Incendio al medio día
Por Héctor Contreras López
1
Arturo apenas sintió cómo el carro fue aproximándose muy lentamente a su casa, como si alguien más lo fuera manejando o como si por sí mismo, acostumbrado a la ruta, se deslizara sobre el pavimento los últimos metros hasta detenerse donde siempre, el motor respirando todavía con un ronroneo de gato con los ojos cerrados. Recostado en el asiento, ya no pudo moverse; las manos sobre las piernas, la cabeza hacia atrás, los ojos también cerrados, todo lo conducía hacia un lugar lejano y difuso en el tiempo y en el espacio. Pensó que había escuchado una voz, un murmullo, casi un suspiro, llamándolo, pero era su propia voz, su mismo aire saliendo muy débil ya de la boca (Carnal… Carnal…) mientras a su alrededor todo se oscurecía, todo se volvía como de una densa arena sucia arrastrada por el viento de la tarde.
Había sido un largo día de arreglos y preparaciones para festejar el Día del Padre con sus empleados, la familia y algunos amigos. La refaccionaria era un lugar pequeño donde los clientes se apretujaban, rodeados de partes metálicas manchadas de aceite, para consultarlo sobre los yonkes más propicios donde pudieran encontrar las piezas usadas que andaban buscando. Después de escuchar la pregunta en turno, quizá con un carburador esperanzado entre las manos, levantaba la vista y con una sonrisa muy leve iluminándole la cara, trazaba la ruta que el interesado debería seguir, complementada con nombres de personas con quienes hablar, ubicación precisa, errores comunes que habría que evitar y detalles para comprobar que la pieza en cuestión había sido encontrada. Compartía la información como si la estuviera leyendo en una Enciclopedia de partes usadas de la frontera, una enciclopedia que, de existir, tendría más volúmenes que la Enciclopedia Británica.
2
Puedo ver claramente palomas volando en el aire de la mañana para luego planear sobre el atrio o el quiosco, donde se pasean al sol con visible desenfado mientras las gotas de luz sobre las plumas reflejan en miniatura la catedral o las esculturas, hasta que un estruendo de tablas cayendo las hace retomar el cielo en desbandada. Un grupo de hombres se ocupa de la construcción; la plaza se llena de ecos de golpes, de voces y otros ruidos que mantienen a las palomas en un incesante ir y venir. También puedo imaginar el avión del candidato descendiendo poco más tarde sobre la pista del aeropuerto, mientras los cerros hacia el este juegan todavía con las sombras provocadas por un sol vacilante que no termina de despertar. Se trata de un último esfuerzo de campaña por cubrir, aunque sea de paso, todas las capitales y ciudades importantes del país. Solo hay un evento en la agenda: el discurso afuera de la Presidencia Municipal. Después de un descanso y del almuerzo, el político camina hacia la plaza con su comitiva. Ya sobre el templete, el candidato se dirige a la multitud que lo escucha enumerando las promesas de siempre. Pero al final hay en sus palabras una advertencia: el orden es lo más importante y se va a actuar con energía en contra de aquellos que amenacen la paz democrática. Por aquí y por allá se escuchan algunos aplausos desganados. Varios de los jóvenes que están al frente levantan la mano, quieren hablar con el candidato. Pero él se da la vuelta y se va, casi parece que huyera de la plaza. Algunos de los que están adelante tratan de subirse al templete, pero varios policías vestidos de civil se lo impiden; esto solo provoca una reacción más decidida por parte de un grupo que comienza a empujar con la intención de vencer la resistencia policial. Mientras los gritos y el enfrentamiento se intensifican al frente de la plataforma, empiezan a escucharse algunas voces alertando sobre un fuego, que no alcanzo a ver cómo se ha iniciado, y que consume ya una de las esquinas de la base. A medida de que las llamas crecen, la gente se aleja hacia los costados de la Presidencia y hacia el quiosco. Con el incendio se ha desvanecido el enfrentamiento; los que todavía permanecen en la plaza se quedan inmóviles, viendo como hipnotizados cómo el fuego va consumiendo la madera. En poco tiempo un humo negro, denso, se alza en grandes nubes, alcanzando una altura mayor a los edificios circunvecinos. Busco a las palomas pero no las encuentro por ninguna parte.
