Foto Soledad Lechuga Mejía
Este libro que hilvana los recuerdos de todos
Por Gabriela Servín
Es un honor compartir este espacio con dos personalidades tan apreciadas en el ámbito cultural: Gustavo Macedo Pérez y Jesús Chávez Marín, maestro y querido amigo de mi hermano. Yo no tengo su preparación, ni el conocimiento literario de su talla, sin embargo, conociendo el lado humano del autor de este libro, sé que me dio esta distinción como lectora que pudiera dar una connotación sentimental.
Es un honor estar en este recinto, Casa Chihuahua, que hilvana mis recuerdos de infancia con mi abuelo Alfonso Herrera, quien trabajaba en la Oficina Federal de Ensaye, en el sótano del antiguo Palacio Federal, donde ahora es el Museo de Correos; ahí está la enorme caja fuerte, recuerdo los matraces y los tubos de ensaye con los que mi abuelo ensayaba los metales que traían de las minas del Estado.
Es un honor querido Leo, confiarme este tu quinto libro, el día que se presenta en sociedad.
Yo tendría unos 18 años cuando el padre Carlos Bravo, jesuita comprometido con la realidad social de los marginados, en una plática viajando en el CHP nos platicó que estaba viviendo en la sierra con un grupo de jóvenes seminaristas que estudiaban su teologado en el seminario de Creel y que compartían el día a día con la gente del pueblo.
Esa manera de compartir con los marginados nos cautivó a Lore mi hermana y a mí. Seguimos esas huellas y unos meses después tuvimos la fortuna de llegar a la Colonia Lealtad con nuestro también muy querido amigo Juan Manuel Andazola, invitadas para formar parte de las Comunidades de Base que dirigía el padre Agustín Becerra.
Las reuniones eran en la casa que Juan Manuel compartía con Leo Zavala. Así empezamos a entrelazar nuestra historia. De aquel primer encuentro hace más de cuarenta años.
Leo me llamó hace un par de semanas y me compartió la alegría de la publicación de A la vera del camino. Me propuso que formara parte de este panel, como presentadora. Me puse roja y puse palanca. Le argumenté todo tipo de excusas, porque nunca he hecho esto, pero ante las palabras de amor con las que me habló de su obra, la alegría de la publicación, y su insistencia, no pude más que arriesgarme a decir Sí.
Escribir para no olvidar nuestra historia y las historias que vimos es una práctica maravillosa, una tarea que debería de ser obligatoria. Porque podemos dar vida nuevamente: a lo gris lo volvemos a pintar de colores, con nuevas tonalidades, con nuevos brillos. Re-conocer lugares, paisajes. Invitar a los olores a que nos despierten y nos recuerden su esencia: Dar tono a las palabras y a las expresiones. Describir a los personajes, sus temperamentos, sus sufrimientos, sus alegrías.
Escribir es reinventar los pasos y repasar lo andado a la vera del camino.
Lograr que el lector se enganche y sienta, lograr las lágrimas, lograr que el lector participe de la historia y que camine entre los personajes y se adueñe de la trama, es maravilloso.
Todo esto lo logró conmigo A la vera del camino.
A la vera del camino es un libro compuesto de 27 historias catalogadas en cinco secciones: Sentimientos y afectos, Convicciones y solidarismo, Ausencia y nostalgia, Dramas y luchas, Madurez y despedida.
Son narraciones de la vida cotidiana, de personajes sencillos, humanos, asertivos, con errores. Sensibles, enamorados, decepcionados. Algunos otros alcanzando la paz que te regalan los años casi el final de la vida.
Cualquiera de las historias se puede parecer a la nuestra, o podemos entender al personaje o sentir ternura, emoción, molestia.
Leer estas narraciones me hicieron imaginar el acervo de historias ordenadas y estructuralmente guardadas en el archivo interno del autor: en su memoria. Relatadas con el intento, vuelvo a decir, de darles vida y no dejarlas morir, porque si no las dibujamos o las escribimos “los recuerdos se funden, se confunden, así de frágil será el pasado” dijo mi hermano (Enrique Servín).
El libro es una obra creativa, ingeniosa, emocional y narrada en un lenguaje sencillo que asegura la comprensión del texto.
