Quica y Josefina. Jaime Chavira Ornelas

Quica y Josefina

 

 

Por Jaime Chavira Ornelas

 

 

El espejo empañado refleja el rostro de Quica desfigurado y con una extraña mueca, ella suelta una sonora carcajada y su madre presurosa y con voz angustiada grita:

―¿Qué pasa, Quica? ¿estas bien?

Y solo contesta:

―Sí, mama.

Desempaña el espejo y aun sonriendo se peina, se unta crema y en el proceso tararea Cielito lindo. No recuerda dónde y cuándo fue la última vez que escuchó esa canción. Sale de su casa y el viento le levanta el vestido y le alborota su rubia cabellera, camina de prisa rumbo al trabajo. Es un día de primavera a pesar del viento, a Quica siempre le ha gustado sobre todo como hace que los árboles bailen a su compas, además de sentirlo como se cuela entre sus piernas y le levanta el vestido rojo plegado. Llega a su trabajo, entra en el edificio y el ascensor la lleva al cuarto piso mientras llega su mirada se topa con un rostro conocido y este le cierra un ojo y le hace la seña de un beso. Ella se sonroja y tímida baja la vista, llegan al cuarto piso y Quica se abre paso y sale de prisa, voltea de reojo y el tipo desaparece entre la gente.

Hay mucho trabajo, es un pasar de gente. En su cubículo captura, cuadra y actualiza documento tras documento, pasan las horas como minutos y ella solo piensa en que llegue la hora de comida para descansar y tomar un respiro. Del cubículo anexo le grita Romina:

―¿Dónde vas a comer, Quica?

No contesta porque está concentrada en el trabajo y le vuelve a gritar Romina con la misma pregunta.

 ―No sé, ¿y tú?

Romina:

―A ver.

Quica sigue concentrada en sus labores y el ambiente de números, letras, sonido de las máquinas de escribir, calculadoras, voces y pasos de aquí para allá. Llega la hora de comer y en minutos las oficinas quedaron en silencio, solo Quica sigue trabajando. Después de un rato se da cuenta que su estómago y sus entrañas le piden alimento, se levanta y sale de prisa, atraviesa la calle y llega a la fonda San Miguel. Allí están Romina y Cleofas, Quica pide comida corrida y se sienta con ellas. Salen de la fonda y se van a un parquecito a pasar los últimos minutos del descanso, la plática es sobre trabajo y el comportamiento de los jefes, resalta el tema de la discriminación de género, saben que los hombres tienen mejor salario que las mujeres. Se dan cuenta que ya es hora de regresar y caminan hacia la oficina animándose mutuamente. “Ya vendrán tiempos mejores”.

Pasaron días y Quica termino con éxito su cierre mensual que tuvo varios problemas pero que logró solucionar. Sus compañeras la felicitaron pero su jefe solo le dijo “buen trabajo”. A ella no le importo. Todo siguió sin novedad, la misma rutina, llegó el verano con sus calurosos días y falta poco para salir de vacaciones pero Quica no tiene dinero para salir fuera de la cuidad. Se dice una y otra vez “piensa como conseguir para ir a la playa” pero no hay dónde ni quién la pueda ayudar. Es domingo y va caminando rumbo a la iglesia, llega y al entrar siente cómo el solemne silencio y el olor de incienso la transporta a su niñez, a su espléndida inocencia cuando jugaba y había diversión en todo, cuando veía a su madre orar hincada con un fervor de monja, entregada a su fe y ella la imitaba.

Salió de sus recuerdos con la voz del sacerdote.

―En el nombre del Padre, del hijo y del espíritu santo.

Quica escucha toda la misa, todos salen pero ella se queda, entregada a una paz interior que nunca había sentido. Sale de la iglesia y camina rumbo al sector commercial. De pronto empieza a temblar, todo cambia, la gente corre de un lado a otro, gritan, lloran, los niños entre sollozos buscan a sus padres, Quica piensa en su madre, solo se queda paralizada en una esquina viendo como en una película de terror que todo se derrumba, el temblor parece eterno, las torres de la iglesia caen poco a poco, el suelo se abre con una grieta que parece un hocico gigante. Quica asombrada observa como todo se desmorona como si fuera tan frágil y liviano como el papel. En medio de la calle hay gente arrodillada pidiendo misericordia y perdón y ella piensa “es demasiado tarde”. Así como empezó así terminó, el escenario es devastador. Ella solo quiere llegar a casa y ver a su madre, empieza a caminar y no sabe por dónde ir pues lo que ve ya no lo reconoce, oye gritos pidiendo ayuda y confundida cree que todo es una pesadilla, que pronto despertará.

