Las más selectas flores. Lilvia Soto

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Las más selectas flores

 

 

Por Lilvia Soto

 

 

Este es un poema de mi libro que se publicará oficialmente el primero de septiembre.

 

 

y en el cielo

las alondras, con valentía, cantan aún y vuelan,

Apenas se oyen en medio del rugido del cañón en la tierra.

 

John McCrae, En los campos de Flandes

 

 

El aire rebosa indicios de verano,

las cálidas brisas prometen

atardeceres lánguidos,

comidas campestres,

vacaciones en la playa,

el ocio veraniego,

el derroche de la vida.

 

Algunos cortan el césped,

plantan los tomates del verano,

preparan los parterres

festejan con los amigos,

conversan sobre el béisbol de la liga infantil,

el camping de los niños exploradores,

los postres de verano de Martha Stewart,

el divorcio de los vecinos.

 

En 1868 el General John A. Logan

instituyó el 30 de mayo

como el día para

“reunirse alrededor de los restos sagrados

y colocar en sus serenas tumbas

coronas

de las más selectas flores de la primavera…”

 

El 30 de mayo guardamos luto,

mas no por mucho tiempo,

no podemos sostener

la sombría gravedad del dolor

rodeados de los árboles frutales,

el aroma de la madreselva,

el canto de la alondra.

Un breve momento de dolor

abortado

por la insoportable belleza de la vida

convierte la congoja en nostalgia.

 

Las flores más selectas de la Guerra Civil

se convierten en las amapolas rojas

de la Gran Guerra

y las guerras continúan

y los campos de batalla crecen

y las tumbas de los soldados,

cada uno hijo de alguien,

cada uno enemigo de alguien,

proliferan más rápido

que los árboles de la primavera.

 

La naturaleza se rebela,

se niega a darnos

bastantes amapolas rojas.

¿Cuántas harían falta

para las tumbas anónimas,

para los vaporizados,

los civiles,

los desaparecidos,

los soldados enemigos?

 

Una fábrica en Pittsburgh

confecciona ahora

la flor artificial del recuerdo.

Tan artificial como la flor es el luto

y las firmas en los tratados de paz.

Tenemos fábricas de rifles,

de bombas, de robots,

de bolsas para los cadáveres,

de brazos y piernas artificiales.

¿Necesitamos también una fábrica

para los tratados

y otra para la tinta invisible

para firmar la paz?

 

Necesitamos honrar a los sacrificados,

no cuando empieza el verano

con su promesa de vida abundante,

sino el primero de enero.

El rito de invierno debiera ser

no para desfiles y partidos de futbol,

sino para recordar

la escasez, el agotamiento,

la vida aletargada y extinguible,

para recordar que un nuevo año

para masacrar a los jóvenes,

abortar la vida, destruir la tierra

empieza apenas.

 

Si en verdad queremos honrar a los muertos,

coloquemos en la luz mortecina del crepúsculo

sobre las tumbas cenicientas,

no las flores rojas del olvido

sino cardos y espinas

y si el rojo es el color del luto,

reguémoslas con la sangre de las madres,

pues solo si las madres se niegan

a dar a luz a otro hijo

quedará vacía

la fábrica de la muerte.

 

 

 

 

Lilvia Soto nació en Nuevo Casas Grandes, emigró a Estados Unidos a los 15 años, reside en Philadelphia, Pennsylvania. Tiene un doctorado en lengua y literatura hispánica de Stonybrook University en Long Island, Nueva York. Ha enseñado literatura y creación literaria en Harvard y en otras universidades norteamericanas. Fue cofundadora y directora de La Casa Latina: The University of Pennsylvania Center for Hispanic Excellence. Fue directora residente de un programa de estudios en el extranjero de las universidades Cornell, Michigan y Pennsylvania en Sevilla, España.

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