Jaime González Crispín. Caras cenizas

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Caras cenizas

 

 

Por Jaime González Crispín

 

 

Uno

 

Siempre pensé que, así como la policía nunca detuvo a quien mató a los dos profesores, ni a los ladrones del doble asalto a la gasolinera, tampoco detendría a quienes estaban robando cajas fuertes en la ciudad.

Fue Carolina mi mujer quien, en una de sus noches de insomnio me dijo que Andrés, su hermano, estaba metido en esos líos. Me contó todo, o casi: lo de los maestros rurales muertos, de los dos asaltos a la estación de servicio Cuatro Caminos y lo del robo de unas cajas de valores. Fue ese el motivo para una nueva discusión en la que el cuñado era el pretexto. Cruzamos insultos, manotazos y gritos anticipando posibles situaciones familiares. Le dije que se fuera a chingar a su madre junto con su único hermano; ella se defendió con el argumento de la sangre, qué quieres, es mi hermano, y entonces utilizó el infalible recurso del llanto, jurándome que jamás volvería a verlo. Le cerraré la puerta de mi vida, te lo juro por el Santo Cristo de las Noas, dijo al borde del drama y con las rodillas en tierra, pero solo por esta vez haz el favor ¿Cuál puto favor? El de abrir una de las cajas fuertes robadas, nomás una, Humbo, por caridad. Le respondí que eso era cosa de profesionales, que yo no sabía cómo, que lo más que había hecho fue abrir unos pinches candados de combinación, sin chiste, en los viejos tiempos de jugar dominó con el chino Wong. Un poco más serenos, ella me abrazó por la espalda, acarició mi nuca y hasta mesó mi cabello; sabía que me estaba ganando. Y yo, que lo que Dios me dio de alto y fornido me lo quitó de carácter, acabé aceptando. Pero no les aseguro nada, advertí, tímido tirando a pendejo.

A medianoche fuimos los tres, Carolina, Andrés y yo. Hicimos el viaje en una camioneta robada por el cuñado incómodo. Salimos de la ciudad con rumbo a Mieleras; luego tomamos vereda por una desviación siguiendo un camino terregoso, bordeado de lechuguilla y nopales grises, hasta un corral de piedras muy pegado al cerro. Una puerta hecha con tablones viejos y láminas de anuncios de Coca Cola era todo lo que resguardaba las cuatro cajas, dispuestas en retahíla, bajo un techado bajo con láminas de zinc y yerbas secas. Dos de las cajas estaban muy aporreadas, con claros intentos por abrirlas a golpe de mazo, cincel y muy poco seso. Otras dos, en espera. Las vi, ayudado por las hebras de luz de una linterna con mecha y petróleo, acosado por el calor que reflejaban los comales azules del cerro, calientes a pesar de la hora. Una caja era Cuello de ganso, tres pasadores, 140 k, las otras tres, Stronger, muy difíciles, con combinación tipo americana, con pasadores de acero que no abren, aunque se boten bisagras, según cosas que me enseñó el chino Wong.

Poco antes de amanecer ya les tenía una caja abierta, la de la Papelería Reyes G. Los hermanos sacaron billetes y valores. Sonrieron. Se repartieron haciendo cuentas desiguales, mucho para ellos, poco para unos a los que llamaban “los otros”. Yo desconocía hasta ahí por qué mi mujer entraba en el reparto. De regreso a la ciudad, el aire matinal nos refrescó antes que subiera el sol y aquello se convirtiera, como desde hacía mil años, en comal caliente. Andrés fue a su cuchitril a la Colonia San Joaquín; nosotros a la La Aviación, al nuestro. Ya en casa le pregunté a Carolina por qué ella entraba en el reparto. La mujer no me contestó. Luego le recordé la promesa que me hizo, hincada. Ella, extraña, me enfrentó. Y si no cumplo con mi promesa, ¿qué? Si no cumples, te mato, Carolina, te lo prometo. Te faltan huevos, gallina. Y me dijo por primera vez la que se convertiría en mi amenaza por semanas: Si cae Andrés, caigo yo; y si caigo yo, caes tú, Humberto. La mujer calló, recostó su cuerpo en un sillón, fingiendo dormir. Tenía razón, ahora me tenían agarrado de los huevos

