Julio de Jaime
Zapatos grises
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Por Jaime González Crispín
La mujer recogía las decenas de cajas y zapatos que quedaron regadas por toda la sala; ella misma las había tirado a puntapiés. Ya no estaba Luis, su ex marido, para ordenarlas atendiendo talla, color, tipo de calzado, precio, etcétera; ni Lourdes, la exempleada que recién se fue a Potosí a enterrar a sus padres; ni Amelia, que con diecinueve años se convirtió en su maestra y ella en su alumna de cincuenta y tantos.
Estaba sola otra vez, confundida por su nuevo rol de madre tardía. Extrañaba a Luis, quien por largo tiempo se encargó no solo de surtir el calzado de León Guanajuato, sino de casi todo lo que tenía que ver con sus vidas matrimoniadas. Vivían de vender calzado y les iba bien, hasta el día que él ya no regresó, se quedó a vivir en el Bajío con otra mujer con el argumento de que ella sí le daría un hijo. Porque ella, Andrea, nunca pudo, jamás logró embarazarse, por más que buscó remedios modernos y arcaicos.
Ya sin el marido, un anuncio garrapateado en un papel y puesto por ahí solicitando una empleada, le trajo a Lourdes, Lula, casi una niña, a la que le fue quitando las ramas que traía de su pueblo: Valles Potosí, hasta formarla a su gusto y necesidad. Lula se quedó a trabajar y a vivir con ella. Dócil limpiaba aquí, acomodaba allá, en la cocina, en la tienda, en las cuentas, en casi todo. En tres años la muchachita se le metió en la vida. Pronto Luis se convirtió en un recuerdo y Andrea tomó las riendas de su propia suerte.
El renovado gusto de vivir llevó a Andrea a bailes y festejos, un poco por su deseo de correr mundo, pero más por sacar a Lula a que conociera gente. La niña se hizo mujer y no tardó en tener contacto con otras y otros de su edad. Los sentimientos de Andrea por tener un hijo, así fuera de otra matriz, se reavivaron. Alentaba la posibilidad de un noviazgo de la chica, una boda, un bebé. Mientras que Lula, montaraz y feliz, abría grandes los ojos y todo se lo bebía.
Los sábados era cuando la joven hablaba con sus padres por teléfono, y en no pocas ocasiones ellos le pidieron a Andrea que, por la virgencita de Talpa, se las cuidara. Las cosas cambiaron la noche en que hablaron para avisar de la grave enfermedad de los padres. Lula partió. La mujer pensaba que sería solo por unos días, pero Lula jamás regresó y en su lugar le mandó a Amelia.
Amelia, menuda, ojos rasgados, boca chica, falda corta y mechas de colores, se presentó ante su puerta. Con su facha entre hippie y emo, la mujer no creía posible que Lula recomendara a tan extraña chica; no empataban los elogios de Lourdes con aquel manojo de huesos, rara no solo por su imagen, cuanto por su actitud taciturna. Aunque tuvo dudas, terminó por adoptarla.
Los primeros días fueron de suspiros y alientos. La muchacha no quería dejar su moda en negro. Lo más que negoció, a regañadientes, fue otro corte de pelo; a poco otro tipo de maquillaje y distinto calzado, y moderar la jerigonza al tiempo de hablar. Pero su figura seguía chocando contra su ánimo de mujer mayor.
Amelia hacía cuanto le pedían, excepto dejar de fumar. Los tianguistas, compañeros y vecinos de mercado del calzado, notaron la diferencia entre Lula y Amelia, pero a poco la extraña chica se los fue ganando, igual que a Andrea.
Amelia gustaba mucho de invadir la cocina, le encantaba meterse entre ollas y sartenes. Sabía de tomillo, laurel, cominos, clavos y otras yerbas; el tamaño de las pizcas para preparar platillos, sobre todo los de la cocina poblana. Se le veía seguido bebiendo agua y también buscando baños; sus dolores estomacales eran frecuentes y caminaba siempre cerca de la náusea. Su figura era la de quien padecía gripe estacional.
Con todo, como humedad, se le metió a la mujer: pronto la convenció de contar con una computadora. Sugirió que no solo vendieran zapatos y a poco se agregaron a la venta cinturones y bisutería. Ya ganada la confianza la acercó al inglés; tardes hubo en que la llevó a dar paseos en bicicleta, cuando no a las clases en donde bailaban zumba. Fue ella quien le encendió el deseo por viajar y la llevó de paseo a Guadalajara, a Puerto Vallarta y a Real de Catorce. Cambió a José José por Alejandro Sanz. Muchas veces bailaron y cantaron en la sala de la casa al ritmo de 4:40 lo de ojalá que llueva café en el campo; tardes enteras intercambiaron toda maquillajes; tejían suéteres y bufandas; preparaban pasteles o galletas, y por iniciativa de la muchacha, Andrea hizo suya la costumbre de dormir desnuda.
