El día en que murió Malraux
Por Gustavo Hirales Morán
André Malraux todos lo saben fue
cualquier cosa:
un monstruo mitológico y magnífico,
emblema de unos tiempos preteridos
que ya no volverán.
Todos le recordamos vivo y ya con un pie
en la Rotonda de los hombres ilustres,
inaprensible para la contemporaneidad
mediática y furiosa de este siglo veintiuno.
Por eso tengo en la mente ese día nítido en París,
con cierta luminosidad brumosa y las calles mojadas;
los diarios con sus ediciones especiales
dedicadas a la gran figura ideal, al hombre misterioso,
neurasténico y frágil ‒sufría de depresión‒,
que había experimentado atroces tragedias
familiares, como la muerte de sus hijos
y otros dolores y duelos humanos que lo convertían
(junto con su leyenda grave)
en un heterodoxo de las ideologías,
un aventurero sin más,
un paradigma de su clase y su tiempo,
un ídolo, un Coloso de Rodas
con pies de barro,
un ser irreal encerrado y hermético
en los aposentos de su vasta gloria:
el Víctor Hugo de nuestros días…
En ese año de 1976
el reino era todavía
de Jean Paul Sartre, de Louis Aragon
y las ideologías de la izquierda marxista
(aunque ya surgían por aquí y por allá
los veneros del proclamado antídoto
contra el totalitarismo).
Seguíamos en plena guerra fría
y las figuras de los revolucionarios
de América Latina (el Che a la cabeza),
eran sin embargo el ejemplo a seguir.
El golpe contra Allende apenas reciente,
la Unión Soviética, aún poderosa
(si bien no excesivamente “soviética”)
y acababa de morir el presidente Mao Tse Tung.
Los intelectuales en tanto eran de izquierdas.
Solo Malraux se había cargado al otro lado
(¡viniendo de donde provenía!),
y su liderazgo en contra de mayo del 68
era detestado por la juventud de la Rive Gauche
y por los rebeldes melenudos del Quartier Latin
que no sabían ni querían saber
de China, de España o de Indochina,
ni de su primogenitura en la legendaria gesta
de la Resistencia.
El viejo y grande carcamán burgués
había terminado de lado del Establecimiento
(tampoco en Montmartre lo querían),
y en ese barrio de Neuilly donde leía la prensa
y escuchaba la radio con la noticia de su muerte,
se percibía el final de toda una época,
la muerte definitiva de la era Gaullista
y sus desmesurados sueños de «grandeur»,
cuando en realidad asistíamos al inicio
de la nueva decadencia francesa,
ya sin usted, querido don André,
ya desterrado y lejos
de sus panteones y sus discursos,
lejos de su pompa republicana y burguesa,
lejos de los libros que nos enseñaron a vivir
y a morir en la historia,
lejos de toda esperanza,
lejos de sus hazañas viriles,
lejos de su adusta y genial figura inaccesible…
(con un guiño a Eduardo García Aguilar,
en cuyo artículo “La muerte de Malraux”, en Excélsior, me inspiré).
Gustavo Hirales Morán, escritor mexicano, ha publicado La Liga 23 de Septiembre, orígenes y naufragio, Memoria de la guerra de los justos, El complot de Aburto, Camino a Acteal, Chiapas, otra mirada y Siempre de nuevo. Escribe también periodismo en El Nacional y Unomásuno, Nexos y Etcétera.