 

 

Dos

 

La vida siguió, caliente a la sombra y más al sol. Así vive la gente acá en La Laguna, con las axilas sudadas, usando las manos o con las hojas de un periódico como sombrilla o como abanico, si no hay más. Calor de 35° para arriba. Yo en lo mío, aceites y lubricantes; Carolina navegando calenturas, sin poder dormir. Y Andrés, mi cuñado, soñándose James Caan.

 A la semana, después de mil amenazas por teléfono y recados con la hermana recordándome aquello de que si caía uno caíamos todos, el cuñado volvió a nuestra casa, ordenando. Vamos para que abras la otra, dijo apenas entrar. Ah, chingá… espérate, güey, no soy tu empleado, protesté, aunque poco convencido y él lo supo. Y accedí. Nos fuimos con mi herramienta de abrir candados y cerraduras, pero sin Carolina, que seguía en delirio y dedicada a rezarles a mil santos, prendiendo veladoras por el milagro de recuperar el sueño extraviado y calmar su vómito. Durante el trayecto nada hablamos mi cuñado y yo, no se nos daba. Ya en el encierro de las cajas, yo a lo mío. Hincado, pegado un oído al metal, muy cerca del círculo numerado de diez en diez, del cero al noventa; cien rayitas en un botón circular, parecido más a una perilla, sintonizador de radio. Otra vez a contarle los suspiros a los satélites, a contar las rayitas blancas del maneral. De nuevo, ojos cerrados otra vez, otra vez, otra vez, cien veces otra vez; vuelta izquierda, vuelta derecha, lento, muy lento, escuchando clic, clic, clac, de nuevo, y otra vez intentar abrir jalando la manija. Otra vez, muchas. Nada. De pie caminaba con la vista al cielo, elevando rezongos; y al rato, rodilla a tierra, ahora con la otra oreja pegada al metal, de nuevo. Yo estaba muy seguro que aquello que hacía me estaba comprometiendo más, pero me justificaba con que Carolina, mi amor, mi mujercita blanca, menuda y de lindos ojos, lo hacía valer. El cuñado, entre tanto, caminaba en círculo, con sus ojos de gato y un cigarro encendido entre los dedos de una mano, mientras que con los de la otra bruñía su panza de puerca grande, como de mujer embarazada. Después de horas pude abrir la de Lance Hermanos, S. A. incluida la chapa de la caja interior. Andrés tomó los bienes, ¿Cuánto vas a cobrarnos?, Solo quiero que nos dejes en paz a tu hermana y a mí, Bueno, te prometo que esta es la última por hoy. Pero si caigo yo… Otra vez la amenaza, otra vez, cien veces otra vez. Hicimos el regreso igual, callados. Esta rutina se repitió con las otras dos cajas.

No había pasado un mes cuando Andrés vino a casa de nuevo. Enérgico, dijo que las cosas habían cambiado, que de ahora en adelante tendría que ir con ellos a los jales.  Nada respondí. Esta noche toca a Su Mesa, S. A. un súper de por allá, por avenida Constitución poniente; iremos por la madrugada; te alistas, tú solo haces lo que te ordene. Apenas hizo una pausa lo tomé de la camisa desabotonada que dejaba ver no solo una camiseta que no conocía unto de jabón lejía, sino parte de la sandía de su vientre. Muy de frente, mirándolo de arriba abajo por cosas de la estatura, le fui abotonando la camisa, del cuello para abajo, como a chiquillo que va mal fajado a la escuela. Haz lo que quieras, cabrón, lo que te dé tu chingada gana, pero no vengas a mi casa a ordenarme. Después de tres botones prendidos, agregué: Yo te abro las cajas, si puedo; y si no, mételes cincel y martillo, como a las dos primeras, o súbelas al cerro y hazlas rodar, pendejo, pero no voy a ir contigo ni con nadie a robar ninguna caja fuerte ¿Y tú, hermanita?, preguntó el ventrudo, aludiendo a mi esposa. Levanté el puño y se lo puse en la cara, pintando mi raya, buscando terminar con las advertencias del cuñado y aun de mi esposa, del fatal efecto dominó prometido si alguien rajaba. Andrés nada dijo. Se retiró de a poco, liberando de nuevo los botones que recién le habían prendido. Cuando pasó por donde estaba Carolina, le dijo: Cabroncito y de huevos tu marido, hermana, según esto. Se fue. Pero yo estaba seguro que volvería.

