Viaje a Turquía
Por Patricia Ramírez García
Todo listo. Estoy a dos días de abordar el avión en el que cruzaré el charco por vez primera. Mi mochila, equipo fotográfico y computadora cargados y empacados.
Mayela, una gran amiga, está nuevamente afuera de casa para ayudarme con una mudanza más. Esta vez no voy a ningún sitio, literalmente soy una vagabunda, no tengo casa. Mis cosas estarán arrinconadas por un mes en el cuarto de servicio de la casa de mi amiga y me prestará su sillón hasta mi partida.
Desperté muy temprano, no tuve buen descanso, soy un caos emocional en ese momento, paso de los nervios al miedo, luego me invade una infinita alegría, euforia y siento mariposas en el estómago. No puedo borrar esta sonrisita tonta de mis labios, la energía recorre todo mi cuerpo haciéndome dar pequeños brincos de felicidad, quiero gritar y aplaudir al mismo tiempo como una niñita ansiosa.
Maye preparó la merienda, huevos a la mexicana con frijoles y tortillas de maíz azul, las últimas que comería durante todo un mes. Salomón es el nombre de mi mochila, ya está en el carro al igual que la bolsa de mano con mi cámara y la computadora.
Regresé a la casa para guardar el dinero, boleto, tarjeta y pasaporte ¿y mi pasaporte? ¿dónde está mi pasaporte? Estaba segura de que lo había dejado en la mesa el día anterior, mi cuerpo se heló mientras lograba reunir aire suficiente en mis pulmones para preguntar casi en voz baja y sofocada a mi amiga ¿has visto mi pasaporte, Maye? Ella dejo de lavar los platos y volteó a verme, solo atinó a preguntar ¿Qué pasó? El aire que salió de mi boca alcanzo apenas para decir en voz entrecortada “no lo encuentro”, mis manos comenzaron a temblar, no había rastros del pasaporte por ningún lado, mi amiga salió corriendo por mis cosas al carro diciendo ¡a lo mejor lo guardaste ya!, dijo, mientras yo seguía manoteando y revolviendo cosas en la mesa del comedor y levantando cojines de los sillones, “Vamos a deshacer la mochila” dijo al tiempo que entraba por la puerta con mi equipaje y entre las dos comenzamos a sacar todo cosa por cosa, no había nada parecido a mi pasaporte.
Mi estomago se me revolvió y las nauseas me provocaron escalofríos, mi mente trataba de recordar paso a paso el camino del pasaporte, pensé en voz alta “tal vez lo deje en el cajón donde guardo mis cosas en el trabajo”. Había permanecido ahí durante semanas desde que me lo entregaron en la embajada turca con mi visado “tal vez nunca lo traje a casa, sí, eso debe ser, ahí debe de estar”. Me tranquilicé por un momento, le hablé a Lupita mi amiga y compañera de trabajo y le pedí que abriera mi cajón y sacara todo, ahí debía estar mi pasaporte.
Los minutos pasaban y llegaba casi al límite de tiempo para salir rumbo al aeropuerto. ¿Qué voy a hacer? me repetí mientras trataba de contener las lágrimas y conservar la calma. ¿Cómo puedo ser tan descuidada? Me recrimino mientras mi amiga me anima diciéndome que lo vamos a encontrar, no puedo dejar de pensar en el dinero que perderé si no lo encuentro.
Por fin, sonó mi teléfono, Lupita y mis otras compañeras revolvieron mi cajón y pronunciaron las palabras que terminaron con mi entereza: “Aquí no hay nada, patita” sigue buscando en la casa, seguro te lo llevaste.
“No, no, no, por favor donde lo dejé, comencé a lloriquear, estoy segura que lo tenía aquí. En mi locura empecé a mover las cajas de mi mudanza, y al levantar una de ellas, esa libreta delgada que podía llevarme de la mas inmensa alegría a la desdicha total cayó al suelo despegándose lentamente de la base de la caja. Cómo demonios había llegado hasta ahí, no había tiempo para indagar en los detalles, llevábamos media hora ya de retraso y había que volver a armar la mochila.
