Día mundial de la escritura
La experiencia literaria
Por Héctor Jaramillo
Revisando reliquias familiares, mi mamá encontró hace poco esta hojita que escribí hace 55 años. Fue una tarea escolar: Mi mejor amigo, dedicada a Jesús Yépez, de cuya amistad a la fecha tengo el privilegio de disfrutar.
La comparto ahora porque al releerla (no recordaba haberla escrito, ya que permaneció más de diez lustros en un cajón) me asombré de la familiaridad que tenía desde entonces con el lenguaje escrito. Suelo impartir talleres de redacción, y rara vez encuentro esta habilidad entre gente adulta. No lo digo como presunción; al contrario: esto es más bien una confesión, o al menos el testimonio de una vocación ni esperada ni mucho menos buscada: mientras mis vecinitos se quebraban brazos y piernas subiendo árboles y bardas, o se destrozaban las rodillas jugando fut y canicas, yo pasaba mi infancia leyendo.
Jesús, mi amigo protagonista del texto que comparto, y su hermano Luis, fueron los únicos amigos de mi infancia. La escuela para mí fue una banca de tortura donde pasaba horas callado y sentado. De vez en cuando era rescatado por algúna alma caritativa que al poco tiempo se cansaba de mi timidez, mi falta de entusiasmo social y mi nula facilidad de palabra. Las fiestas infantiles de los hijos de las amistades de mi madre me daban terror, y las pasaba agarrado a su falda, resistiendo a integrarme a jugar.
En quinto año de primaria ya había leído Cien años de soledad, y años atrás me había leído la colección completa de Julio Verne en unos libros de editorial Aguilar gordos como una Biblia, hojas de papel cebolla, así como la saga completa de Lobsang Rampa, donde inició mi pasión por los temas esotéricos que me aseguraban una paz interior que me era desconocida en esta tercera dimensión. Tuve el privilegio de vivir rodeado de libros e impulsado por el ejemplo de mi padre y mi madre, grandes lectores.
Al llegar la Universidad no me quedó de otra más que entrar a la entonces escuela de Filosofía y Letras, a estudiar letras españolas. Los temas se me hacían pan comido, y contribuyeron a llevarme a pasos agigantados a profundas depresiones y serios trastornos de personalidad con los que sigo lidiando. De aquella época queda como testimonio un librito atormentado, Dios y otros cuentos sonámbulos, que Rubén Mejía tuvo a bien publicar, 10 años después de escrito, en su naciente empresa Ediciones del Azar, en una hermosa edición ilustrada por Felipe Alcántar.
Poco después de salir de la escuela abandoné por completo las letras: dejé de leer y dejé de escribir durante 15 años. Fui rescatado por la fotografía, cuyo oficio aprendí de mi maestro Gabriel Ortiz.
La fotografía me permitió tener contacto con la realidad real, y alejarme y descansar del espejismo en forma de laberinto existencial de la vida virtual del lenguaje. Por aquellos tiempos me encontré con una querida compañera, catedrática de la UNAM, quien me dijo que en su clase mostraba a sus alumnos como ejemplo de ensayo uno que yo había escrito en una clase. La (no recuerdo qué) en la obra de (no recuerdo quién). Me quedé en blanco: había olvidado ese ensayo y no sabía de qué autor me hablaba. Me olvidé por completo del mundo de las letras y de las teorías del lenguaje.
Me entregué de pico al mundo de la fotografía, y pasaron, como dije, 15 años para volver a leer y escribir: cualquier texto escrito me asustaba a niveles de fobia. Tras ese lapso de descanso me encontré con una persona que había leído el librito publicado por Mejía, y me animó a volver a la literatura. Era tan grande su pasión por las letras, que me re inflamó de tal pasión. Me di una oportunidad y comencé trabajando en un género que admiraba y que se me hacía casi imposible: la novela. Para calentar motores escribí una de humor negro, El Jarrys Porker y la peda filosofal, donde manejé a más de 50 personajes con profundidad y cariño. Entusiasmado por la lectura de ese libro, mi amigo Rubén Tinajero me encargó la fotografía para el libro de gran formato: La Quinta Gameros, esplendor de un siglo, y me tuvo la confianza para escribir la biografía novelada de Manuel Gameros. Resultó una noveletta que personalmente me satisface mucho.
Después siguió la escritura de otra novela muy experimental, tan extensa como fallida (400 cuartillas de las que no rescato ni un párrafo, jaja), y otra novela cuyo nombre omito porque está en concurso. He escrito también tres libros de poemas cuyos nombres también omito por lo mismo.
Sobre los concursos literarios: los aborrezco. Me parece la forma más eficiente para desanimar a quienes comienzan a escribir. Yo concurso solo por el dinero que, con suerte, pudiera ganar. Únicamente he ganado uno: el Premio Chihuahua de Literatura, con un ensayo literario de más de cien cuartillas que escribí con la sola intención de apantallar a los jueces. Me urgía la lana. Le di a mis recientes textos la última oportunidad de participar en premios este año 2023. Si ninguno gana, me avocaré a promoverlos de otra forma, con las estrategias actuales de la mercadotecnia digital.
Los escritores que más me influyeron en los años escolares fueron García Márquez, Cortázar, Borges… pero en la actualidad los autores que leo y releo con pasión y de quienes me dejo influir son Henry Miller, Yasunari Kawabata, Carlos Castaneda y Bret Easton Ellis. Son autores cuya personalidad, cuyo ego, se hace a un lado para permitir que la vida emerja. Esa es la enseñanza que me ofrecen.
Borges decía que solo existe un libro, un solo libro que lleva milenios escribiéndose por una sola mente: la mente colectiva. Sostenía que quienes nos dedicamos a escribir únicamente somos figuras individuales que contribuimos con nuestras cortas líneas a la escritura de ese gran libro universal. Los nombres individuales, chispas que surgen y desaparecen, serán olvidados, pero el gran libro se seguirá escribiendo. Estoy totalmente de acuerdo con ello. Espero que algo de lo que escribo llegue e influya, para bien, en el ánimo de quienes me rodean, y que lo rescatable para el porvenir se integre a esa gran obra colectiva.
Por tal razón me parece más apropiado nombrar este día el Día Internacional de la Escritura, y no de las y los escritores. Nuestros nombres individuales se olvidarán, pues son apenas una firma garabateada en un pequeñísimo ladrillo que hemos colocado en el inmenso, asombroso y maravilloso castillo de la literatura, que seguirá escribiéndose mientras la humanidad exista.
Héctor Jaramillo estudió letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Escritor, editor y fotógrafo, ganó el Premio Chihuahua en Arte, especialidad fotografía, y el Premio Chihuahua de Literatura. Ha publicado los libros Dios y otros cuentos sonámbulos, El Jarrys Porker y la peda filosofal, La Quinta Gameros, esplendor de un siglo, entre otros.