 

 

Tres

 

Andrés vivía solo como perro en la vieja casa, herencia del padre, por los rumbos de la colonia San Joaquín. Allá paseaba su corta estatura y enorme vientre. Era el típico cabrón que vivía la mentira de sentirse tejido a mano solo por tener ojos azules; de aquel que cree que las mujeres se quitaban los calzones apenas le veían el color de los ojos. Sin otro empleo que el de joder cristianos, Andrés vivió siempre pegado a Carolina, su única hermana, y al vicio de fumar yerba y agarrar lo ajeno. Yo siempre le saqué la vuelta. Si Caro lo aludía en pláticas, o peor, si él venía a casa, siempre le colgué la jeta. Mi cuñado era pesado, de pelo ralo y lacio. Vestía pantalones corte vaquero, de terlenka, chabacanos hasta la madre. Sus camisas eran a cuadros o rayadas, en colores vivos, azules de preferencia. Sin embargo, el trato de los últimos días me había hecho notar que el rostro se le estaba poniendo pálido, cenizo, como si las ánimas de los maestros muertos, que le achacaban con toda razón, se le estuvieran untando. Eso de que cuando alguien mata a otro, el ánima se le pega en el rostro, en la cara, poniéndosele ceniza, lo escuché en mi natal Guadalupe y Calvo, en Chihuahua. Noté igual que, aunque el cuñado se untara crema Teatrical o Nivea, o de la que compraba a granel en botellas de cien pesos el litro, seguía así, como digo, cenizo de la cara. A poco, cuando las cosas se trabaron más, empecé a notar ese mismo cenizo en la cara de mi mujercita.

 

 

Cuatro

 

Carolina y yo nos conocimos una tarde de ocio en las afueras del Hospital General, en Torreón, cuando ella salía de cuidar a su padre enfermo. Por ese tiempo ya trabajaba con el chino Wong, en Gómez Palacio Durango. La crecida del Río Nazas, que divide a ambas ciudades, por culpa del huracán Naomi, no permitía paso de nada ni de nadie por el puente de fierro que une a las dos ciudades, y yo no pude ir a trabajar con el chino. Eso fue en el 68, cuando la inundación. Dos años después, Carolina y yo terminamos casados. Vine a dar a Torreón, huyendo de mi natal Guadalupe y Calvo para venir a trabajar acá, para vivir, así fuera escondido siempre, temeroso de la policía chihuahuense, debido a que allá, en la sierra Tarahumara, cuando laboraba para un aserradero, tuve problemas con un indígena, un rarámuri, que se afanaba en vaciar en un recipiente plástico los restos de combustible de unos garrafones que empleábamos para guardar diésel en el aserradero. Yo lo descubrí y, sin ser mi asunto, le reclamé. Él, con pobre español, asustado, me mal explicó que era para provocar fuego en la chimenea de su casa. Yo me emputé y le di de bofetadas. Su mujer, que estaba cerca, intervino. Perdí la cabeza y los pateé a ambos, hasta dejarlos tirados, cubiertos de aserrín teñido con su sangre, entre astillas de trozos de pinos, cedro y encino, inconscientes y sin ánima. Por un tiempo creí que los había asesinado, pero como mi cara nunca sufrió cambios en su color, se me pasó el trauma. La policía giró órdenes para mi detención. 

