la columna de Bety
Una lucecita roja
Por Beatriz Aldana
Mi amiga la doctora Fuentes, a quien llamo Stefie, regresaba de Nueva York, allá por noviembre de 2019. Me obsequio tres cubre bocas N95, que eran los que se usan en los hospitales.
Le pregunté la razón de ello; me dijo que en el Aeropuerto de N.Y. se lo habían exigido. Aquí en México aún no se sabía, o se estaba ocultando, la existencia de un virus llamado COVID 19.
La alerta se vino dando hasta marzo de 2020, donde se nos conminó a guardar cuarentena en nuestros hogares.
Toda esa situación de tornó alarmante, puesto que se desconocía totalmente el manejo de ese virus, que efectivamente si existía como «Coronavirus», pero este era más agresivo.
Pues bien: las alertas comenzaron vía televisiva, y lógicamente con la debida responsabilidad acatamos las indicaciones que proporcionaban las autoridades sanitarias. Pero, por desgracia al desconocer la agresividad del virus, la falta de información fidedigna, y un poco al estilo mexicano, algunas personas no le dieron la debida credibilidad a esta situación.
Esto conllevó tristemente a la perdida de la vida de siete personas de mis afectos. Y no nada más de era eso, sino que siempre los considere absolutamente necesarias en mi cotidianeidad: entre ellas mi médico de cabecera; mi maistro albañil que me solucionaba cualquier problema en casa, tres de mis mejores amigos que siempre estaban prestos para ayudarme en cualquier situación, y desgraciadamente, mi solidario compañero en mi Jardín del Abuelo.
Por fortuna nunca tuve contagio, ni siquiera resfrío en ese lapso de pandemia, aunque parezca extraño. Casi podría asegurar que fue de debido a que tomo cierto medicamento a diario, el cual siempre mantiene mi sangre muy fluida. Y por supuesto a una gran cercanía en oración con el Todopoderoso.
Esta fue mi experiencia en esos casi tres aciagos años de pandemia.