Llega a su casa y presurosa abre la puerta, no ve a su mamá por ningún lado, entra en la cocina, el comedor, la sala y nada, sale al patio y ve las paredes agrietadas a punto de caer, entra al baño y ahí está su madre acurrucada en un rincón con la mirada perdida, la abraza y la consuela como si fuera ella la madre, lloran y se funden en un abrazo reparador, se levantan y salen por la puerta que lleva a la recamara que también tiene paredes con grandes grietas, llegan a la cocina y se sientan para concientizarse de lo vivido, Quica no deja de acariciar la frente de su madre pues parece que la tranquiliza y viene a su memoria cuando eso hacia su madre cuando estaba enferma o cuando sufrió por su primer amor. Su madre se embarazó ya adulta de Quica y su esposo la abandonó cuando tenía cuatro meses de embarazó. Trabajó treinta años en una empresa de limpieza de la cual se pensionó; ahora, ya cerca de los setenta sigue siendo una mujer fuerte y sana, tal vez por el amor y la dedicación a educar y hacer de Quica una buena mujer.

Salen de la casa y se juntan con un grupo de vecinos aún muy asustados, unos lloran porque su vivienda está ya inhabitable a punto de venirse abajo, Josefina, la madre, solo les dice:

 ―Estamos vivos y eso basta, hay que darle gracias al Creador.

Todos guardan silencio y Josefina los anima para orar y dar gracias, se juntan y rezan con fervor. Escuchan las sirenas como almas gimiendo, la calle ya tiene otro semblante. Quica se queda viendo y piensa “tal parece que tenemos una nueva oportunidad de corregir el rumbo para que no quedemos en ruinas como todo esto”. Se dan a la tarea de buscar la manera de comunicarse con sus parientes en el norte del país, no hay luz ni teléfono en ciertas partes de la ciudad; Josefina recuerda que una amiga que vive en la parte alta podría tener teléfono. Consiguen comunicarse con los parientes y ellos les dicen que serán bienvenidas si quieren ir a visitarlos.

El edifico donde trabaja Quica esta clausurado, tiene daños irreparables. Están reunidos en una explanada enfrente del edifico y el gerente de recursos humanos les comunica que en una semana estará lista una oficina temporal mientas los directivos concretan una compra en la periferia de la ciudad. Quica se acerca con el gerente y le comunica que ella no trabajara más para la empresa, él solo le dice que pase en diez días a la oficina temporal a recoger su finiquito. Quica siente lo frío de la respuesta del gerente. Camina sin rumbo y el escenario parece un deforme gigante que esta echado después de haber engullido hombres, mujeres, niños, casas y edificios. Llega a su casa y se sienta en la orilla de la banqueta, observa su casa y parece que sufre pues pronto será demolida junta a varias más en la colonia, esa casa que la vio crecer, que le dio techo y calor, donde plantó una semilla de durazno y que ahora es ya un árbol además de todas las plantas y helechos en el patio. Suspira y se aleja despidiéndose.

Pasó el tiempo y con él la mudanza al norte, el adaptarse al cambio, un cielo más azul y los parientes que se volvieron familia. Quica y Josefina son el claro ejemplo da valor y fe, pero con el tiempo llegan los achaques de la vejez, ahora a Josefina ya no es tan fuerte pero Quica está siempre pendiente entre el trabajo y el amor que llegó para quedarse con el nombre de Jacinto. Pronto se casarán y no dejaran a Josefina sola, aunque ella les dice que no importa.

El ayer dejó experiencias, el hoy es para ser feliz, mañana es solo una ilusión que Quica y Josefina lo viven con intensidad en su pequeño mundo. Yo las conocí y aprendí mucho de ellas, lo que más atesoro es el recuerdo de su honestidad y entrega para servir y seguir adelante a pesar de las adversidades.

 

 

 

Jaime Chavira Ornelas es un sobreviviente de la desintegración familiar; estudió comunicación y manejo de negocios en el Colegio Comunitario de Maricopa en Phx. Az USA; tiene diplomados en exportación, importación y manejo de aranceles por Bancomext, también varios cursos de inteligencia emocional y lingüística. Trabajo para empresas a nivel gerencial. Actualmente es pensionado por el IMSS. Escribe cuentos cortos y poemas ácidos.

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