Acá en La Laguna me empleé en el negocio de aceite del chino, en Gómez Palacio, por Urrea, cerca del Paso a desnivel, despachando litros, galones, kilos de grasa, latas de lubricantes, aditivos y tambos de lubricantes. Con el oriental aprendí muchas cosas relacionadas con el negocio. En ratos libres, Wong me enseñó el juego de cómo mentir bien y bonito a la hora de echar las cartas del Tarot a quien se dejara adivinar el futuro; a cambio lo enseñé a jugar dominó y algunos trucos y secretos del póquer, nada del otro mundo, pero que el chino desconocía. Una tarde, el Chale Wong se presentó con unos candados de combinación, redondos, con numeritos en el frente. Estos son una chingonería, gringos, imposibles de abrir, me presumió con su español mocho. Me entregó un candado cerrado y me retó para que lo abriera. No pude a la primera, ni a la segunda, y cuando lo hice fue de pura casualidad. Con permiso del chino, me llevé el candado a casa. Con Carolina de testigo pude cortarlo en dos, como quien abre una cajita de crema para lustrar calzado, como las de El Oso o de Amberes, pero más cabrón. Con arco, segueta y mucho cuidado, fui cortando el metal para saber qué traía por dentro. Descubrí que todo era cosa de mover las tres rueditas dentadas, las que el chino me dijo que se llaman satélites, y otra más, llamada Madre, sincronizadas todas con una barra-guía. Descubrí que lo de los números y las vueltas para abrirlo no era sino cosa de oído, paciencia y suspiros. Luego, inducido por el chino, practiqué con combinaciones de cajas de valores, las que le traían para su venta. Así fue como les llegué a conocer los entresijos, las bisagras, las puertas, los núcleos con los números de las combinaciones, y pude abrir tantas cajas fuertes como le llevaban al chino.

Cuando supe más del negocio de aceites, le dije adiós a Wong y puse el propio, acá en Torreón, por el bulevar Ávila Camacho, cerca del aeropuerto, por el mismo rumbo donde vivíamos Carolina y yo. A pesar de que Carolina no me dio hijos, y a pesar del cuñado incómodo, si hago un balance de mi matrimonio, yo digo que estuvo bien, a pesar, repito, del hijo de la chingada de Andrés, vicioso y ladrón, y que anduvo luego por ahí dándoselas de James Caan, sobre todo después de ver la película El Ladrón, pobre pendejo. Qué lejos estábamos de cuando el tiempo del chino Wong, de pensar que, años después, Carolina me pediría abrir una caja fuerte, cruzando promesas y poniendo a Santos de testigos y juramentaciones que no cumplió. Y la tuve que matar, cumpliendo, eso sí, la promesa que yo había hecho. La sepulté allá por La Unión, en el banco de arena en el vado del río Nazas, olvidando el viaje a Puerto Vallarta, el que ambos habíamos planeado. 

 

 

Cinco

 

Todo empezó cuando Andrés y los otros se metieron a robar las bodegas y oficinas de una distribuidora de fierro y metales, Copetosa, allá por la punta norte de avenida Cuauhtémoc, pero no hallaron cosa digna, según me dijo Carolina, solo la caja fuerte de la empresa, que desde un rincón les hacía ojitos. Andrés, en raro destello de inteligencia, pensó que si se la llevaban, para abrirla iba a ser una bronca. Caan no llegaba todavía a las pantallas de los cines de Torreón ni a provocar, de algún modo, nuestra tragedia. Eran los primeros días del último mes del 81, semanas después de que Andrés diera muerte por encargo a los dos profesores, allá, en Matamoros de la Laguna, pero que aun cuando la policía supo por boca de testigos que Andrés era el asesino, nunca fue detenido.  Por eso yo estaba seguro que la policía jamás sabría que dejé a mi cuñado inconsciente y atado sobre las vías del tren.

