Adalid y el Cielito lindo (Septiembre y sus temblores). Jaime González Crispín

Adalid y el Cielito lindo

(Septiembre y sus temblores)

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Para Adalid, mi hermana, todo era fácil. Desde el asunto de bañar a la abuela y atender a los canarios, hasta la ingesta de pastillas ‒la roja, la verde o la azul‒ sin contratiempo. Para ella todo era como tejer y bordar. Nadie como mi hermana a la hora de hacer rosquillas, preparar chocolate o pelar camarones, como cuando vivíamos cerca del mar. No, su imperio no era la cocina, pero cuando se adueñaba del espacio aquel donde sartenes y estufa eran lo esencial, ya estábamos salivando más de cuatro.

A la muerte de su esposo, Adalid vino de Padre Quino, un rancho norteño pegado al Pacífico, a la ciudad de México, a vivir conmigo. En su mirada trajo untadas dos porciones de mar y un poco de arena en sus labios de corazón, de allá, de nuestra Sonora querida. Porque si su mirada era azul, su sonrisa era de arena, arena suave.

A pesar de su edad madura, Adalid nunca supo por qué le daban miedo los aguaceros, fenómeno que siempre asoció con una lluvia de ranas que ella vivió en nuestra tierra sonorense, suceso que cuando quiso contar nadie le creyó, ni siquiera mamá.  “Digan misa, cabrones,” nos repetía cada que, con burlas, se tocaba el tema de su increíble historia de la lluvia de batracios.

Acá se quedó en el de efe, a vivir conmigo y con mis recuerdos de vieja secretaria y burócrata solterona. Contra mi vaticinio de que como buena provinciana no tardaría en volver a Sonora, acá se quedó.

Ambas, ella y yo, vivíamos de nuestras pensiones que nos permitían algunos placeres. Podíamos ir a tomar café, lindo café, a Sanborns o Starbucks, e ir y hacer la despensa a Wal-Mart o a La Comer. Por las tardes nos recargábamos de pie, descalzas, en el pasillo del breve muro interior del edificio, el de nuestro nivel; ella con su mandil rojo de bolsas grandes, repletas de almendras, yo con una alta copa servida de anís. A veces jugábamos cartas o dominó en la mesita dispuesta, cruzando apuestas; la que perdía se iba quitando una prenda de vestir. Hubo veces que terminamos desnudas y felices. Aunque igual hubo noches en que nos gastábamos leyendo o dormitando.

Este día fue lo mismo: Agua y alpiste a los canarios. Oración por la abuela recién muerta e incinerada. Recoger la cocina. Pasar el trapo por aquí, limpiar allá. E irnos al muro privado, al fondo del viejo elefante, edificio de cuatro niveles, en donde convivíamos con otros condóminos egoístas, iguales o peor que nosotras.

De pronto todo se puso negro.

Andábamos a tientas.

Luego perdimos la vertical y la brújula.

─¿Dónde andas, mujer? ¿Andas con los canarios? –pregunté cantadito, con ese sonsonete tan propio de nosotras las de Sonora.

─…

─No te oigo. Creo que se nos fue la luz –dije.

─….

─ ¡Responde, Adalid!, –grité con cierta exasperación–. Adalid, escucho ruidos afuera, ¡Ay, Adalid, Adalid, responde!

Después de un rato largo, la voz de Adalid se dejó oír lejana, como en eco.

─Dame la mano; ven, no tengas miedo; vamos al mar; juguemos a San Serafín del monte, antes de que lluevan ranas. Te estoy hablando, Adalid, ¿Por qué no respondes?

Pero mi hermana me contestó con una pregunta:

─¿Qué oyes, Carmela? –me dijo como en susurro, seguro con sus ojos azules clausurados, como siempre hacía cuando preguntaba algo.

─Nada. Solo el silencio. Y perros, oigo perros –dije con voz dolorida y baja, a la vez que agudizaba el oído.

Luego de otro largo rato, pregunté:

─¿Pusiste agua y alpiste a los canarios, Adalid?

─Sí, y bañé a la abuela.

─ ¡Ay, Adalid, pero si la abuela está muerta!

─También nosotras, Carmela, también nosotras; pero, escucha:

─Qué.

─Alguien canta el Cielito lindo…

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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