A tu padre
Por Jaime González Crispín
Vine a entregarte lo que quedó de papá. Yo mismo saqué sus huesos del pozo de la noria donde se escondió, donde murió acribillado por la policía que lo buscaba por haber matado a dos padrecitos y un juez.
Fue mamá Caro a quien se le ocurrió que papá se escondiera en el pozo de la noria de una casa en la que nos escondíamos todos, lejos de San Jorge Bendito, donde vivimos primero. Por días yo le llevé platos y viandas con alimentos, metidos en una cubeta, los que bajaba dando cuerda a través del malacate. Una mañana la policía llegó. Buscaron por todos lados en la casa. De últimas, uno fue y metió el cañón del rifle y disparó repetido hacia el plato oscuro de la noria. Después de eso, en vez de agua el pozo empezó a servir hedores.
La noche de los muertitos que hizo papá –dos religiosos y un juez– él llegó tarde a casa. Nos despertó a todos. A ti te regaló una bolsita de paño morado con una moneda de oro; cuando pedí la mía, solo me dio un escapulario de cuentas de vidrio. Días después robé tu moneda; mi colguije, sepa. Luego vinieron los días de ir de aquí para allá, escondiendo la marca de ser hijos de un mismo padre, pero de distintas madres, aunque hermanas, ellas.
Esos fueron los últimos días en que tú y yo nos vimos. Vino luego tu ingreso al internado militar, con apenas doce años. Yo seguí pegado a la mano derecha de mi mamá y a su gesto huraño, y pegado también a la mano izquierda de la tuya, la tía Ticho. Ambas recriminándome por no haber aceptado irme contigo y estudiar para soldados. Así viví, siempre con la cantinela repetida y rayada de que tú te parecías más a papá, y yo a ellas. Hasta que murieron.
Porque tú y yo tuvimos un solo padre, pero dos madres, hermanas ellas, ya lo dije. Tú naciste de una, mamá Ticho, yo de mamá Caro. Vivíamos en la misma casa. Comiendo la misma sopa y jugando en los mismos patios. Con ellas el abecé, porque no fuimos a ninguna escuela. Con papá: Delicados ovalados sin filtro, monturas, caballos, vino. Y mil chismes de amoríos de él.
Siempre te aventajé en las letras, tú en lo demás.
Nuestra inocencia fue alimentada por la cómplice anuencia de nuestras madres. Tal vez fue el miedo de ellas a enfrentar aquel hombre. Quizá solo fue solidaridad fraterna. O amor, enfermo y todo. A lo peor, fue la indiferencia que hace que todos abran los ojos para unas cosas y los cierren para otras.
Por tus escuetas cartas, según me contó mamá, estabas preocupado porque los restos de papá fueran sepultados en sagrado. Les prometí recuperar la osamenta. Les prometí buscarte. Les prometí, también, enterrar los huesos de nuestro padre.
Y acá vine.
Hoy es el último día que te espero.
No me quisiste recibir, escondido en tu pozo verde militar, a pesar de que te avisaron varias veces que esperaba para hablarte tu hermano. Con uno de los de acá te dejo la caja de cartón con los huesos. También la bolsita de terciopelo con la moneda de oro, aquella, la que te robé. No quiero tener nada tuyo.
Y te escribo una nota:
“Chinga tu padre”.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.