentro de él se lo pedía a gritos. “Por algo había venido ese animal”, se repetía para sí, insistentemente. Cuando al fin estuvo con la vendedora, argumentó que no le habían quedado; sudaba a mares, quería salir corriendo, escapar, correr como un demonio entre las calles y olvidarse de todo. Pero no pudo. La vendedora, una chica experimentada en su oficio, se las ingenió para detenerlo, se le atravesó en el camino antes de que diera el primer paso y, con una gran sonrisa, lo convenció de que seguía necesitando zapatos. Le dijo amablemente que, si las botas no le convencían o no le habían “quedado”, tenía otro tipo de calzado que le podía interesar. Entonces, sin darse cuenta cómo ni a qué hora, dejó de lado el reembolso y cambió las botas por un par de tenis, con una linda “palomita” roja en los costados.

Una hora más tarde llegó a la oficina, lucía aún muy desalineado. Ahora estaba más tranquilo, sabiendo que había regresado las botas, pero aún había algo que hacer. Sin pensarlo más, se dirigió directamente a su escritorio, tomó todas las revistas de National Geographic que tanto leía y le gustaban, y las tiró. Seguramente le estaban afectando y algo tenían que ver con todo este asunto.

El día se le hizo muy largo. Tuvo mucho trabajo, pero no dejaba de pensar en lo del cocodrilo y lo que pudiera pasar. Por más real que pareciera, debió ser una pesadilla y nada más, se decía continuamente. Además, ya había entregado las botas y cinto no tenía. Cuando llegó la noche, ya en casa, estaba mucho más tranquilo. Cenó ligero y se acostó a dormir. Soñaba plácidamente, hasta que… Un ruido extraño lo despertó súbitamente. Entonces, increíblemente, en su cocina estaba un niño asiático de escasos seis años, haraposo y mugriento, con las manos callosas, comiendo cereal, mientras lo miraba fijamente.

 

31 mayo 2024

 

 

 

 

Benito Rosales Barrientos nació en Monterrey, ha participado en talleres literarios de su ciudad natal. Es autor de los libros: Sobre la cornisa del laberinto, poemas; Cuando estos cielos caigan como ojos de gato, poemas; Las flores del jardín, cuento, 2017; La niña y la serpiente, cuento, Metimos la pata, entre otros.

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