Subimos todo de nuevo al carro y las dos saltamos a los asientos delanteros, Mayela piso al fondo el acelerador y nos dirigimos al aeropuerto, yo seguía sintiendo mi estomago chiquito. Mayela no pronunciaba palabra, era una cafre al volante cumpliendo a la perfección todos esos calificativos que los hombres acostumbran decir al ver de chofer a una mujer. A ella no le importaban las señas y recuerdos a su mamá que recibía por la ventanilla, ella iba con todos sus sentidos puestos en el camino, sus manos aferradas al volante y tratando de esquivar a cuanto carro se le interpusiera, mientras yo de vez en vez frenaba con mis pies los pedales imaginarios ¡guey, hay que llegar vivas!
Después de 45 minutos estábamos en el aeropuerto corriendo por el pasillo, yo llevaba mi mochila en la espalda y mi amiga la bolsa con mi equipo cruzada en el pecho, el avión de Lufhtansa venía ligeramente retrasado, el peligro de perderlo estaba superado.
Llegué puntualmente a las dos de la mañana un dos de marzo. Lo primero que hice fue buscar una casa de cambio abierta para adquirir liras turcas, mientras lo hacía, me entretenía tratando de leer las marquesinas de los negocios y adivinando su significado.
Había preparado en una pequeña libreta de forro café algunas palabras que me serían de utilidad y que me abrirían las puertas, según yo, a conectar de alguna manera con los turcos, palabras como hola, buenos días, gracias, por favor, donde está, cuánto cuesta, no entiendo, trate de memorizarlas, lo único que no pude memorizar fueron los números, me parecieron demasiado complejos y me faltó tiempo para hacerlo.
Estaba segura de que podría reconocer un buenos días en turco, pero al escuchar al dependiente de la casa de cambio me quede paralizada, ¿me habría dicho buenos días? No lo sé. Tampoco reconocí las palabras que dijo en inglés, ¡madre mía!, en la que me estoy metiendo, pensé mientras me limité a extender mis dólares y a pedir mis Turkish lira; atribuí mi poco entendimiento a la falta de sueño y al jet lag, no me preocuparía por ello, las cosas saldrían bien, nada podría opacar mi viaje.
Comencé a buscar las indicaciones para llegar al metro, días antes leí en un blog que había salida directa desde el aeropuerto. Tendría que esperar cerca de tres horas mientras amanecía y el servicio del metro comenzaba, mi aventura sería vivida austeramente, así que los taxis desde el aeropuerto al hostal de ninguna manera formaban parte del plan, me movería en transporte público.
Baje al primer piso y me acurruqué en una banca de metal pensando en que debería de descansar un poco, pero apenas y podía cerrar los ojos, lo quería ver todo aunque solo fueran negocios cerrados y empleados transportando mercancías, no podía perder el tiempo durmiendo.
Los vagones del metro comenzaron su jornada a las cinco en punto, eche mi mochila al hombro sin sospechar que en algún punto del camino mi relación con ella oscilaría entre el amor y el odio.
Era un día entre semana, los turcos hacían su vida cotidiana y los vagones del metro se iban llenando en cada parada, yo iba parada con mi mochila a un lado, saqué mi cámara y comencé a grabar, puertas abriéndose, casas y edificios emborronados por la velocidad fueron mis primeras imágenes.
Después del metro siguió la odisea para ingresar al tranvía, mi hostal estaba ubicado en el viejo barrio de Sultanhamed en el centro de Estambul y era la mejor manera de llegar ahí. Entrar en el vagón requirió de destreza y un poco de fuerza bruta, ya que va muy lleno. Y para no perder la costumbre en Estambul como en la ciudad de México era yo una mosca pegada en la puerta del transporte apretada y a merced del vaivén del vagón.
En cuanto diviso Estación Sultanhamed me voy abriendo paso a empujones y golpeando a unos cuantos con mi mochila para poder bajar, en eso si soy experta. No he podido ver nada del recorrido hasta que he bajado del vagón y respirado el aire salado y húmedo de la mañana, mientras buscaba en el bolsillo del pantalón el mapa con las indicaciones que amablemente me mandaron los encargados del hostal a mi correo para llegar sin ningún problema.
Mi primer desayuno turco fue en el hostal y consistió en rebanadas de queso fresco, jitomate, pepino, huevo duro y el delicioso Ayran, una bebida digestiva con la que acompañan todos los alimentos, hecha de yogurt batido con agua y un poco de sal, el más rico es el que te preparan al instante y te lo sirven fresco y espumoso, aunque también lo hay procesado en unos vasitos azules con blanco.