Luego del asalto a Copetosa, ya entrado enero de este año 82, Andrés buscó desquite, motivado ahora sí por El Ladrón, el filme norteamericano que les dije. Una madrugada entró de nuevo con su pandilla y cargaron con la caja de valores, sin importar no tener la herramienta ni el ingenio, como los de la película gringa. Ellos, mi cuñado y su grupillo, trataron de abrir las cajas a marrazos, con puntas de acero, mariguana y poca imaginación, sin éxito. Eso les llevó semanas. Al grupo, sin embargo, les llenaba el ego el estar en las primeras planas de la prensa amarilla, con calificativos de “sagaces”, “osados” y “de alta escuela”. Como muchos, yo supe del robo de las cajas fuertes por los periódicos, pero la nota completa la conocí después, cuando Carolina me contó que todo era obra del hermano y su grupo, a los que jamás conocí ni traté. Supe, sí, de uno al que le decían El Finisterre, venido del rumbo de San Pedro de las Colonias; Manuel era otro, de La Vencedora, barrio bravo y negro, manchado él de vitíligo, apodado El Mapa; y Juan Infante, alias Pedrito, tan negro, tan feo y tan simple, según referencias dadas por Carolina. Supe además que Andrés era quien los lideraba y se los llevaba al baile con el botín. Después de lo de Copetosa, planearon y fueron por otra caja más. El cenizo, Andrés, que en gloria esté, ordenaba: Tú, Finis, a estudiar el área: entradas, salidas, alarmas, vigilantes; Mapa, tú fíjate en el ancho de puertas, alto de techo, fuente de energía, todo; Pedrito, tú la caja, dimensiones, peso aproximado, ubicación; si está soldada a algún metal o puesta en el piso, todo. Así fue como robaron la caja fuerte de Aeroméxico, oficinas de Avenida Morelos, zona centro. Dos semanas después fue la de Reyes G, de Av. Juárez, esquina con Rodríguez. Después la de Lance, Hnos. S. A., por Avenida Allende.

 

 

Seis

 

Tal como lo pensé, el chaparro vino a verme, solo que la visita esta vez fue en mi negocio de aceites. Llegó esta vez con camisa abotonada y fajada una pistola muy a la vista. Ya te dije, no voy a ir contigo a ningún robo. El otro se puso en frente, con la cabeza alta. Me dijo que estaba bien, que no había pedo. Luego, en tono altanero me fue contando lo de sus muertitos profes; lo del primer asalto a la gasolinera de Cuatro Caminos; luego el segundo, casi en seguida, en el que Carolina no solo participó vestida como hombre y con cachucha, montada en una moto Islo, sino que fue ella quien disparó al empleado, el que después murió. Lo decía tan campante, y sin dejo de piedad ni compasión por los muertos, que me cruzaban pensamientos de coraje y de rabia, todo en uno. Sentía ganas de echarlo a patadas, de partirle la madre, ahí mismo. Aplaqué, sin embargo, mis instintos. Cuando el tipo terminó de auto alabarse, salió. Y otra vez la amenaza, Ya sabes: si te abres, te carga la chingada, como a todos. El chaparro se fue, después de vomitarme la vida. Yo seguía pensando que aquello no podía ser; que Carolina no sería capaz de disparar a nadie, ni dar muerte a ninguno. Este cabrón me está blofeando, pensaba y repensaba, justificando de mil formas a mi mujer. Ese día por la noche, en casa, cerqué a mi mujercita con preguntas y preguntas, sobre todo por lo que me dijo el hermano. Carolina terminó aceptando todo, mostrando casi el mismo talante infeliz del hermano. Y volvió, sacando hipocresía de sepa dónde, a prometer que no regresaría más con Andrés, que le creyera por el Santo Señor de Mapimí, y de nuevo puso sus rodillas en el suelo y las palmas de sus manos unidas y a la altura de su pecho, ¿Lo prometes? Sí, y si no cumplo, mátame, Humberto, me dijo con su rostro gris, con la cara ya muy ceniza.

