A la luna
Por Jaime González Crispín
La lluvia necia estuvo afuera cuatro días con sus noches. La gente del hotel me comentó que acá raras veces llueve, pero afuera había agua de sobra para desmentirlos. Estaba lejos de mi ciudad y lo resentía.
Releí ya los diarios, los nuevos y los atrasados, que uno de los empleados me trajo como recurso contra el aburrimiento, pues la señal de televisión, el teléfono y hasta la electricidad estuvieron boqueando, ahogados.
Mi tarea de notificador de embargos hacendarios quedó suspendida por el diluvio. Ahora solo pensaba en Amelia que debía andar preguntando a todo mundo por mí, repartiendo amenazas en mi contra al no tener claro mi paradero, allá en nuestra ciudad. Amelia es así, crítica y dura en su plática con los amigos comunes y aun con los ajenos. Yo la conozco de vuelta entera. Pero te aseguro, Rebeca, que es una buena chica, curiosa y risueña, aunque a veces necia. Reconozco que lo único que la pierde es la desaseada manía de chuparse en público el índice izquierdo; ah, y comer rebanadas de pan dulce sopeado en cerveza. De ahí en fuera, ella es linda, linda y puntal, como dicen que son los ingleses.
Del periódico ya empecé a releer hasta los anuncios. Hoy, sin embargo, una inserción me llamó la atención. “Se solicitan conejos”, dice. Dan la dirección y un número de teléfono. Mi flojera me llevó a imaginar las filas de conejos con el periódico bajo el brazo para solicitar las vacantes. Pensé que algunos irían con anteojos, moviendo sus largas orejas como antenas mal afianzadas en el techo de su cráneo.
Mi falta de actividad me puso de talante ríspido. “Pendejos, como si los conejos supieran leer, como si… está bien, es su periódico”, —reflexioné, renegando.
Si Amelia estuviera acá, seguro ya estaría pidiéndome que fuéramos a ver, a informarnos de cómo está eso. Pero como ella no está acá, entonces al carajo la fila de conejos comiendo zanahorias en la fila de espera, mientras se los recibe y se les explican de qué se trata.
Ayer escampó. Esta mañana, aunque el sol no es totalmente amarillo, se colgó tímido en el cielo. Ya sin lluvia, me preparé. Salí a la calle. Desayuné por ahí, con calma y con Amelia pegada a mi oreja y a mi portafolio. Pregunté aquí y allá. Fui entregando amenazas oficiales de la oficina de impuestos, propias de mi labor de cartero del diablo. Toda la mañana la dediqué a torcer ánimos, a sacar de los contribuyentes los más candentes epítetos contra el Gobierno.
Dueño de la tarde, me encaminé a ciegas por cualquier rumbo de este charco hecho ciudad. Caminé y di con la dirección aquella, la de donde solicitaban conejos. Y ahí estaban, uno tras otro, en fila, callados, por más que algunos intercambian breves palabras. Eran pocos. Los había que fumaban. Y también quienes no, protestando enérgicos, moviendo su cabeza de un lado a otro, con su nariz respingada y sus bigotes de alambre. En la oficina, una mujer gorda con anteojos puestos en la punta de su nariz llevaba el orden de entrada de los aspirantes a la entrevista.
En la espera, algunos fingían leer la prensa, en especial la página de clasificados. Otros vestían overoles azules o grises, influidos unos por un comercial de pilas, otros por un pegamento “de locura”. Los hay que portaban traje de tres piezas y moño al cuello, como el de cierta revista para caballeros, y dos que vestían camiseta azul, deportiva con una cruz blanca en el pecho y el nombre de Pérez en la espalda. Todos caminaban verticales, como humanos, por más que lo hacían a saltitos.
Ah, si Amelia viera esto.
Llegué hasta la encargada quien, con mirada inflexible, me advirtió, con el lápiz apuntándome y meneándolo como si tocara el platillo de una batería:
—Es solo para conejos.
Me presenté con la charola de mi credencial de cobrador de impuestos. Ella mudó su actitud y me dio una enredada lección sobre la luna y sus cráteres; de las historias y leyendas que se han escrito; de sus fases, de sus mil amantes, de toros enamorados, poetas, sapos cancioneros, pintores, brujas y franceses que la creen de queso.
Cuando la gorda advirtió mi cara incrédula, me dijo que, en pocas palabras, se estaba haciendo una selección muy cuidada para enviar un conejo a la luna, para sustituir al que en ella se apareció desde tiempos inmemoriales, el cual, en el reciente ciclo lunar, había muerto.
“El sueldo es muy bueno”, me aseguró.
Ah, si Amelia viera esto.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.