Nunca
Por Guadalupe Ángeles
Mi historia con él, aunque para otros hasta resulte lugar común, para mí fue algo extraordinario, deslumbrante, y quizá lo vea así porque yo venía de relaciones tortuosas, fui, como amiga o amante, una especie de agregado.
Me gusta pensar que esa historia empezó mucho antes de que nos viéramos por primera vez, o acaso unas horas antes, aunque en realidad, una vida entera o unas horas, no significan gran cosa ante el resultado final.
Sé que en alguna parte está la verdad, alguien me ha dicho que él me amó tanto que por eso murió, para no darme problemas, o que yo solo amaba fantasmas cuando lo quería a él. Todo eso puede ser cierto, no descarto ninguna verdad, porque lo que tengo ahora es tan concreto como puede serlo una madrugada en soledad, con apenas el ruido de una sirena que se aleja en medio del silencio, y si pudiera hablar de verdades quizá diría que esta es la mía y no hay ninguna, y aunque pueda hablar de destino o de voluntad, ambos conceptos son solo palabras, lo concreto y real es el sonido de la máquina mientras escribo.
Visité esa ciudad donde pasé gran parte de mi vida, la primera parte; encontré por casualidad a una poeta, amiga de tiempo atrás, me comentó que estaba haciendo una investigación y necesitaba datos que solo podían conseguirse en alguna biblioteca de la ciudad en que ahora vivo. No tuve inconveniente en ofrecerme a buscarle esos datos, pero antes me habló sobre el romance que tuvo con un hombre más joven que ella, me hizo feliz lo que me contaba, me alegraba por ella, siempre he pensado que un buen amor es algo saludable, te pone de buen humor y te hace sentir protegido, como si en verdad querer a alguien mucho la cure a una de algún mal congénito.
Estaba entonces en aquella avenida una tarde como cualquier otra, no parecía que hubiera algo diferente, acababa de salir de la biblioteca en la escuela de letras de la universidad, iba rumbo a un concierto en el que me iba a encontrar con un par de amigos, el autobús tardaba en llegar, entonces ahí, en medio de esa tarde común, se me acercó un joven alto y me pidió unas monedas, para el camión, dijo, yo le di un par y di por terminada la entrevista, pero él supo despertar mi curiosidad diciéndome que publicaba sus escritos. Le pregunté en dónde y, aunque después de entregarle las monedas consideré que había terminado lo que teníamos que decirnos, él fue a sentarse en la banqueta poniendo su cabeza entre sus manos, ya sé que suena desfasado e irreal, pero así fue, la frase con que me enganché y que salió de sus labios quizá con toda la intención era la siguiente: “La literatura está muerta”. ¿Un Baudelaire, un Poe? ¿Quién era ese muchacho que publicaba y que había llegado a esa conclusión tan seria? Quizá pequé de ingenua, pero intenté saber más de él, para entonces yo estaba leyendo a Krisnamurthi y me parecía que ya no me tocaba para nada el tema del amor, me sentía más allá de todo, creía estar en el camino de liberarme de los vaivenes entre amor y dolor a que me ha obligado siempre el relacionarme con otro. En ese momento mi curiosidad por el joven alto y delgado que se mostraba tan atormentado era eso, simple curiosidad, la misma que me llevó a invitarlo a subir al taxi en el que por fin me decidí a alejarme de ahí, no iba a llegar a tiempo si seguía esperando el autobús, de modo que el joven se sentó junto a mí en el asiento trasero del vehículo de alquiler y tomó una de mis manos, con su pluma azul de escolar empezó a dibujar una figura extraña cerca de mi dedo pulgar, lo cual me causó mucha gracia, pues invocaba símbolos desconocidos para mí, o solo iniciaba el juego de hacerse indispensable, grato, inevitable.
Llegué a mi destino y le pregunté si le gustaría entrar al concierto, aceptó y fuimos a sentarnos en un par de sillas disponibles, me tomó de la mano y quería besarme, yo trataba de apartarme divertida, en el intermedio salimos corriendo tomados de la mano hacia la mesa repleta de vasos desechables llenos de vino blanco, todavía me parece inadecuada desde cualquier punto de vista esa imagen, pero para entonces ya me había metido en su juego, por otra parte, uno de los favoritos para mí, entonces no lo reconocí, pero ahora puedo verlo, no hay nada que me guste más en la vida que jugar a querer a alguien, y si quería besarme, ¿cómo no quererlo un poco?, pregunta que no se haría una persona sensata, pero sería tratar de engañarme pensar en mí como alguien sensato.
Una vez terminado el concierto (a él no le gustó la música, me lo dijo luego, y quizá mintiera, eso tal vez he preferido ignorarlo, o llegué a la conclusión muy pronto de que eso era lo último que me importaba de él, si mentía o no) y tuvo que irse, pero quedamos formalmente en que iríamos al cine, intercambiamos teléfonos y quizá debí haber olvidado o extraviado el suyo, así nos hubiéramos ahorrado un montón de penas. Me quedé con mis amigos y curiosamente ese día me emborraché demasiado ¿para despedirme de algo?, ¿para asegurarme de que fue mi último permiso de ponerme en peligro? No sé.
