Viva la revolución. Jaime Chavira Ornelas

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Foto Pedro Chacón

Viva la revolución

 

 

Por Jaime Chavira Ornelas

 

 

Corrí hasta llegar a la cueva del chanate, sentía los pasos muy de cerca. Los peones que de seguro solo me perseguían por lambiscones, por quedar bien con Torcuato, ese limpiabotas que hasta se hinca para darle reverencia a don Hilario. Aquí en la cueva nunca me van a encontrar, conozco esta región mejor que cualquier pata rajada, desde chiquillo encontré esta cueva cuando me escondía del pinche Lupercio, el que se decía mi padre y solo me agarraba a golpes por cualquier pretexto y me dejaba todo morado y con dolores por varios días; de algo me sirvió conocer esta cueva, ahora que necesito esconderme de todos esos lambiscones que quieren dejarme tieso.

Todo empezó hace muchos años en el rancho El Coyote, allí nací entre los matorrales donde me pario mi madrecita (Dios la tenga en su gloria). Salí y me enredaron en un zarape, dicen que ni lloré, que solo me prendí de la chichi para saciar el hambre. Crecí entre cintarazos y el olor a borracho de Lupercio, mi madre siempre frente al fogón o acarreando leña o pariendo o limpiando la casa grande de los Mosqueda. Don Hilario siempre gritándole “que límpiale aquí y límpiale allá, esto no está bien hecho y aquello tampoco” dándose siempre mucho taco delante de los dizque amigos que iban nomas a pedirle prestado. Pasó el tiempo y nosotros siempre con la cabeza agachada que hasta joroba me estaba saliendo.

Cuando murió Lupercio, mi madre duró llorándolo más de seis meses, no supe si lloraba por dolor o por alegría luego cuatro años. Después ella, un día que estaba juntando restrojo, solo se quedó dormida y ya no despertó; su rostro estaba iluminado por una leve sonrisa y su cuerpo fornido y con las cicatrices de tanto trabajo y tanto golpe parecía una estatua de india anónima y muda, sus manos y pies callosos y agrietados parecían antorchas apagadas por el tiempo, y ahí tiesa, callada, se fue Consuelo Pérez Romero, mi madre, y entre llanto y sollozo se la comió la tierra.

Mis hermanos, unos migraron al norte y otros sabrá Dios donde estén; mis tres hermanas trabajan en una cantina de mala muerte en el pueblo y yo aguanté solo por algún tiempo las humillaciones de los Mosqueda. Una tarde de verano se presentó Isidro en mi jacal para tratar de quitarme la única vaca vieja que era de mi madre, en un descuido lo trasajié en la panza y nomas quedo gimiendo en el suelo, lo saque arrastrando y lo deje entre los gatuños, agarré su cuaco y fui al rancho. Cuando llegué me pregunto Torcuato que por qué traía el cuaco de Isidro y solo le dije que me lo encontré. Entré en el rancho y les di cuello a Pancracio y a Tobías, busque a don Hilario pero no lo encontré. Sali por la puerta de atrás y me fui corriendo como liebre. No me detuve ni para agarrar aire, seguí corriendo hasta que llegué a la cueva donde tenía provisiones.

Ya pasaron no sé cuántos días y solo he oído a lo lejos los gritos y cabalgatas buscándome. Es de noche y la culpa llega a mí con los espíritus de mis antepasados, se presentan el lobo, el búho y el venado. Me reprenden por mis crímenes y aúllo como bestia herida por el arrepentimiento, veo la sangre en mis manos y los cuerpos secos tirados tragándoselos la tierra, sus gusanos me invaden el cuerpo, de pronto veo a mi madre llorando y arrodillada pidiendo perdón por mi alma, caigo como saco de piedras y me trago el polvo de esta tétrica cueva que sabe a todos mis pecados, ese polvo con el soplo del Creador, y me lo trago para limpiar la sangre que se me pega en la garganta y me ahoga, quiero salir pero estoy paralizado, paralizado por el miedo a la justica, esa justicia del cielo que me aterra.

Salgo y los rayos del sol naciente me iluminan el rostro arrepentido, camino hacia el paredón y los cerros ahora los veo mas verdes, el día con su cielo tranquilo y brillante. Camino decidido a enfrentar mi destino, escucho una gran cabalgata y pienso “llego mi hora” volteo y solo veo una gran polvareda y hombres gritando “ ya llego su general Francisco Villa cabrones, hijos de María Morales, ya llego la revolución”, pasan a todo galope y se para uno diciéndome “y tu qué, pata rajada, ¿no te unes a la revolución? Solo le digo “voy al rancho de los Mosqueda”. Suelta una carcajada y me dice “allí ya no hay mas que fantasmas, ya nos los echamos a todos” y se aleja a todo galope. Me siento en una piedra a la orilla del camino y veo pasar una bandada de jilguerillos, suspiro y me pregunto ¿Quién será ese francisco Villa y esa María Morales?

 

 

 

 

Jaime Chavira Ornelas es un sobreviviente de la desintegración familiar; estudió comunicación y manejo de negocios en el Colegio Comunitario de Maricopa en Phx. Az USA; tiene diplomados en exportación, importación y manejo de aranceles por Bancomext, también varios cursos de inteligencia emocional y lingüística. Trabajo para empresas a nivel gerencial. Actualmente es pensionado por el IMSS. Escribe cuentos cortos y poemas ácidos.

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