3
Ese día te habían invitado a un baile en el Instituto América. Estabas en la secundaria de la Universidad y lo que más te gustaba era bailar, escuchar la música, dejar que el cuerpo la siguiera, gritar, reír, saltar, perderte en la multitud de jóvenes que hacían lo mismo que tú. Ese baile era especial porque el Instituto era una escuela privada para señoritas y muchos habían llegado desde temprano con la idea de conocer muchachas guapas. No recuerdas personas o caras específicas, pero sí que bailaste como si fuera el último día de tu vida, de principio a fin. Luego de que el baile terminó, todos salieron en bola hacia el Parque Lerdo, todavía envueltos en la excitación del movimiento y la música. Alguien señaló hacia una columna de humo negro que se alzaban en el cielo rumbo al centro. ¡Vamos a ver qué pasa! Varios salieron corriendo, tú junto con ellos, curiosos por descubrir el origen de aquellas nubes negras. Bajaron por la Avenida Ocampo para luego voltear a la derecha en la Calle Victoria, más adelante llegaron a la plaza. Enfrente de la Presidencia había un incendio y muchas personas dispuestas alrededor, como hipnotizadas, contemplando las llamas. Aunque habías llegado a la plaza con varios compañeros del baile, una vez ahí te encontraste solo, no supiste si los demás estaban todavía en la plaza pero en otra parte o se habían ido. Aún estabas tratando de agarrar aire cuando sentiste que alguien te tomaba del cinturón. Eran dos policías que de inmediato te esposaron y tomándote de los brazos te condujeron hacia una patrulla. En el trayecto sentiste el resplandor de un flash: esa fue la foto que al día siguiente salió en los periódicos y que alguien de tu familia recortó y conservó por mucho tiempo en la casa de tus padres. En la patrulla había otros dos muchachos tan asustados y sorprendidos como tú; se miraron sin hablar, el interrogatorio era el mismo para todos. ¿Cómo te llamas?, uno de los policías te preguntó. Andrés… Andrés Rentería, le contestaste, y fue entonces que pensaste en tus padres y en tus hermanos, en lo que iban a decir de ti al enterarse que estabas en la cárcel. Los condujeron a la Comandancia, que se encontraba en la Calle Cuarta, enseguida de un parque que está enfrente del Templo de la Soledad. Cuando los bajaron de la patrulla recordaste que cuando estabas en la primaria los habían traído aquí a ver el busto de El Cuadrado, el héroe de la inundación de Parral.
4
Pero ese día todo había sido diferente. La refaccionaria estaba cerrada, así que cuando abrió la puerta usando la misma llave de siempre, desgastada ya por los años, el lugar lo abrazó con un vacío que le tocó el corazón con un racimo de manos frías y lo recibió con ecos del mundo exterior y partículas de polvo flotando en el aire, denunciadas por jugosas rebanadas de luz. Ahí estuvo por varias horas, limpiando el mostrador, los bancos y las ventanas, tratando de encontrar el mejor lugar para las refacciones por las que quizá ya nadie iba a preguntar, barriendo el piso mientras silbaba alguna melodía de la infancia. Dejó el baño tan limpio que, por más que lo intentó, no pudo recordar haberlo visto así ni el primer día que lo había usado. Dejó el patio trasero al final, porque ahí iba a ser la celebración más tarde; barrió y limpió todo con cuidado, juntó los bancos y las sillas, los puso en círculo y fue a lavarse las manos, sintiendo cómo el cansancio se le recargaba pesadamente sobre los hombros. La comida ya estaba ordenada, solo quedaba esperar. Rumbo a su casa pudo advertir que el sol iba acercándose ya a la línea del horizonte. La circulación de vehículos era intensa, pero él no tenía prisa; manejaba como si viviera en un pueblo de cinco mil habitantes donde todos se conocían y se trataban con respeto. Al detenerse en un semáforo volteó a su alrededor y todo le pareció en su lugar: las filas de vehículos con placas fronterizas o de Texas, el humor a polvo y gasolina en el aire, la gente caminando por las banquetas, el motor de su auto ronroneando como un gato que, acariciado por su dueño, estuviera preparándose para tomar una siesta después de comer.
