Anita niña maravilla. Novela seriada, episodio 4
Por Fructuoso Irigoyen Rascón
La voz al otro lado del teléfono aparentemente dijo que no, que debía esperar a que el reporte escrito de la doctora estuviera en su poder.
―Es un requisito del Estado.
―¿Cuál estado?
Aurora tenía tan poca tolerancia para tales requisitos burocráticos como para lo que había oído en la oficina de la psicóloga. De cualquier manera se había calmado y había decidido no confrontar a la niña sobre su relato, esperar a lo que tendría que decir en la segunda sesión. Ahora mismo Anita estaba tranquila e indiferente a las tormentas emocionales que parecían perturbar el alma de su madre.
III
Enero 8, diez y cuarto. Alfonso se estaciona en el reservado de impedidos y lisiados, abre la cajuela y baja primero la silla y enseguida el andador. Mientras tanto Anita con mucho trabajo asegura sus prótesis de manera que los pies y los tobillos queden firmemente sujetos. Por algo se llaman AFO’s ‒iniciales en inglés de tobillo-pie ortosis‒. Alfonso la ayudó a montarse en la silla y procedió a empujarla después de cerrar la puerta del carro. También cargaba el andador, apretándolo con el codo contra su cuerpo. La puerta del edificio contaba con un botón para que los minusválidos pudieran entrar sin esfuerzo.
Entraron en el elevador y Anita pulsó el botón para subir al segundo piso. Ricarda les dio la bienvenida y acto seguido se puso de pie, caminó hasta la puerta, indicó a padre e hija que podían pasar. Anita aseguró de nuevo sus prótesis, en seguida se puso de pie y se agarró del andador que Alfonso había abierto frente a ella. Ricarda no pudo contener una expresión de admiración. Tal cual decidió su mamá, entró a la oficina caminando, caminando como un robot. Alfonso la siguió empujando la silla de ruedas vacía.
―Gusto en conocerlo, usted es el papá de Anita.
―Así es.
―Bienvenidos, tomen asiento. Anita, si quieres usar tu silla… o si no, en el sillón azul.
Una vez todos sentados, la doctora se vio tentada a recapitular para Alfonso lo que había pasado en la sesión anterior, pero reflexionó, «ya le ha de haber contado todo, mejor es que se quede con su versión» así que comenzó:
―Anita, nos contaste que habías sentido miedo.
―Sí, y recuerdo que lloré… lloré mucho.
Alfonso puso una cara de compasión como corresponde al padre que oye a su hija decir que sufrió. No podía sin embargo recordar ese episodio, ese llanto, «es justo lo que Aurora me contó...»
―Y ya no pude pararme. Recuerdo que varias veces lo intenté, pero no podía, se me doblaban las piernas.
Intercambio de miradas entre Alfonso y la psicóloga.
―Entonces me llevaron con un doctor, Después con otro, y con otro. Creo que no les gustó lo que cada uno decía y necesitaban otra opinión.
―¿Recuerdas esas opiniones?
―Uno dijo que era polio. Otro dijo parálisis cerebral. Y otro como que no sabía… Entre opiniones diferentes todos recomendaron terapia. Y ahí vamos. Hasta la fecha. Los aparatos de antes eran más feos, me llegaban hasta aquí ―señalandose la cadera― eran para que no se me cruzaran las rodillas. Estos que se llaman AFO, son menos problema.
―¿Menos molestos?
―Pues sí, pero no puedo caminar mucho con ellos, me canso y me da vergūenza. ―Anita calló, miraba al suelo.
Sintiendo que era algo en que ella sí pudiera ayudar a la niña desde recursos presentes en su armamentario profesional, dijo lo que todos los consejeros, terapistas y similares dicen:
―Dime más respecto a eso. ¡Cuéntame!
―¿De la vergūenza?
La doctora asintió con una estudiada mirada afirmativa, moviendo la cabeza.
―Con todo y lo que me han hecho ―no abundaremos aquí en las cirugías e incontables horas de fisioterapia― y todavía camino como un pato, a veces como un pato borracho.
Alfonso escuchaba a la niña como si nunca antes la hubiera oído hablar. Parecía asombrado de que Anita hablara con esas palabras, como un adulto. Recordó que en alemán hay una palabra que define a niños así, que hablan como adultos. Como si leyera su mente Anita sentenció:
―Mi papá sabe mejor qué fue lo que dijeron los doctores.
―Bueno, pues Anita lo ha dicho muy bien. Finalmente nos quedamos con el diagnóstico de parálisis cerebral, del tipo diplejia espástica.
―Eso ―la niña asintió― que quiere decir que me afectó las dos piernas.