 

 

Siete

 

Luego de semanas de infierno y de intentos por sobrellevar la situación, de tardes de cerveza Superior y de sotol, como intentos para paliar el calor de brasas de la región y para la inestabilidad emocional, Carolina y yo decidimos salir de la ciudad. Iríamos a Puerto Vallarta, según. Trataríamos de meter distancia entre nosotros, el hermano y la conciencia turbada de la mujer, según. Andrés por su parte estaba listo para ir por su quinta caja fuerte. Irían, según presumió, al Súper Mercado Su Mesa. Y fueron, en efecto. Pero la madrugada del robo, ya con la caja de caudales metida en el Galaxy 500 Ltd, tuvieron que abandonar el auto y el plan y salir corriendo por donde pudieron, ante la presencia de una patrulla que llegó, inoportuna. La prensa dio la nota, y hasta publicaron fotos de la caja metida en el auto aquel. Cuando lo leí en La Opinión, vespertino amarillista, pensé que tal vez aquello marcaría el fin e todo. Por la tarde, después de cerrar el changarro de aceites y grasas, llegué a casa ya de noche. Una moto Islo, la de mi cuñado, estaba en la cochera. Dentro, Carolina y Andrés me esperaban ya con algún plan, de seguro. Fue él quien habló, Ora sí, Humberto, es la última, te lo prometo. La última qué. La última caja que nos abres, y ya, ¿verdad, hermanita?

Algo había en ellos que me metía ruido, que no me gustaba. Yo presentía que estaban mintiendo, que el chaparro nalgón blofeaba sobre tener una caja más. Un mal pensamiento recorrió mi cabeza, mi pecho. En remolino, pensaba que qué había pasado, si la prensa mentía sobre el frustrado robo a Su Mesa, en fin, algo había que no me cuadraba. Carolina, extraña en su voz y en su actitud, me dijo: Es la última, Humbo, amorcito, te lo prometo, antes de irnos a la playa, a la arena; iremos a donde tú ya sabes, al cerro, para abrir la caja, la última, te lo prometo. Ya no dije nada, pero estaba convencido de que todo era una trampa, y que yo tenía que acabar con aquel embrollo de una vez. No esperaron mi respuesta. Andrés salió diciendo que vendría por mí, más tarde. Montó su moto y se fue. Solos quedamos mi mujer, sus juramentos y yo.

Me hiciste una promesa, Carolina, y hasta te hincaste y pusiste al Señor de Mapimí como testigo.

Alguien rajó.

Tú me juraste que era la última caja, Carolina.

Alguien se rajó y llegó la policía.

Me vale madre si llegó o no la tira; me hiciste una promesa y sabes a qué me refiero.

La policía llegó porque alguien le avisó.

Yo soy pendejo, pero no rajón, Carolina, no fui yo el que les avisó, cumple con tu promesa o…

Y tú me hiciste otra promesa, Humberto.

 Esa aquí mismo te la voy a cumplir.

Te faltan huevos, gallina.

La primera bofetada le dio de lleno en la cara. La mujer rodó. Quiso ponerse de pie, pero ya no pudo porque le caí a puntapiés; en cascada pateaba a mi mujer, escuchando a lo lejos, enredados, los gritos de una indígena y la queja de su esposo que, batido en su sangre muy roja, batallaba para respirar por tanto aserrín como le cubría la cara. Escuchaba tractores y máquinas aserrando troncos y más troncos; sierras mecánicas gritando cada vez que descortezaban un tronco verde, verde aun, vivo todavía. Solo hasta cuando ya no escuché sus quejas, de la indígena y de mi Carolina, paré la agresión, aunque seguía viendo a las claras las enaguas largas, rojas y floreadas de la mujer indígena cuyo esposo se ahogaba a un lado por tanto como lo golpeé, por no poder alcanzar aire, el aire verde de la sierra, mi sierra chihuahuense, y no este hediondo aroma del desierto lagunero. Desmayada o muerta, no lo sabía bien, puse a Carolina dentro de la bandeja de mi camioneta Apache Chevrolet, metida en la cochera. Cubrí el cuerpo con cajas de cartón aplastadas de Quaker estate. Mis recuerdos, sin embargo, iban y daban vuelta en remolino, de Torreón hasta Guadalupe y Calvo, hasta aquel aciago día en que golpeé a dos personas que necesitaban un poco de diésel para encender su fuego.