5
Estás en una celda sucia, fría y con poca luz con otros quince hombres, la mayoría jóvenes; algunos acostados en el suelo, otros de pie, tomados de los barrotes; uno caminando de un lado para otro, todos en silencio y con la misma mirada. Los han estado llamando uno por uno para interrogarlos; los que han regresado, tú los has observado, vuelven con la ropa y la mirada más desordenadas, no dicen nada, solo se tiran en el suelo como si estuvieran muy cansados. Los demás se lanzan rápidas miradas entre sí. Estás imaginando lo que pudo haber sucedido en la plaza cuando escuchas tu nombre. Te conducen a un cuarto pequeño donde te esperan dos hombres; el mayor, con un bigote negro muy grande, como de revolucionario; el más joven con una cara más dura que la piedra. Te empujan hacia una silla. Entonces empiezan las preguntas, las burlas y los golpes. ¿Quiénes son tus compañeros? ¿Quién le prendió fuego al templete? Nombres, queremos nombres, si es que quieres salir de aquí algún día, pendejete de mierda, o si prefieres le hablamos a tu pinche madre para que venga a darte tu teta. Quieres explicarles que esa mañana habías ido a un baile, pero se ríen a carcajadas y a gritos te lanzan otra serie de preguntas con más empujones y golpes. ¿Quién es el líder de tu célula? ¿Dónde se reúnen? ¿Qué otros ataques están planeando? Cuando regresas a la celda te tiras en el suelo, cierras los ojos y no quieres saber nada de nada. Quizá duermes o dormitas, pasa un tiempo que no puedes medir, cierras los ojos con más fuerza, las palomas regresan al atrio de la Catedral finalmente. Entonces crees escuchar una voz conocida, aunque no sabes si estás soñando o la estás imaginando: Carnal… Carnal… La palabra se repite dos veces más como en un murmullo muy suave aunque audible en el interior. Abres los ojos, te pones de pie lentamente, te acercas a las rejas. Es la voz de tu hermano Arturo que te habla desde afuera por una ventanita que está en el pasillo, muy cerca del techo. Pero uno de los guardias también la ha escuchado y se lanza de inmediato para ir a ver quién es. ¡Pélate carnal, pélate que ya van por ti!, gritas con todas tus fuerzas para luego dejarte caer en el piso de cemento.
6
Arturo escuchó el grito de advertencia de su hermano y corrió, corrió lo más rápido que pudo, salió por la parte de atrás de la Comandancia, bajó por la Calle Sexta hasta llegar a la Avenida 20 de Noviembre, ahí se detuvo a agarrar aire para luego continuar caminando hacia su futuro. Todo pasó muy rápido: el viaje a Durango para estudiar, el regreso a Chihuahua, la tienda de artículos usados, los juegos tragamonedas en las tiendas, la boda, la casa de los suegros cerca del Templo de la Soledad, las hijas, la mudanza a la frontera, la maderería, la refaccionaria, ese Día del Padre, la labor de limpieza, el regreso a casa donde ahora estaba, sentado en el asiento del carro, recostado, sin poder moverse ya, las manos sobre las piernas, la cabeza hacia atrás, los ojos también cerrados, hasta que sintió cómo el motor del auto se apagaba con un clic dando paso a un silencio ensordecedor y absoluto. Carnal… Carnal… Puedo ver con claridad la puerta de salida por donde algún día voy a pasar. Creo que han transcurrido más de dos días, aunque parece una eternidad. Aquí todos estamos llenos de miedo, de incertidumbre y dolor, sentados o tirados en el suelo, sin hablar, sin movernos. Me duele la cabeza, me duele todo el cuerpo por los golpes que he recibido en los interrogatorios. Afuera es de noche, las sombras prevalecen en el parque mientras el Templo se alza como un gigante inútil. En casa habrán terminado de cenar, quizá han hablado sobre mí, a lo mejor piensan que es por mi culpa que estoy aquí, que si me agarraron preso algo habré hecho. Tendrán razón, tal vez me lo merezco por todas las cosas que hice y por las que no recibí ningún castigo. Imagino que todos se van a dormir, tranquilos, en paz consigo mismos, menos Arturo. El tercer día fue el más difícil; los policías locales fueron sustituidos por los federales, que parecían ser más duros y tener más experiencia. Durante todo el día los torturaron sin piedad, pero igual no sacaron nada, porque no había nada qué sacar. En la noche no pudiste dormir del dolor; todos estaban igual. A la mañana siguiente tuvieron que soltarlos; desde temprano empezaste a pensar en el parque, en el Templo de la Soledad enfrente, en que ibas a llegar a tu casa y sin importar lo que pasara ibas a dormir tres días seguidos; los demás también salieron pero ya no los viste, nunca supiste de ellos. Y después… después ibas a ir a sentarte en una banca en la plaza con Arturo a observar juntos las palomas absorbiendo a través de su plumaje la luz azul o volando muy quitadas de la pena en el aire inmóvil de la mañana.
Héctor Contreras López es un escritor, traductor e investigador independiente originario de Chihuahua. Ha publicado los libros de poemas Memoria de la piedra (Ichicult, 2006) y El árbol de la aurora (Ichicult, 2011). Desde 2015 es coordinador del Taller de Traducción Literaria Ricardo Aguilar, en Albuquerque, Nuevo México, y en la ciudad de Chihuahua. “Címbalos” forma parte del poemario inédito Pochitoque.