Blanca Nieves. Jaime González Crispín

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Blanca Nieves      

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

A Blanca Nieves lo que Dios le dio de negro se lo quitó de estatura. No era un enano declarado, pero sí un negro evidente, aunque creo que a él poco le importaba: de ojillos vivaces y boca bemba, Benito, o Blanca Nieves, a veces se desdoblaba con actitudes agresivas, aunque nunca como para matar a un cristiano.

Nuestra llegada al rancho agrícola aquel había sido simultánea. Yo llegué al filo del mediodía, contratado para tareas de topografía; él por la tarde, para trabajos de limpieza.

Para la hora de comida de aquel mi primer día, Malino, el encargado, me llevó por las instalaciones del rancho, copia burda de los que se veían en las películas de John Wayne. Más allá, las tierras de cultivo, anchas, dispuestas, flanqueadas por enormes cerros de troncos y ramas que máquinas habían arrancado hasta habilitar aquel páramo como terreno de cultivo. Tierra virgen, agua, sol, trabajo, maquinaria e insumos agrícolas, elementos mínimos para las buenas cosechas.

Pero abundaban las culebras de cascabel. Vivían desplazadas en los montones de palos que se secaban a las orillas de los terrenos de cultivo y monte adentro. Buscando el fresco, las sierpes se enroscaban bajo los melones, las sandías que por miles se desarrollaban en los plantíos bajo el cultivo de los peones. Hubo muchas veces que se atrevieron y llegaron hasta la finca.

En el comedor, Malino me mostró a los peones de labrantío que comían a sus anchas. Todos hombres rudos, de sombrero, caras duras y camisas de manga-larga, pantalones de mezclilla y altas botas de trabajo; comían a la vez que miraban entre indiferentes y curiosos. Cuando salíamos, alcancé a oír entre risas burlonas y el olor de chiles tatemados, cebolla picada y patoles a medio cocer que escapaban de la adjunta cocina.

—¿Quién es ese puto?

—Es mi funda.

—Es tu Sancho.

Me instalaron en un cuarto de amplias ventanas hacia el patio, con mesa de trabajo, lejos del dormitorio de la plebe. Estaría trabajando dos semanas, a lo más, en aquel comal caliente.

Al otro día, a la hora del desayuno, conocí a Benito, el cuasi enano. Melino nos presentó ante todos:

—Él es el ingeniero Ortiz —les gritó— y él es Benito.

Entre risas de unos y aplausos fingidos de otros, Melino les comentó de nuestras tareas. A la salida del comedor, entre voces anónimas, volví a escuchar lo de “pinche ingeniero puto”, pero también “Blanca nieves”, dirigido con sarcasmo a Benito.

Al día siguiente, cada uno a lo suyo.

Un par de hombres me acompañaron por el campo, ese y otros días, cargando mi teodolito y las regletas de escalas rojas y negras. Por las noches nos reuníamos en el salón de juegos a tomar coca colas frías y a contar mentiras. Unos le entraban a la baraja, otros al dominó, pero siempre sin apuestas. Benito se apartaba.

Una tarde, un grupo de peones se arremolinó en el patio. Yo me acerqué, también, a ver qué. Era Benito que jalaba con su mano derecha una víbora cascabel y con la izquierda un costal de ixtle. El reptil, según mis cálculos, era de este pelo: un metro cincuenta, con un diámetro promedio de quince centímetros y un peso aproximado de ocho a diez kilos. Benito era el ombligo del mundo en ese momento. Vació luego el costal y aparecieron, también, cerca de quince serpientes, sin cabeza, pero ninguna como la primera. Unas estaban ya muertas, otras se movían, ciegas, como nudos torpes, con las virutas que de vida quedaban en sus cuerpos cilíndricos.

Aquello me llamó a la náusea, al miedo. Frotaba mis antebrazos, encogía los hombros hasta casi tocar con ellos mis orejas, y mi cuerpo se arqueaba muy cercano a la náusea. Los otros miraban entre el éxtasis y el morbo. Una a una, el enano negro fue tomando las culebras hasta un alambre por él dispuesto, a su estatura, y las fue tendiendo como quien pone a secar calcetines de tubo largo o medias de mujer. Terminada la tarea, el enano, ampuloso y engreído, se dirigió a todos y dijo:

—Yo soy Benito, Benito el ejecutor de serpientes— mientras se pavoneaba, el muy enano. Luego fue hasta donde estaba yo y buscándome la cara me gritó:

—Yo soy Benito. —Y enfatizaba. Benito y no Blanca Nieves, como me dices tú.

Estaba claro que el enano había comprado la idea de que había sido yo quien le adjudicó el sobrenombre. Quise desmentirlo, pero él me cortó. Para colmo, esa noche, animales predadores se llevaron las sierpes dejadas en el alambre. Benito no solo me culpó, sino que amenazó con vengarse.

Pocos días después, cuando amanecía, me sentía pesado sobre el camastro. La sábana que cubría mi cuerpo para el leve fresco matinal estaba húmeda. Entre dormido y despierto jalé una de sus puntas, pero seguía pesada. No supe qué pensar. La somnolencia no me lo permitía. Seguía boca abajo con el brazo derecho doblado y metido bajo la almohada. Había algo, sin embargo, que me inquietaba y que se movía a mis pies. Con mis dedos toqué algo entre macilento y gelatinoso. Abrí los ojos y la imaginación. “Es una cascabel”, supuse. Estaba fijo, sin movimiento, sin saber qué hacer.

Mi sextante mental se movió, el cordel de mi plomada igual. «Daré un brinco, rodaré sobre la tarima de la cama; con un puntapié, rápido, me desharé del animal». Pero solo lo reflexionaba, no lo hacía, no hasta cuando sentí en la entrepierna un bulto que se metía, incierto, sin rumbo; pegué el brinco hasta quedar fuera de la cama.

Ya de pie, las vi. Eran muchas, no sabía cuántas. Todas sin cabeza, pero moviéndose, sonando sus sonajas de cola, con el último aliento que les quedaba de vida. Nadaban ciegas, ondulantes, avanzando sin caminar, sobre la cama, encima del colchón, húmedo por la sangre que brotaba de sus cuellos recién cercenados.

La orina me ganó. El vómito se presentó junto con un incontrolado temblor. Así estuve un rato largo, hincado y goteando por los ojos. Al rato, medio repuesto, pude ponerme en pie y asomarme al ventanal.

En el patio, el enano negro se pavoneaba sonriente, como dueño de circo.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al curaAlambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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