Antes de salir del hostal pedí una tarjeta con la dirección, teléfono y señas de como regresar; la verdad sea dicha, si existe en este planeta alguien que carezca totalmente del sentido de la ubicación esa soy yo, incluso en mi propia ciudad nunca sé para donde está el norte y para donde el sur, la única manera que he encontrado para ubicarme en el espacio es a través de las estaciones del metro, pero siempre de una manera u otra estoy perdida. Algunas veces he leído algo acerca de que perderse es la manera de encontrarse a sí mismo y tal vez en el sentido filosófico funciona muy bien, pero en una ciudad desconocida donde no hablas el idioma y apenas masticas el inglés la verdad es que resultaba muy angustioso. Iba pensando en esto mientras caminaba tratando de relajarme cuando los aromas a clavo y especies me envolvieron y me volvieron a la realidad. Estaba frente al bazar de las especies, algunos lo conocen como el bazar egipcio porque muchas de las materias primas que aquí consigues son traídas desde ese país.
Adentrarse en ese mercado, que es el segundo más grande de la ciudad, es estar en medio de una explosión de color y olor, aquí puedes encontrar de todo, fruta seca, dulces, ajos, azafrán, canela y cientos de especies que ni siquiera conocía. Y gente y más gente, gente por todos lados, la mayoría turistas. Los turcos prefieren comprar en los alrededores del bazar a los comerciantes que están en los pequeños callejones enmarcados con arcos, ahí es donde está el verdadero mercado y donde vienen a comprar café, te y un sinfín de objetos de tlapalería, telas, etcétera.
Salí de ahí perfumada y un poco engentada tratando de ubicar el único monumento que me interesaba visitar ese día; la torre Galata o Galata Kulesi, como le dicen ellos, esta es una de las torres más antiguas que se conocen, en el año quinientos y tantos se construyó para servir como faro, en sus inicios era de madera, en el mil trecientos la reconstruyen en piedra, no es muy alta mide alrededor de 60 metros pero está ubicada en una de las zonas altas de la ciudad, en el barrio de Beyoglu.
Para llegar a la torre desde donde me encontraba tuve que cruzar el puente que también lleva el nombre de Galata, el puente es un espectáculo en sí mismo: es de dos pisos, en el piso de abajo hay cafeterías, restaurantes, tiendas de souvenirs que forman un túnel donde puedes cruzar hacia el otro lado bien protegida del frío y la lluvia, por la parte de arriban pasan los carros y el tranvía. Me sorprendieron mucho sus banquetas tan anchas, pensadas para los caminantes y las decenas de pescadores que sacan ahí todo su equipo: cañas, carnadas, hilos y anzuelos que lanzan hacia el Bósforo esperando que piquen los pobres peces que llevaran a vender en los restaurantes de la zona, algunos otros pescan algo para sí mismos y otros cuántos lo hacen por diversión.
Por unos momentos me detuve frente al barandal a observar el movimiento de los ferrys que van y vienen cruzando a la gente de un lado al otro mientras avanzan rodeados de garzas; hace mucho frío y la humedad es demasiada, el viento helado comienza a entumir mi cuerpo así que lo mejor es continuar la marcha.
Subí por una estrecha calle que desembocó en unas hermosas escaleras de cantera en caracol y después tomé otra de las callejuelas; en cada paso que daba en el empinado camino tenía que recordarme que miraría por el balcón a la ciudad de Estambul. Tomaba aire y seguía caminando, esperando llegar sin que me diera una taquicardia. Una calle más arriba mi glotonería se puso a prueba, por supuesto que existía una buena excusa para no limitarla, había que hacer un alto y recobrar el aire y permitirle a mis piernas relajarse un poco mientras se aclimataban a la caminata, casi sin pensarlo me acerqué a la carreta donde un hombre vendía jugo de naranja y granada, nunca había visto exprimir una granada, y menos tomarla en jugo, era el momento de probarlo. Pedí uno mediano, estaba dulce y a la vez tenía cierto picor del zumo de la cáscara, su color rojo intenso era un deleite tanto para la vista como para el paladar.