Me tomé una cerveza, la necesitaba. Y luego otra más. Me senté a esperar al enano. Diciendo en voz alta que no, que no me madrugarían, no cabrones. Cuando él llegó, pistola al cinto, gritó, ¡Carolina, vámonos ya!, Oye, explícame qué pasó en Su Mesa, Nada, ¿Así nomás, nada?, Todo se cayó porque alguien se rajó, Y tú piensas que fui yo, A huevo.

Aprovechando mi estatura y corpulencia, le metí el puño en el rostro. El gordo rodó, chillando. Su pistola rodó también, por otro lado. Y más golpes y más puntapiés sin cuenta ni medida. Después de tundirlo, atado de manos y tobillos, lo arrastré hasta la camioneta y lo puse junto a la hermana. Más cartones. Tomé pico y pala. Agarré calle en la camioneta, pero no buscando la carretera a Mieleras, no, me fui por rumbo al aeropuerto, camino a Rancho de Ana. Di vuelta para pasar por La Unión. Me jalé por el vado del Río Nazas, hasta los pozos en los arenales del río de donde algunos extraen arena y grava para su venta. Ahí enterré a Carolina, ¿Querías arena de Puerto Vallarta?, bueno, pues a faltas de aquella, tendrás la de este río, le dije. Luego me seguí por la carretera a Jabonoso, pasé frente a la Renault, fábrica de motores, más delante, en el entronque di vuelta a la derecha, rumbo a Francisco I. Madero. Antes de llegar a la estación del tren Gregorio García, cerca del entronque de la carretera a Tlahualilo, me estacioné entre la carretera y las vías, esperando. Escuché a lo lejos el pitido del tren que va a Monterrey, arrastrando sus doscientos furgones de carga. Ahí, sobre los rieles dejé atado al enano de los ojos azules, para que el tren se encargara de hacerlo pedacitos. Luego que pasó la máquina y sus hijitos agarrados de la mano, enfilé para mi casa a tomarme unas cervezas y calmar mi tembladera. Se necesitaba.

 

 

Ocho

 

Pasaron los días.

En mi nueva situación de viudo, sufría por mis noches en vela y con náusea. Una de esas, borracho, a media noche, con el juicio que da el alcohol, me dio por ir de nuevo al corral aquel, el de las cajas fuertes. Como pude, cargué una. Enfilé a la mancha urbana. Con el juicio perdido, se me ocurrió ir y tirarla por cualquier rumbo de esta Comarca lagunera, para dar a entender a la policía, a la prensa, pero sobre todo a mí, que la banda seguía activa. Es como si Carolina siguiera conmigo, me decía mil veces en mis noches de llanto y sin sueño. De ese modo a pocos días fui y dejé tirada una caja más por rumbo del Ejido San Luis. El ruido de la prensa fue de locos; otra caja más la llevé y la tiré en León Guzmán, y una más la dejé entre La Concha y Albia, por el rumbo del Ejido Escuadrón 201. Poco después, una más en la Vinícola El Vergel, por la salida a ciudad Juárez.

A punta de cerveza y de fumar yerba, trataba de que todo fuera como ayer, como anteayer. A bostezo seguido, acudía al expendio de Aceites y lubricantes donde uno de mis empleados me insistía, tuteo incluido,

¿Estás malillo, Humberto?,

No,

Oye, Humberto, en buena onda, ¿estás malillo?,

No, un poco de desvelo y diarrea, pero nada más, ¿por qué preguntas tanto?,

Es que te veo muy cenizo de la cara.

 

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Jaime González Crispín es profesor, por la Escuela Normal de Durango, con grado de Iicenciatura. También estudió en el Taller de Escritura Narrativa, en la Universidad Juárez del Estado de Durango y en el Taller Levriano de Escritura, Querétaro. Ha publicado los libros de cuentos Matemos al cura, Alambre de Púas y Trece veces por minuto. Están inéditos sus novelas Eva Gorrión, o la monja que mató a su hermana y Casi quince, además de su libro de cuentos El mal samaritano.

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