La siguiente vez que nos vimos fue a las afueras de un cine de arte, él llegó puntual y aguantó una larga historia familiar en la que la hermosa madre puso a prueba a medio mundo en la pantalla mientras yo ensayaba el viejo juego de conocer la orografía de los brazos de un hombre, ¿hacía cuánto que no tocaba uno?, era una sensación agradable. Más tarde, mientras él me acariciaba, yo le preguntaba divertida qué hacía, y con la grandilocuencia propia de su juventud me dijo “sigo mis instintos”, y si su instinto entonces le llevó a percibir que yo iba a adorarlo, hizo bien en escucharlo, no puedo asegurar nada en cuanto a él, pero yo aún lo extraño, y eso dice todo, aunque en ese “todo” también peque ahora de ingenuidad.
Un sábado me invitó a desayunar a su casa, conocí por primera vez su cuarto de adolescente consentido, el patio donde sembró con amor una matita de marihuana, y su maestría en cocinar unos huevos gourmet para impresionarme, aunque también le daba a su perra restos del pan para hacerme ver que iba a compartir su amor con ella. Al principio creí que era una trampa, y sí lo era, fui cazada impunemente, pero me resistí como el pez en la red, hasta que no hubo aire que respirar sino el que venía de su estar ahí, de ese su sonreírme con mirada divertida, con esa pureza y entusiasmo solo posibles quizá en esa época de la vida, en la que todo se te da porque simplemente lo tomas, eso hizo él, tomar mi soledad y metérsela en el bolsillo, para que yo no la viera, para que pudiera olvidarla y me convertí ¿en qué?, en una mujer feliz, que lo tomé como un regalo inesperado, ¿qué otra cosa si no era ir a un bosque cerca de una avenida transitada en la ciudad, beber vino tinto?, y mientras él escribía poemas yo hablé en voz alta de mi amor por las hojas secas de otoño.
Poco tiempo nos tomó volvernos inseparables. A la menor provocación nos íbamos al mar armados con alcohol y unas ganas enormes de decirle a todo el mundo, con ese nuestro estar juntos, que poco nos importaba la insensatez que era. Nos peléabamos siempre y siempre nos adorábamos, nos ofendimos mutuamente y cada uno de nosotros veía a un dios en el otro, así de desmesurado, así de absurdo, pero no creo que ningún amor esté hecho de serenidad ni de cordura y si así fuese, no sería un amor que yo fuera capaz de vivir.
Guardo una imagen suya en el pensamiento jugando con un pez dorado enorme en un estanque, guardo su cuerpo espigado desnudo leyendo poemas en medio de la oscuridad, bebiendo, mientras yo lo adoro y olvido el mundo. Guardo su sonrisa deslumbrante que curó una larga ausencia. Guardo unas lágrimas de alegría al verlo regresar porque siempre regresaba, por eso ahora sé que si no vuelve es porque sus piernas ya se pudren en la tumba y no hay ese algo que lo hacía vivir, ya no escribe poemas porque sus manos no están sobre la tierra y muchas veces me he preguntado por qué se largó de este mundo sin llevarme, por qué tuvo la mala idea de dejarme aquí con este silencio para dibujar en él su figura, para intentar, con palabras, hacerlo vivir como nunca volverá a hacerlo, bajo la luz de la mirada que lo transfiguraba en un hombre amado, pues eso sé ahora, lo amé como pude hacerlo, no de la mejor manera, pero tan intensamente como me fue posible hacerlo, aunque yo no pensaba así entonces, solo disfrutaba verlo sentando en el suelo contándome historias de sus amigos poetas, leyéndome sus poemas, escribiéndolos conmigo en el jardín de la casa.
¿Yo tenía qué vivir para que él se muriera a gusto? Sigo enojada con él, eso es un hecho, me traicionó al largarse de esa manera, sin despedirse bien, sin darme oportunidad ni siquiera de odiarlo con seriedad, simplemente me quedé aquí sin ninguna conclusión coherente, pero es cierto, nada fue coherente con nosotros, no podía pedirle coherencia a la vida si fuimos escandalosamente egoístas, si nos metimos en la burbuja de eso que no tenía nombre y llenaba a tope nuestras vidas, y no cabía nadie más ahí, de donde echamos a patadas al sentido común, a la prudencia, pues bien a bien no sabía si eso era amor o herbolaria, un estudio sociológico en el que experimentamos qué pasaría si nos convertíamos en lo opuesto a eso para lo que fuimos educados; entramos a saco en la locura donde guardo la imagen de sus brazos cuyo dorado brillo era acariciado por mí largamente en medio de la oscuridad, en medio del silencio a medianoche. Y eso no volverá a ocurrir.
Saber esto es suficiente como para darse un tiro, pero aún me queda un miligramo de sentido común, por eso lleno el silencio de palabras y me conmuevo de las noticias que le hubieran conmovido y me pregunto si mira ahora lo que escribo, ¿qué haría si mirara su rostro ahora en medio de la noche?, ¿qué si viniera otra vez a tocarme? Pedirle que se quedara o volverme loca de verdad, perderme para la realidad en quién sabe qué caminos como pasillos largos hacia el más oscuro sinsentido. No sé. En verdad no sé qué haría. Solo sé que sí quiero verlo, tocarlo. Pero eso no será posible. Nunca.
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo. Fue directora de la revista Soberbia. Ha colaborado en Ágora, El Financiero, El Informador, El Occidental, La Jornada Semanal; en las revistas electrónicas nacionales Al margen y Argos y en las españolas: Babab y Espéculo. Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 1999 por Devastación.