Siempre de negro, sonriendo, con un pañuelo facial para la gotera de la nariz, Amelia subía y bajaba por la vida de ambas. Andrea daba las gracias a Dios y a Lula por haberle enviado aquella agente de ventas que estaba situada ya al norte de su corazón.
Las pláticas entre las mujeres trajeron las confesiones: ella era de Puebla, capital; sus padres la habían corrido de casa y rodando había llegado a Valles, a Lula. Sí, había probado la mariguana, una vez, ¡oh, bueno, varias veces!, pero no era adicta. Lo que sí, le gustaba y lo confesaba sin rubor era meterse con hombres, pero me cuido, aseguraba.
Las cosas llegaron al punto de que una vez Amelia le consiguió amores con un maduro guitarrista de flamenco que estuvo de paso en un bar local.
La niña de negro se encargaba con esmero del acomodo de la mercancía y de su venta. Era dura en el regateo y hábil en las ventas. Animada por Andrea, cambió los muebles de la casa, no solo de posición sino que los impregnó de un aire minimalista; igual propuso y trajo a casa un pequeño chihuahua. Un día llegó rapada y casi la convenció de que hiciera lo mismo, logrando solo un tinte castaño para el entrecano pelo. Por las noches jugaban cartas y se tomaban unos tequilas. Pero a lo que la chica nunca accedió fue a que la acompañara a las tardeadas o bailes en el pueblo. Vestida de negro se maquillaba, se perfumaba, llenaba su cuello de bisutería y salía diciendo:
–Ya vuelvo.
Andrea esperaba hasta tarde, aunque luego se dormía. Al día siguiente, su cara larga era borrada con un desayuno en la cama con jugo, café, pan tostado y, ¡oh!, un beso en la frente de parte de aquel ser tan raro.
Las cosas pasaban como en novela de televisión, hasta el día en que la sorprendió inyectándose. Le gritó y hasta le disparó una bofetada. Ella ingrávida cayó al suelo. Andrea solicitó el auxilio médico. Al cabo, volvió en sí. La mujer escondió su cara de vergüenza y ofreció disculpas pues el doctor le informó que era insulina recetada lo que la niña se metía para su avanzada, oculta y mal tratada diabetes juvenil.
–Contactemos a tus padres –propuso Andrea.
–Primero muerta –contestó la otra.
Pasado el trance, la mujer le rogó que estudiara alguna carrera, aunque fuera corta; no. Que se buscara un novio formal. No.
A partir del evento, la mujer estuvo siempre pendiente de la diabetes de la chica y se desvivía dando consejos; ella, desenfadada, a veces atendía, las más no.
En silencio, Andrea volvió a hacer suya la idea de que aquel nudo de energía juvenil pudiera ser la madre de un niño; sí, un niño que alegrara la vida. Y comenzó a darle vueltas al asunto. A pensar que si… que, bueno, por si acaso… que si de pronto… pero no se animaba a hablarlo con ella, más por el temor a que le abandonara.
Las cosas llegaron sin pedirlas. La mujer que perdía el sueño pensando en cómo plantearle que tuviera un hijo y que se lo regalara, o que lo criaran entre ambas, de pronto escuchó de sus labios que se sentía rara, que los senos le estaban creciendo, que la barriga le temblaba.
Sí, estaba embarazada.
Entre confusa y mareada por el niño en gestación, la muchacha entró en un periodo inestable. Andrea le hablaba más con sabiduría de mujer mayor que por experiencia maternal, y calmaba sus arranques de llanto alternado de ira. Las visitas al médico se hicieron constantes hasta el día en que ella habló, con los ojos anegados, de un aborto. Andrea dijo que no. Ella amenazó con irse de casa. Vinieron las súplicas de que dejara nacer al bebé, que se lo dejara para su crianza y cuido. Ella aceptó, no sin antes poner condiciones tan burdas como inocentes.
Los meses pasaron. La tinaja de la niña se colmó. Nunca preguntó por el padre. Por la calle, siempre con su falda corta, negra, la chica paseaba con parte de su vientre al aire recibiendo parabienes de los conocidos y burlas de los hipócritas.
A cada consulta los médicos advertían de los peligros que podrían sobrevenir por lo delgado de la madre, por su estado diabético y por las secuelas de la mariguana que la chica mentía haber dejado.
El día del parto devino la pérdida de conocimiento de la joven. Los médicos anunciaron que había problemas. La muchacha, descompensada, entró en un estado comatoso que ponía en peligro su vida. Finalmente, la chica murió.
Al sepelio asistieron los tianguistas que la lloraron. Andrea maldijo a todo y a nada, intentó contactar con Luis para que la acompañara, sin fortuna. Después de algunos trámites oficiales el bebé llegó a su vida, a su casa.
Ahora Andrea tenía un varoncito, su hijo deseado. Lo cuidaba en recuerdo de aquella criatura extraña, aunque los médicos le alertaron por el frágil estado de salud del neonato y al diagnóstico de ceguera que más temprano que tarde le aquejaría, y eso la desconsolaba, pero jamás perdió la esperanza.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.