Comparto unos párrafos de dos de las historias:
La flor de la guayaba.
(Página 23)
Hoy es 10 de mayo. Me levanté temprano, esperando me alcance el tiempo; tengo mucho qué hacer. Ya hace más de 48 años que no pasaba un día como este en la ciudad y pretendo que resulte único, inolvidable.
Antes de cumplir los 20 dejé definitivamente la casa de mis padres para ir a estudiar a otro lugar muy distante. Eventualmente volvía en verano o por Navidad, pero nunca para el Día de la Madre.
El hecho es que pude volver a la tierra que me vio nacer, Desde hace meses planeé el viaje y mi breve estancia con un solo propósito: saludar a mi madre y convivir con ella como antes no pude hacerlo.
Así pues, me levanté antes del amanecer, fui a trotar y, ya despuntando el sol, regué el jardín de la casa en que me hospedo, corté del árbol de guayaba un ramito con flor, me di un baño y tomé un jarro de café más un poco de fruta.
Todavía se sentía el tonificante frescor del rocío matinal cuando inicié mi plan: le propuse a mi madre dedicar el día para ir juntos a los lugares de su costumbre, que aprovecháramos para platicar y recordar tiempos pasados. Ella, en sus circunstancias, aceptó contenta, Así las cosas, nos dispusimos al inusual y emotivo paseo.
La historia me hizo sentir el olor de la fruta cuando amorosamente el personaje de esta historia cortó la ramita con flor del árbol de guayaba y la llevó con él, recorriendo el paseo con su madre, a quien fue a festejar por el 10 de mayo.
La ramita de la flor lo acompañó en la mano que llevaba libre, porque en la otra “parece” que llevaba la mano de su mamá recorriendo la Avenida Independencia y haciendo alto en la casa marcada con el número 1191, la casa que construyó su papá. Ahí desde la puerta de entrada recorrieron con los ojos cerrados… la casa: recordaron el taller del padre de oficio talabartero, los retratos en la sala, la cocina y sus olores. Quizá también ahí recordó que los lunes eran especiales para él cuando era niño.
El momento más emotivo fue cuando el personaje le entrega el ramito de flor de guayaba a su madre…. Ya hasta aquí les dejo la tarea de leerlo.
Creo
(Página 29)
Las siguientes semanas fueron de singular actividad: él aprovechaba espacios entre las clases convencionales y otras actividades propias del colegio para practicar los acordes básicos que iba aprendiendo con el instrumento de cuerdas, Poco a poco fue desatendiendo las tareas académicas por preferir los misterios de la guitarra, y era capaz de exigirse tanto que las yemas de los dedos más de una vez sangraron por el filo de aquellas cuerdas de metal; pero eso no importaba, valía la pena con tal de lograr el propósito de cumplir la sugerente orden de: “a ver si para cuando vuelvas me cantas con la guitarra esa canción.”
En su mente revoloteaba el estribillo principal de esa canción que dice: ¡Creo, creo, creo!
Me recordó el dolor de las cuerdas de metal de la guitarra que yo tocaba cantando con los muchachos de la Lealtad, y la emoción de escucharme entonada con mi hermana cuando lográbamos el tono de una segunda. Me hizo traer la guitarra de Toño, las noches de la Lealtad y las noches serranas, cantando y tocando con esas duras cuerdas de metal, así como al personaje a quien le sangraron los dedos hasta aprender y practicar la canción Creo. Me encantó la sabiduría de la madre que, como profecía y consolación ante el desamor, le auguró veladas maravillosas con su guitarra y con los amigos.
Cito al autor:
Un homenaje a hombres y mujeres heroicos y anónimos que en algún momento coincidieron con la imaginación o con la vida del autor, a la vera del camino.
Muchas gracias, querido Leo, por este regalo, que hizo emocionarme, me conectó con los personajes reales que han pasado por mi historia, y que han sido los maestros más humanos, sensibles y solidarios, los amigos de Creel y los de la Lealtad.
¡Muchas gracias a todos!
Zavala, Leo: A la vera del camino. Editorial Vía Áurea, México, 2023.
Gabriela Servín es licenciada en relaciones industriales, egresada del Instituto Tecnológico de Chihuahua.