Morir el jueves
Por Jaime González Crispín
La infeliz idea que Abdalá Al Amín tuvo de morir un jueves no provino de una tirada de dados, ni de un sorteo de papelitos con los días de la semana inscritos, ni de ningún otro recurso de azar. No.
Quien germinó la idea fue un perro.
Amín, criado en la fe de Mahoma, con apenas diecinueve años, juncal y de tez morena, de sangre egipcia, tenía necesidad de morir por la desesperación de sentir en su costado izquierdo un dolor que, cual mordisco feroz de perro, le desgarraba las entrañas. Desde el errático diagnóstico de que tal vez su páncreas no funcionaba bien, hacía ya casi un año, Abdalá había dejado a sus hermanos la labor de vendedor de aceites que heredara de su padre, y caminó en busca de su salud.
Al principio los dolores, de suyo leves, casi con cualquier masaje eran controlados. Después el dolor exigió algún analgésico exiguo, para pasar luego a los estudios clínicos, los análisis de sangre, de orina, y otros más. Al paso de los días, Abdalá anduvo de un doctor a otro, de un diagnóstico a otro. El joven buscó ya en su natal El Cairo; estuvo ya en Tebas y hasta en Alejandría, pero la ciencia médica no le había alcanzado y nadie logró poner un bozal al cancerbero de su lado ventral derecho.
Feroz y constante, el animal se le prendía de repente, sin mediar aviso alguno clavaba las fauces; pero, igual, sin explicación animal alguna se retiraba, y aun con magnanimidad le regalaba apacibles días y noches de aliento y de fácil discurrir.
Abdalá Al Amín recurrió a su Fe musulmana con poco éxito y, aunque siempre que estuvo en las grandes ciudades visitó templos y mezquitas, orando con fervorosa devoción, sentía que ni Alá ni su puente Mahoma podían apaciguar a tan voraz enemigo. Ni yoga, ni acupuntura, ni herbolaria ancestral alguna pudo mitigar el dolor de su vida. De tantos tratamientos, llegó a hartarse y por eso fue que recurrió a mí, el Verdugo de la muerte, pidiendo que yo lo mordiera en el otro costado y así terminar con su sufrir.
Muy recientemente, Amín ha estado teniendo extrañas visiones oníricas. En sus sueños, Mahoma le abre una puerta blanca, tan enorme como hermosa; apenas entrar Amín ve un patio muy amplio, tan finamente adornado que no tiene duda de que se trata del palacio del dios eterno. Lo exquisito del entorno contrasta con la presencia de un enorme perro, a la izquierda de Alá, idéntico al que se ha convertido en su indeseable gemelo.
La suma de las semanas cercanas para Abdalá Al Amín no han sido otra cosa que dolor y desesperación. Recién descubrió que el canino de sus penas guardaba especial interés en morderlo los viernes, prolongar su martirio hasta el sábado y aun invadir los domingos.
Por esta razón es que ha estado pensando que debe ser un jueves cuando debe morir; cuando yo, el Verdugo de la muerte, venga y lo saque del infierno prolongado en que se han convertido sus fines de semana, su vida toda.
Tal vez este jueves Alá le abra la puerta de entrada al Palacio aquel, el de sus sueños; quizá Alá me indique con una leve mirada que ya es el tiempo, y permita a Amín pisar los terrenos de la tranquilidad que tanto extraña. Con fe, tal vez, el perro de su desgracia desaparezca. Por el contrario, si nadie me ordena con un movimiento de cabeza, de índice, o abrir y cerrar de ojos, Abdalá Al Amín, el vendedor de aceites seguirá uncido a su dolor, a su perro destino, toda la semana, toda su vida.
Que Alá el Misericordioso se apiade de él este jueves.
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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.