Las calles casi verticales son angostas y adoquinadas y a los costados los edificios son altos. Conforme vas llegando a la torre comienzas a ver negocios de souvenirs y cafeterías. Al doblar la calle pude ver la torre de piedra de nueve pisos y un balcón a su alrededor, rematada por un cono como sombrero de bruja. Seguí subiendo hasta llegar a la explanada donde estaba el acceso y tras pagar mi boleto ascendí por el elevador. El interior tiene acabados finos de madera y un elegante restaurante, el cual hay que atravesar para acceder al balcón.
Me quede ahí por un buen rato admirando la ciudad a 360 grados, al fondo estaba la mítica imagen de Estambul con sus mezquitas y altos minaretes atravesando el cielo, ahí estaba yo mirando dos continentes separados por el Bósforo y unidos por puentes, ferries y lanchas. Los viejos edificios con tejas rojas y los más modernos al fondo, el mar de Marmara circundando sus tierras protegidas por murallas que aún permanecen de pie. Quería que el tiempo se detuviera mientras yo me perdía en el paisaje, pero ese momento de ensoñación se desvaneció de golpe y dio paso al vértigo, el balcón es muy estrecho y con la baranda baja, como buen lugar turístico hay mucha gente tratando de caminar por ahí, los empujones y las prisas están a la orden del día. Es momento de bajar.
Yeni Cami fue la primera mezquita que visité, y mi preferida, empezando por esas cuatro silabas que me parecen de sonido tan dulce como la sensación que me provocó su interior, las puertas del patio de Yeni Cami o mezquita nueva miran hacia el Bósforo, hay dos altos minaretes donde cada cierto tiempo surge la voz del imán dispersándose en el viento llamando a la oración; en el centro del patio hay una especie de quiosco rodeado por bancas de cilindros de mármol y tomas de agua, los devotos se apresuran a llegar, los hombres van directo al quiosco, se descalzan y ponen sus zapatos a un lado mientras el agua helada cae en sus pies, lavan sus manos y llevan agua a sus rostro; de manera muy rápida vuelven a colocar sus calcetines y sus zapatos en los pies aun mojados y corren a la puerta, sacándose una vez más los zapatos y dejándolos despreocupadamente entre decenas de zapatos iguales a los suyos a los costados de las puertas.
También en la entrada hay un cajón de madera lleno de bolsas, puedes tomar una y guardar tus zapatos y entrar con ellos a la mezquita, pero al parecer quienes realmente usan las bolsas son los turistas. Después de observar por un momento el ritual para entrar me decidí a hacerlo, quité mis zapatos y cubrí mi cabeza con una mascada roja que había comprado horas antes en el bazar.
Atravesé la enorme puerta de madera, la alfombra era roja con motivos florales en azul y dorado con delineado en negro, a los costados del pasillo había unas puertas pequeñas, yo me seguí de largo impactada y atraída por la enorme bóveda al centro del recinto, pero inmediatamente sentí que una mano tomaba mi brazo y me jalaba hacia una de las pequeñas puertas, esa era el área para las mujeres, separada por una celosía de madera. Podía observar el movimiento de los hombres al orar por las pequeñas rendijas de la celosía, me senté con mis piernas cruzadas, la alfombra estaba tibia y desgastada, algunas mujeres llegaban y tomaban uno de los rosarios de cuentas de madera colgados en la puerta, rezaban e inmediatamente se iban, otras permanecían ahí en silencio por un buen rato, algunas más aprovechaban para reacomodar sus mascadas en la cabeza y platicar en voz baja.
Por fin cerré mis ojos, el silencio cálido de la mezquita me abrazó y sentí el alivio reconfortante de un buen refugio, aquí acudí en varias ocasiones casi siempre al final del día a descongelar mis huesos y descansar de la agitada y cosmopolita Estambul, era como un oasis en medio del bullicio y el invierno, un remanso de paz para mi cuerpo cansado de caminar todo el día y tal vez también para mi alma.
Patricia Ramírez García es artista visual, egresada de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, especializada en maquillaje para televisión y fotografía. Tiene dos exposiciones fotográficas en solitario y muchas otras colectivas. Actualmente trabaja en el Programa de Cultura Comunitaria, en el área de Interacciones, de la Secretaría de Cultura de México y publica relatos en redes sociales.